Publicamos un artículo —difundido en la revista Palabra— del director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
El 27 de octubre de 2011, fui invitado junto con Walter Baier, Remo Bodei y Julia Kristeva al encuentro ecuménico e interreligioso organizado por la Iglesia católica en Asís. Los cuatro somos no creyentes declarados, pero fuimos invitados en un histórico gesto del Papa Benedicto XVI en favor del diálogo entre creyentes y no creyentes. Me parece que la importancia de este diálogo no puede soslayarse. Sin embargo, creo que para avanzar en su conformación es preciso realizar algunas distinciones.
Así como los creyentes no son todos iguales —los hay de distintos credos y talantes—, lo mismo sucede con los no creyentes. Podríamos decir que normalmente los no creyentes se encuentran entre dos extremos: por una parte, están los ateos rabiosos, enemigos de Dios y de la religión; por otra parte, los agnósticos espirituales que están a punto de convertirse a una religión específica.
Entre ambos extremos, tan distantes entre sí, hay muchos tipos de no creyentes: los tolerantes, los indiferentes, los que buscan a Dios, los que se resisten a creer en él, etcétera. También hay ateos que en realidad no lo son, que creen en Dios en el fondo de su alma, pero que están enojados con Él y que, por eso, lo niegan. También hay agnósticos que en realidad no lo son, que creen en la divinidad pero que no saben qué rostro tiene y, por lo mismo, no adoptan una religión específica.
El abanico de posiciones es amplísimo y, por ello, hablar de los no-creyentes en abstracto genera no pocas dificultades. De inmediato nos percatamos de esto los cuatro no creyentes invitados a Asís. Nuestras posiciones ante la religión y ante la divinidad eran muy diferentes. Parece que, de los cuatro, yo fui el único que se sintió identificado con el mensaje del Papa a los agnósticos. En su discurso de Asís, Benedicto XVI distinguió a los ateos de los agnósticos. A los primeros los describió como anti-religiosos. A los segundos, como personas que sufren por su falta de fe y que en su búsqueda por la verdad y la bondad, también buscan a Dios. Cuando escuché esta caracterización del agnóstico quedé conmovido.
En efecto, en mi humilde búsqueda por la verdad me he planteado la existencia de un Dios que diese respuesta a mis preguntas. Y al descubrirme sin fe, sin asidero, también he deseado la existencia de un Dios que me ofreciera apoyo en los días más negros. Sin embargo, no siempre pienso y siento de la misma manera. En ocasiones, la propia búsqueda de la verdad, es decir, de la verdad objetiva —¿cuál otra podría ser?— me hace pensar que Dios no existe, que tenemos que buscar las respuestas por nosotros mismos. Y por otra parte, hay veces que cuando me encuentro sufriendo por mi soledad, por mi finitud, algo dentro de mí me hace rebelarme en contra de la idea de que sólo un Dios magnánimo podría sacarme de ese estado. Y entonces reencuentro en mi condición la dignidad y el valor suficientes para seguir adelante.
El agnóstico que sufre por estar sin Dios y lo busca es, me parece, un tipo muy especial de no creyente que no puede tomarse como el ejemplo paradigmático del agnóstico. Si la Iglesia católica desea en verdad dialogar con todos los no-creyentes, tendrá que reconocer que hay muchos tipos, que no todos buscan a Dios o sufren por estar sin él y que, sin embargo, muchos de ellos están dispuestos a abrir sus mentes y sus corazones para entablar un diálogo constructivo con los católicos. Si algo podemos rescatar de lo que podríamos llamar “nuevo espíritu de Asís” es precisamente esto