Francisco continuó su catequesis sobre el papel de los abuelos en la familia y en la sociedad. Dijo que la ancianidad es una etapa especial, de nuevos retos, también a nivel espiritual. También subrayó que para los nietos son muy importantes sus consejos pero, sobre todo, su testimonio ">
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy está centrada en la importancia que los abuelos tienen en la familia y en la sociedad.
Ciertamente, se trata de una etapa especial de la vida y, hasta cierto punto, novedosa, también para la espiritualidad cristiana. Pero el Señor nos llama a seguirlo en todos los momentos y circunstancias. Las personas mayores también tienen una misión que cumplir y una gracia especial para llevarla a cabo.
El Evangelio de Lucas nos habla de los ancianos Simeón y Ana, que estaban en el Templo de Jerusalén, siempre atentos en espera de la venida del Mesías. Y, cuando lo reconocieron en el Niño Jesús, recibieron nuevas fuerzas para bendecir a Dios con un hermoso cántico de alabanza y anunciar la liberación a todo el pueblo.
Como ellos, los abuelos de hoy están llamados a formar un coro permanente en el gran santuario espiritual de nuestro mundo, a sostener con su oración e infundir ánimo con su testimonio a cuantos luchan en el campo de la vida.
La plegaria de los mayores es un gran don para la Iglesia; y sus palabras, una inyección de sabiduría para la sociedad, muchas veces ocupada en mil cosas y distraída de lo esencial.
El corazón de los abuelos, libre de resentimientos pasados y de egoísmos presentes, tiene un atractivo especial para los jóvenes, que esperan encontrar en ellos un apoyo firme en su fe y sentido para su vida.
Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, Puerto Rico, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, cuánto me gustaría que la Iglesia pudiera superar la cultura del descarte, promoviendo el reencuentro gozoso y la acogida mutua de las distintas generaciones. Recemos todos por esta intención. Gracias.
En la catequesis de hoy seguimos la reflexión sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su papel en la familia. Lo hago identificándome con esas personas, porque yo también pertenezco a esa franja de edad.
Cuando estuve en Filipinas, el pueblo filipino me saludaba diciendo: Lolo Kiko −o sea, abuelo Francisco−, Lolo Kiko, decían. Una primera cosa es importante subrayar: es verdad que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente no el Señor. El Señor no nos descarta jamás. Nos llama a seguirle en cualquier edad de la vida; hasta la ancianidad comporta una gracia y una misión, una verdadera vocación del Señor. La ancianidad es una vocación. No es todavía el momento de tirar la toalla.
Este periodo de la vida es distinto a los anteriores, no cabe duda, y por eso casi debemos “inventárnoslo”, porque la sociedad no está preparada, espiritual ni moralmente, para dar a ese momento de la vida, su pleno valor. Antes no era tan normal tener tanto tiempo a disposición; hoy lo es mucho más. También a la espiritualidad cristiana le ha pillado un poco de sorpresa, y habrá que delinear una espiritualidad de las personas ancianas. ¡Gracias a Dios, no faltan ejemplos de santos y santas ancianos!
Me emocioné mucho en la Jornada para los ancianos que hicimos aquí, en la Plaza de San Pedro el año pasado: ¡estaba llena! Escuche historias de ancianos que se gastan por los demás, y también historias de esposos que decían: Cumplimos 50 años de matrimonio; cumplimos los 60 años de casados. Es importante que lo vean los jóvenes, que se cansan muy pronto; es importante el ejemplo de la fidelidad de los ancianos. Y en esta plaza había tantos aquel día. Es una reflexión que hay que seguir, en ámbito tanto eclesial como civil.
El Evangelio sale a nuestro encuentro con una imagen muy bonita, emocionante y animante. Es la imagen de Simeón y de Ana, de los que nos habla el evangelio de la infancia de Jesús, compuesto por san Lucas. Eran ciertamente viejos, el anciano Simeón y la profetisa Anna, que tenía 84 años. No escondía su edad esta mujer. El Evangelio dice que esperaban la venida de Dios todos los días, con gran fidelidad, desde hacía muchos años. Querían precisamente verlo aquel día, comprender las señales, intuir el comienzo.
A lo mejor, ya estaban un poco resignados a morirse antes, pero aquella larga espera seguía ocupando toda su vida, no tenían nada más importante que hacer que esto: esperar al Señor y rezar. Pues bien, cuando María y José llegaron al templo para cumplir las disposiciones de la Ley, Simeón y Ana se movieron enseguida, animados por el Espíritu Santo (cfr. Lc 2,27). El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza para una nueva tarea: dar gracias y dar ejemplo por esta Señal de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo (cfr. Lc 2,29-32) −parecía un poeta en aquel momento− y Ana fue la primera predicadora de Jesús: hablaba del niño a cuántos esperaban la redención en Jerusalén (Lc 2,38).
Queridos abuelos, queridos ancianos, ¡sigamos las huellas de estos viejos extraordinarios! Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cojámosle gusto a buscar nuestras propias palabras, y estemos abiertos a las que nos enseña la Palabra de Dios. ¡Es un gran don para la Iglesia la oración de los abuelos y de los ancianos! ¡Es una riqueza! Una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para la que está demasiado ocupada, muy pillada, demasiado distraída. ¡Quizá alguno debería cantarles las señales de Dios, proclamar los signos de Dios, rezar por ellos!
Miremos a Benedicto XVI, que decidió pasar en oración y a la escucha de Dios el último tramo de su vida. ¡Qué bonito es eso! Un gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: Una civilización en la que ya no se rece es una civilización donde la vejez ya no tiene sentido. Y eso es terrible: necesitamos sobre todo a los ancianos que rezan, porque la vejez se nos da para eso. Necesitamos ancianos que recen, porque la vejez se nos ha dado precisamente para eso. Es una cosa hermosa la oración de los ancianos.
Podemos dar gracias al Señor por los beneficios recibidos, y llenar el vacío de la ingratitud que le rodea. Podemos interceder por las expectativas de las nuevas generaciones, y dar dignidad a la memoria y a los sacrificios de las pasadas. Podemos recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es una vida seca. Podemos decir a los jóvenes miedosos que la angustia del futuro puede ser vencida. Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí mismos que hay más alegría en dar que en recibir. Los abuelos y las abuelas forman el coro permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza apoyan a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida.
La oración, finalmente, purifica incesantemente el corazón. La alabanza y la súplica a Dios evitan el endurecimiento del corazón en el resentimiento y el egoísmo. ¡Qué feo es el cinismo de un anciano que haya perdido el sentido de su ejemplo, que desprecia a los jóvenes y no comunica la sabiduría de la vida! En cambio, ¡qué bonito es el ánimo que el anciano logra trasmitir al joven que busca el sentido de la fe y de la vida! Es verdaderamente la misión de los abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo especial para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me entregó por escrito el día de mi ordenación sacerdotal, todavía las llevo conmigo siempre en el breviario, las leo con frecuencia y me hacen bien.
¡Cómo me gustaría una Iglesia que desafíe la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre jóvenes y ancianos! Y eso es lo que hoy pido al Señor, ¡ese abrazo!
(*) Traducción de Luis Montoya.
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