Si Benedicto XVI apelaba a “creer en el amor”, Francisco muestra el camino concreto que, desde la vida cristiana, lleva a participar de la misión de la Iglesia: salir de uno mismo para colaborar con el amor de Dios que salva
Cuando se habla del “corazón” en el ámbito de la educación y de la fe, se corre el riesgo de encontrar resistencia ante lo que podría tomarse, equivocadamente, por mero sentimentalismo. Si se tratara de esto, estaríamos tan lejos del cristianismo como si tratáramos de la dureza del corazón. No se trata de vencer el sentimentalismo con dureza, sino de la fortaleza para amar.
El mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2015 lleva por título “fortalezcan sus corazones” (St 5, 8). Lo que propone es una renovación personal y eclesial para vencer las dos formas más actuales de la dureza del corazón: la indiferencia y el encerrarse en uno mismo o en el propio grupo. Y como siempre, esto tiene una gran importancia para la educación de la fe y de la afectividad en la vida cristiana.
Vivimos en una cultura −la occidental− que se caracteriza por la indiferencia ante los más débiles, y que trasporta esa indiferencia a su “idea” de un Dios lejano e indiferente (deísmo), mientras una buena parte de esa cultura se cierra en sí misma haciendo oídos sordos y ojos ciegos a las necesidades de los demás.
En este contexto el Papa comienza afirmando que Dios no es indiferente hacia nosotros: se interesa por cada uno de nosotros, nos cuida y nos busca porque nos ama. Somos nosotros los que “cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace nunca), y ya no nos interesan ni sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen”.
Y, atención, esto no les pasa a unos pocos, sino que nos afecta a todos: “Yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de los que no lo están. Esa actitud egoísta de indiferencia alcanza hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que se puede hablar de globalización de la indiferencia”. Pues bien, propone Francisco, los cristianos hemos de afrontar esta situación precisamente como cristianos.
Utilizando una imagen bien gráfica nos dice que la Iglesia es como una mano que mantiene abierta la puerta del amor que Dios nos ofrece. Como el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar esa puerta, no debe sorprendernos si esa mano que es la Iglesia es rechazada, aplastada o herida. Lo que los cristianos hemos de hacer es renovarnos para no ser indiferentes ni cerrarnos en nosotros mismos. Y para ello propone tres puntos a nuestra consideración.
1. La realidad de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo. Si queremos ayudar a los demás, necesitamos primero dejarnos ayudar. El cristiano “es aquél que deja que Dios lo revista de su bondad y misericordia, lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres”. Solamente los que se dejan “tienen parte con Cristo” (cf. Jn 13, 8).
¿Cómo se hace esto? Escuchando la Palabra de Dios y acudiendo a los sacramentos, sobre todo a la Eucaristía donde nos convertimos en lo que recibimos: “Cuerpo de Cristo. Ahí no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece apoderarse de nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y, en Él, no se es indiferente con los demás. ‘Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él’ (1Co 12,26)”. Quien está unido a Dios puede también hacer algo por los que están lejos, ayudarles a abrirse a la salvación.
2. La fraternidad entre los cristianos. Si formamos un solo cuerpo, que recibe y comparte lo que Dios quiere dar, debemos reconocer a nuestros miembros más débiles, pobres y pequeños. No se trata, por tanto, de refugiarse en un amor falsamente universal hacia los que están lejos, mientras, como el rico Epulón, se olvida de Lázaro sentado ante la propia puerta cerrada (cf. Lc 16, 19-31).
Este amor falsamente universalista es un primer peligro: el falseamiento de la caridad y de la fraternidad (que conlleva indiferencia hacia dentro del mismo cuerpo). El otro peligro es el cerrarse en el propio grupo, en los amigos o en la familia más cercana, sin abrirse a las necesidades de los demás (lo que comporta indiferencia hacia afuera).
Para vencer estos peligros se nos propone tomar dos direcciones, una hacia dentro y otra hacia afuera: primero el camino de la vida interior, la oración (mediante ella los santos vencieron la indiferencia, la dureza de corazón y el odio, y nos siguen ayudando para que hagamos lo mismo); y a la vez, tomar el camino de la misión cristiana, abrirnos a los pobres y a los alejados para llevar toda la realidad y cada hombre a Dios. De esta manera desea Francisco que los cristianos leguen a ser “islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”.
3. Fortalecer personalmente el corazón (cf. St 5, 8). Prosigue el Papa detallando lo que podemos hacer para vencer esta tentación de indiferencia ante los demás. Una indiferencia, cabría añadir, que resulta de la mezcla de comodidad y sentimientos de miedo, inseguridad o incapacidad. Y propone tres remedios.
En primer lugar, insiste de nuevo en la fuerza de la oración.
Segundo, pondera la importancia de los gestos de caridad: “mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad”. En efecto, hay que huir de dos extremos: el no hacer nada por indiferencia o comodidad, y el pensar ilusoriamente −Francisco lo califica de tentación diabólica− que nosotros podemos cambiarlo todo e incluso salvarnos a nosotros mismos.
En el centro se sitúa la fuerza sencilla y realista de la virtud. Los gestos de humanidad y de caridad son signos pequeños pero eficaces porque, al ser fruto y manifestación del amor, son capaces de cambiar realmente nuestro corazón y el de los demás.
El tercer medio es el más personal y quizá por eso el más costoso, pero es también el que está en la raíz de los demás. Se hace necesaria la conversión: “La necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de mis hermanos”. Esto nos lleva a pedir humildemente la gracia de Dios −acudiendo al sacramento de la Confesión−, aceptar nuestras limitaciones y confiar en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios.
Como síntesis de estos medios, y para superar tanto la indiferencia como las pretensiones de omnipotencia, Francisco propone que vivamos esta Cuaresma como un camino de formación del corazón.
Se trata de una expresión que usaba Benedicto XVI para pedir, especialmente a los que trabajan en instituciones eclesiales, que se preocupen no solamente de su preparación profesional, sino de encontrarse con Dios para que suscite en ellos el amor y la apertura de espíritu al otro. Y de esta manera “el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6)” (encíclica Deus caritas est, n. 31).
Añade ahora Francisco: “Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro”.
Y concluye proponiendo que le pidamos al Corazón de Jesús un corazón semejante al suyo. “Así tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que ni se deje encerrar en sí mismo ni caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia”.
Todo un programa para la formación del corazón. Si Benedicto XVI apelaba a “creer en el amor” (cf. 1 Jn, 4,16), Francisco muestra el camino concreto que, desde la vida cristiana, lleva a participar de la misión de la Iglesia: salir de uno mismo para colaborar con el amor de Dios que salva.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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