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«Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (Spe salvi, n. 37)
El comienzo de un nuevo año aviva en nosotros la conciencia del paso del tiempo. Y esto, unido a la cuesta de enero (el esfuerzo del vivir), puede suscitar la pregunta de si es razonable buscar un sentido al sufrimiento. Se lo plantea Robert Spaemann en un excelente texto (Über den Sinn des Leidens, en el libro Einsprüche, christliche Reden. Einsiedeln, 1977). No se cuestiona si podemos disminuirlo, sino «qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite». Pues, en efecto, ¿qué sentido puede tener algo que no queremos, que nadie puede querer para sí mismo?
El sufrimiento aparece habitualmente como un sinsentido. Aparece ya así en el miedo a sufrir, y en la pregunta misma sobre el sentido del sufrimiento.
Comparación entre la sociedad moderna y las sociedades primitivas
La sociedad moderna no sabe qué hacer ni qué decir ante el sufrimiento. Sólo intenta evitarlo, y, como no consigue hacerlo del todo, silencia hasta la interpretación de su sentido (una manera extrema de hacerlo es la eutanasia). Crecemos con poca tolerancia a la frustración. Y así, al evitar todos los valles nos incapacitamos para disfrutar de las montañas: somos menos felices, tenemos menos alegría. Se intenta ocultar la muerte, pero no se enseña a morir.
En cambio, en las sociedades primitivas, observa Spaemann, el dolor estaba “previsto”, y tenía una función que realizar, como se ve en ciertas figuras como la del mendigo o la viuda. El mendigo no sólo era receptor de la beneficencia pública, sino que representaba su papel dignamente, tenía algo que dar (prometía rezar por aquél que le daba algo). El dolor y la muerte eran realidades aceptadas y hasta dramatizadas, con un cierto ceremonial que los situaba en el contexto de la sociedad y del cosmos.
Materialismo, estoicismo, budismo
¿Qué respuestas hay —a nivel meramente natural— para el sentido del sufrimiento? Spaeman encuentra básicamente dos (que ofrecen soluciones parecidas): el materialismo y el estoicismo con el budismo como variante. Según el materialismo, ni siquiera debe plantearse el sentido del sufrimiento, porque el sufrimiento es algo que pertenece a la naturaleza, que es el ámbito de lo necesario. Lo único que tiene sentido es el obrar solidario a favor del “género humano”, que es lo verdaderamente digno (y no tanto la persona). Ante el dolor sólo cabe la resignación.
Según el estoicismo, el dolor puede evitarse aceptando lo que no puedo cambiar, llegando a la apatía o la impasibilidad. Pero esto, advierte Spaemann, es difícil de lograr en la práctica, sobre todo ante un dolor intenso. En esa perspectiva sólo quedaría la salida del suicidio, pero así se destruye lo que se quería respetar: la persona tal como es. El budismo, por su parte, intenta suprimir el sufrimiento anulando la voluntad, el yo, que es el origen de la voluntad y de la libertad.
En realidad, nota justamente nuestro autor, estas posiciones no son respuestas al sentido del sufrimiento, sino intentos fallidos de suprimirlo.
La respuesta de la Biblia al sufrimiento
¿Qué dice la Biblia sobre el sentido del sufrimiento? Podría resumirse así: el sufrimiento tiene sentido sólo si todo tiene sentido (que lo tiene). Esto no suprime el misterio del sufrimiento ante lo que, a los ojos humanos, parece privado de sentido. Jesús mismo lo experimentó, asumiendo en la Pasión su papel central en el drama de la historia, después de luchar contra su propia voluntad. Así se manifiesta en la oración que tuvo lugar en el Huerto de los Olivos.
Todos, por tener la naturaleza humana, llevamos las huellas de una injusticia, de una desobediencia (pecado original), que reactivamos cuando cometemos un pecado personal. Nos rebelamos contra el director del drama o de la sinfonía, querríamos imponer nuestra propia partitura en lugar de ejecutar la parte que nos toca (aquí cabría recordar el principio de El Silmarillion, de Tolkien).
De esta manera, entiende Spaemann, reproducimos en nosotros la desobediencia, palabra que viene de dejar de oír. Así nos incapacitamos para escuchar el sentido del todo. Y de ese modo nos situamos en el «estado en que cada cual busca convertirse en el punto central del mundo». El sufrimiento es como el reverso de ese mal (diríamos nosotros: la luz roja que nos avisa para rectificar; el altavoz de Dios, o su sombra en el mundo, diría C.S. Lewis: recuérdese la película Tierras de penumbras, Shadowlands, R. Attenborough, 1993). El sufrimiento nos ayuda a caer en la cuenta de que «sólo puede representar bien su papel quien presta atención a las órdenes del director y escucha el papel de los otros»; porque no vivimos en solitario, hay un director y están los otros. Y así el sufrimiento nos facilita colaborar en la reparación de ese mal, madurar con ello y ayudar a los otros; pues según Spaemann, «la verdadera solidaridad significa ayudar a encontrar el sentido del sufrimiento».
Aprovechar el sufrimiento
Por lo demás, no todo en el sufrimiento es oscuridad y sinsentido. A la vez que intentamos aliviar el sufrimiento, muchas veces nos damos cuenta que nos va enseñando, o nos ha enseñado, cosas valiosas: jerarquizar los valores, descubrir que las cosas pequeñas son importantes, no poner las metas en el éxito profesional, preocuparnos más por los que nos rodean, abrirnos a Dios.
Por ejemplo, como dice el autor, podemos pensar: Si Dios puede curarme y no lo hace (Jesús tampoco curó a todos), esto debe tener un sentido, y así el sufrimiento es consuelo. Incluso, en la medida en que nos descubre nuestra necesidad de Dios, el sufrimiento puede convertirse en un medio de salvación.
El sufrimiento de los inocentes
Finalmente, dos cuestiones difíciles. En primer lugar, el sufrimiento de los que no pueden alcanzar un sentido (los niños pequeños, los que mueren en el seno materno, los animales), lo que amplía el misterio del sufrimiento. En segundo lugar, con palabras de nuestro autor, «el sufrimiento de quien en sí mismo no es culpable, sino que padece por otros» (cabría evocar la película La milla verde, The Green Mile, F. Darabont 1999). Hay de esto una importante experiencia en el cristianismo, comenzando por Cristo mismo, que fue inmolado en la Cruz.
El sentido del sufrimiento sólo puede existir si no tiene la última palabra. Por eso la resurrección de Cristo es, según Spaemann, «la última respuesta del cristianismo a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento», porque nos abre las puertas a la Vida nueva, donde ya no hay sufrimiento alguno.
Sufrimiento y madurez cristiana
Efectivamente, pues sólo el Cielo acaba con todos los sufrimientos, también los de los niños inocentes, y los transforma en alegría. Y entonces desaparece el sinsentido del sufrimiento. Así se explican las palabras de Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito» (n. 37). Esto lo sabe bien el cristiano, llamado a “ofrecer” las “pequeñas contrariedades diarias” en unión con Cristo (cf. n. 40). También cuentan, en su sufrimiento, con la ayuda de Dios los creyentes de todas las religiones, que le imaginan de diversas maneras y le invocan a través de muchas voces.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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