Al dar un don estamos proporcionando las condiciones adecuadas para que el otro dé lo mejor de sí mismo
Conferencia impartida el 11 de mayo de 2013 con ocasión del Acto de Clausura de Curso en el Colegio Mayor Albalat (Universidad de Valencia).
Este año he realizado una estancia postdoctoral en Estados Unidos investigando el tema del que me han pedido que les hable hoy. Me encontraba cerca de Boston, y todos los días tenía que coger un autobús a las 9:00 de la mañana para ir a la universidad. Hubo un día que el autobús no vino. El siguiente pasaba a las 10:30, así que nos tocó esperar hora y media en la parada. Esta circunstancia propició una mayor “solidaridad” entre los afectados, y fue fácil iniciar una conversación con dos estudiantes de segundo de carrera una vez entramos en el autobús. Eran un chico y una chica.
En este grupo, yo era el exótico, así que me hicieron las preguntas de rigor: “¿De dónde eres tú?” y “¿Qué estás haciendo en la universidad?” Lo interesante vino con la segunda cuestión. Les expliqué que estaba estudiando la lógica del don y sus implicaciones en las organizaciones.
La chica, que se llama Nora, me preguntó: “¿Qué es eso de la lógica del don?” En dos o tres frases le vine a explicar que el don suponía dar algo sin esperar nada a cambio, de forma gratuita. Recuerdo que la chica se quedó un poco en silencio. Luego me sonrió, y me preguntó: “Oye, ¿y tú te crees que eso es posible?”
Les tengo que ser sinceros: esta pregunta me dio mucho que pensar. Daba la impresión de que a esta chica no le parecía razonable dar sin esperar nada a cambio, y por eso lo relegaba al ámbito de la creencia personal, como si se tratara de algo propio de personas ingenuas. De alguna forma, esa duda reflejaba también cierta sospecha, como si tuviéramos que andar con cuidado con el don. Esta conversación estimuló más aún la curiosidad para la investigación.
Vamos a tratar de circunscribir mejor nuestro problema. Hay muchas razones por las que uno da algo. Pensemos en un libro. Uno puede dar un libro a alguien porque lo había cogido prestado anteriormente. Es lo que sucede por ejemplo en la biblioteca del Colegio Mayor. Uno da el libro por la obligación que ha asumido. También uno puede dar un libro porque ha recibido dinero a cambio. Sería el caso de quien vende un libro. Y también cabe la posibilidad de dar un libro como un regalo a otra persona por su cumpleaños. Se trataría de una acción supuestamente libre y espontánea, que no reclamaría nada a cambio. Este último tipo de dar sería el correspondiente al don.
Sin embargo, alguien como Nora podría poner en entredicho la misma posibilidad del don. Realmente, el que da siempre obtiene algo. Incluso en el caso de que efectivamente no hubiera ninguna contraprestación, el que da recibiría, al menos, una muestra de agradecimiento, que ensombrecería ese “querer dar sin nada a cambio”.
Pero el problema no es menor para quien recibe el regalo. El sentido de reciprocidad obliga al que recibe a compensar al dador. Se ha producido una situación de asimetría en la relación, de tal forma que uno se encuentra en deuda con el otro, como si se le quedara sometido. En el fondo, esta deuda explicaría por qué hay gente que no le gusta recibir regalos de nadie, para así no tener que devolver algo equivalente.
Así, pues, tenemos dos puntos que chirrían: que el que da un regalo, siempre recibe algo, y el que recibe el regalo, queda obligado a contrapesar la deuda, y podría parecer que más que hacerle un favor, se le ha complicado la vida. Ambos puntos confluyen en la sospecha que considera el don como algo imposible en sí mismo, o, como mucho, una mera ilusión. El don sería, más bien, como el papel de regalo: la envoltura que cubre algo que no sería otra cosa más que una transacción.
Si esto fuera así, Nora tendría razón: regalar, dar sin esperar nada a cambio, sería una ingenuidad. Algo parecido al fenómeno de los Reyes Magos. De alguna forma, el descubrimiento de la verdadera identidad de estos personajes señala un punto de no retorno en la vida de cada persona: ya no hay vuelta atrás. En ese momento –quizá inolvidable- se percibe que la magia de la infancia se desvanece irremisiblemente.
En este punto caben dos posibilidades. O bien nos encogemos de hombros y seguimos adelante, con una interpretación razonablemente adulta del don como mero papel de regalo, o bien hacemos como los niños, que se empeñan en un obtener una respuesta convincente a preguntas difíciles: ¿todo don es realmente una aparente transacción o hay algo más que se nos escapa?
Aquí viene muy al caso el poder distinguir. Hay cosas que no necesitan distinción, como por ejemplo el cielo y la tierra. Nadie los confundiría, porque son perfectamente discernibles. Pero hay otras cosas que requieren de un análisis un poco más fino, que nos permita realizar distinciones a fin de no confundir cosas en sí mismas distintas.
Es cierto que el dar un regalo conlleva un intercambio y una obligación. El que da un regalo, algo recibe, y el que recibe un regalo, no le cabe en la cabeza no devolver algo a cambio. Pero a mí me parece que la distinción entre transacción y donación se encuentra fundamentalmente en la lógica que se articula detrás de estas acciones.
Quizá estamos demasiado marcados por un razonamiento económico basado en la transacción y en el interés. El dar para recibir es clave en las relaciones sociales y económicas. Como hay escasez de recursos, y uno necesita cosas de las que carece, uno las consigue mediante el intercambio, ya sea con su propio trabajo, ya sea negociando, ya sea simplemente comprándolas.
Nuestro problema radica en proponer una lógica que haga genuina la donación. ¿Cómo sería la gramática que nos permitiera leer adecuadamente y sin sospecha el fenómeno del dar sin esperar nada a cambio? Y todavía más importante: si fuéramos capaces de esbozar, aunque fuera mínimamente, la lógica del don, a partir de ella podríamos señalar las limitaciones inherentes al razonamiento basado en términos transaccionales. De esa forma sabríamos qué cosas le podemos pedir a la transacción y qué cosas no le podemos pedir por quedar fuera de sus posibilidades. Verdaderamente nuestra mente se vería ampliada.
Se puede distinguir un elemento de carácter intangible que acompaña siempre al objeto que se entrega. Podríamos llamarlo de modo genérico aprecio. Al dar un regalo, también damos aprecio. El regalo manifiesta que apreciamos al otro.
No obstante, este aprecio puede ser transaccional: apreciamos al otro o a la otra por el interés para conseguir algo más después. Se trata de un aprecio condicional. Sería como afirmar: te valoro en la medida en que me puedas ayudar a conseguir esto que me interesa, en la medida en que me lo paso bien contigo, en definitiva, en la medida en que me devolverás los favores que yo te haga.
Hay un pasaje de El Principito que nos podría ayudar en este punto. Cuando el principito llega a la tierra, una de las primeras cosas que descubre es un campo de rosas. Al verlo, se siente muy desgraciado: él pensaba que en todo el universo sólo existía la rosa que había cultivado en su planeta, y ahora se encontraba con más de cinco mil rosas muy similares. Su rosa no era más que una rosa ordinaria.
De algún modo, el principito cae en la cuenta que su rosa es “intercambiable”. Esta misma percepción se encuentra detrás de toda relación de carácter transaccional: mantenemos la relación con el otro en la medida en que sirve al propio interés, de tal forma que el otro aparece como un medio, que bien pudiera ser “sustituido” por otro que fuera más eficaz.
Sigamos con el principito. Al poco de dejar el campo de rosas, se cruza con el zorro. El principito se encuentra bastante triste y abatido. El zorro inicia la conversación y le pide que le “domestique”. El principito no sabe qué es eso de domesticar. El zorro le dice: “Domesticar es crear lazos”. Le explica que, ahora que no está domesticado, él es semejante a otros cien mil zorros para el principito. Sin embargo, le dice el zorro: “si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo”[1].
Ser único para alguien implica no ser intercambiable. Este lazo rompe la máscara del anonimato. Ser único supone ser apreciado por sí mismo, no por las cualidades, ni por los éxitos, ni por el dinero, ni por el poder. En definitiva, se trata de un aprecio incondicional. ¿Y cuánto vale este aprecio? En realidad este tipo de aprecio no tiene precio. Por eso solo puede ser gratuito. No es posible dar nada a cambio de semejante don. Aquí la gratuidad no supone ingenuidad o engaño: significa radicalmente que no tiene precio.
Cuando uno capta este mensaje en su más honda realidad, nace algo que muy difícilmente proporciona una transacción. Al recibir el don incondicional, se nos está diciendo: “Es bueno que tú existas”. Esta afirmación alimenta una alegría profunda. El don incondicional nos hace únicos para el otro, y nos asegura que no somos intercambiables. De ahí que la donación no engendre temor por la deuda acumulada sino gratitud por el don inmerecido.
En términos transaccionales, deberíamos decir que la deuda generada en la donación no se puede cancelar. Y dado que no se puede cancelar, tampoco se puede hablar propiamente de una obligación.
Esto se refleja perfectamente en las palabras que se intercambian después de dar algo gratuitamente. El que recibe suele responder diciendo “Gracias”, y a veces “Muchas gracias”. De ese modo manifiesta gratitud hacia el otro por haber recibido una gracia, un don, algo no exigido ni exigible sino gratuito. Y el que ha dado suele replicar “De nada”. Con estas palabras, quien da libera al que recibe de la obligación de dar después, porque recalca que lo ha hecho libremente, por “nada”, sin esperar otra cosa a cambio, sino por la única razón de ser el otro quien es.
Este dinamismo que articula gratuidad y gratitud permite la circulación de un cierto tipo de bienes que no se ven ni se miden, pero que hacen que esta vida valga la pena ser vivida. El amor personal, la amistad, el perdón, incluso la experiencia de la belleza, no pueden ser comprados o producidos autónomamente: siempre son recibidos.
Aquí nos sale al paso la premisa sobre la que se apoya, en última instancia, la lógica del don. En realidad, podríamos decir que la donación invierte el razonamiento de la transacción: no damos porque esperamos recibir, sino que damos porque hemos recibido.
Este punto vale la pena revisarlo con calma. Si la donación permite abrirse a un tipo de bienes que solo pueden ser disfrutados cuando son recibidos y compartidos, entonces hemos de repensar las categorías con las que muchas veces se habla de la identidad humana.
En 1968 −año de revoluciones culturales radicales−, Joseph Ratzinger también lanzó su propia propuesta revolucionaria. En un libro que recogía un curso de verano impartido en Tubinga escribió:
El hombre vuelve profundamente a sí mismo no por lo que hace, sino por lo que recibe[2].
Estas palabras suponen un cuestionamiento de la lógica dominante que identifica al hombre fundamentalmente con sus posibilidades de acción. El poder tecnológico constituiría quizá la manifestación más acabada de este planteamiento. Sin embargo, la preeminencia de la acción limita el horizonte vital humano a aquello que el hombre consigue o logra por su propio esfuerzo.
Con estas palabras, Ratzinger nos ayuda a encontrar el verdadero eslabón perdido del hombre moderno, demasiado preocupado en el hacer y en el tener, y un tanto desorientado a la hora de dar. Si asumimos esta premisa, podríamos decir que, para poder dar de modo incondicional, antes hay que haber sido capaz de recibir un don incondicional.
Tomar en serio esta premisa sobre la identidad humana viene a ser como un giro copernicano. De la misma forma que el sistema heliocéntrico pudo explicar mejor y de modo más sencillo la trayectoria de los planetas que si se asumía la centralidad de la tierra en el sistema solar, la apertura a recibir dones incondicionales nos abre a una explicación más sencilla de la realidad profunda del hombre, al tiempo que se ponen en evidencia las limitaciones del paradigma utilitarista dominante hoy en día. Vamos a detenernos solamente en dos aspectos, uno positivo y el otro negativo.
Empecemos con el negativo. Para ello, planteemos una pregunta valiente: ¿en qué consiste la situación más trágica para la persona?
De acuerdo con la lógica de la transacción, esa situación estaría ligada a la escasez de recursos. Si éstos disminuyen o si la capacidad para generar nuevos recursos declina, ya sea por enfermedad o por la edad, uno se aboca a una situación de pobreza o indigencia.
Pero si acudimos a la gramática de la donación, podemos hacer una lectura diferente. La auténtica pobreza sería, más bien, la escasez de alegría, la incapacidad de alegrarse por la ausencia de un don incondicional.
¿Y a qué es debido esto? La lógica esbozada nos proporcionaría una respuesta nítida: a que uno no se abre a recibir. Nos cerramos por miedo a quedar expuestos al rechazo. Tememos nuestra condición de vulnerabilidad, de nuestra dependencia de los demás para alcanzar nuestra plenitud. Este miedo nos acercaría peligrosamente a una situación verdaderamente trágica: el autorrechazo.
¿Qué significa el autorrechazo? Supone una insatisfacción profunda por no aceptarse, una insatisfacción que se percibe como irresoluble −irresoluble si lo baso en mi propio esfuerzo, en mi propia capacidad de acción. Queremos tener ciertas cosas, queremos exigir un cierto standard de perfección, y mientras corremos detrás de ello, avanzamos, pero llega un momento en que uno se da cuenta de que nunca alcanzará ese ideal porque es autoconstruido y siempre podrá ser sometido a condiciones más exigentes.
Este es realmente el hechizo de la transacción: pensar que somos lo que tenemos, pensar que se puede comprar cualquier cosa, incluso el aprecio incondicional de los demás. Uno aspira a ser superman, o una aspira a ser superwoman, queremos que nos salga todo según nuestras expectativas y cálculos, como si todo dependiera de nuestro esfuerzo, y resulta que la realidad circula por otros derroteros. En definitiva, no acabamos de aceptar que las cosas no sean perfectas −perfectas según nuestras categorías.
La lógica de la donación nos lleva a ver la vida no como una competición sino como un regalo. Algo inmerecido −que no lo podemos exigir− y llamado a ser disfrutado. Este nuevo modo de mirar empieza por la percepción misma de cada día: de hecho, el hoy se llama también presente porque tiene sentido de regalo. Mis talentos y mis condiciones personales, mejores o peores −da igual−, son todos recibidos. Lo podíamos no tener, y, sin embargo, lo tenemos sin mérito alguno por nuestra parte.
Este modo de razonar no cambia la realidad: cambia nuestro modo de mirarla. Un ejemplo quizá lo pueda aclarar. Se dice en el lenguaje coloquial que uno se mira el ombligo cuando está pendiente de sí mismo, de sus propios intereses, cuando todo gira alrededor suyo. Ahora bien, si uno se fija en su propio ombligo puede descubrir una señal grabada justo en el centro de su cuerpo que nos recuerda permanentemente que nuestra vida es recibida de otros. Constituye un símbolo del amor gratuito y sin condiciones de nuestros padres. La centralidad corporal del ombligo evoca la centralidad vital del don.
Este punto nos permite dar el paso a la otra consecuencia que hemos mencionado. La lógica de la transacción se mueve en términos de equilibrio. El equilibrio supone cálculo, sopesar lo que hay en juego, establecer condiciones y proporcionar la medida más ajustada. Esta mentalidad permite controlar y planificar. Uno sabe lo que puede recibir de los demás, en función de lo que está dispuesto a dar o perder.
La lógica de la donación desafía de raíz este planteamiento. También hay un componente de riesgo, pero se trata de un riesgo sin red, sin seguro, precisamente porque su razón de ser estriba en no exigir ni obligar al otro a que responda. Ciertamente la donación puede verse completamente rechazada, pero nos abre a un horizonte que está vedado a quien razona en términos transaccionales.
Heráclito, un filósofo griego, describió muy bien esta diferencia. Aunque se le conocía como “Heráclito el oscuro”, hay que decir que de vez en cuando era capaz de ofrecer flashes muy luminosos. Como es ahora nuestro caso. Escribió Heráclito:
A quien aguarda le sucede lo aguardado, a quien espera le acontece lo inesperado[3].
Lo aguardado equivale a lo calculado y a las expectativas, aspectos propios de la transacción. Aquí no cabe mucha sorpresa. Sin embargo, como la donación razona en términos de incondicionalidad, puede abrirse a lo inesperado, a la novedad más radical. Uno se abre a recibir bienes no calculados por él mismo sino que nacen de la personalidad única del otro. En definitiva, quien ha aprendido la lógica de la donación sabe cultivar la capacidad de asombrarse.
Así pues, en el ADN específico de la donación encontramos una carencia de exigencias y una capacidad de asombro. Pero esto no es suficiente. Heráclito nos proporciona una pista muy valiosa. Mientras la transacción busca seguridades de contraprestación, la donación se nutre de la esperanza: la convicción de que el acto de dar incondicionalmente tendrá una resonancia muy particular en el interior del otro.
Sucede lo mismo que con un puente colgante. Puede que muchas veces pasen por ahí gentes y coches que no “afectan” a la estructura del puente. Podríamos decir que el puente se comporta como debe comportarse, como está previsto que se comporte. Está quieto, o a la sumo se balancea un poco. Pero si por él pasa un regimiento de soldados, marcando un determinado paso, de modo constante, puede que el puente entre en resonancia: la frecuencia del andar transmite una energía al puente que le lleva a vibrar de modo inesperado e incontrolado. Este efecto solo se produce con un determinado ritmo de paso que transmite una energía de efectos muy potentes.
Así opera la esperanza en la lógica de la donación. Cuando damos incondicionalmente, nos abrimos a que el otro también dé incondicionalmente, esto es, libremente y por sí mismo, sin limitaciones provenientes de la obligación o del deber sino con aquello que únicamente él o ella puede aportar por ser quien es. Por eso, al dar un don estamos proporcionando las condiciones adecuadas para que el otro dé lo mejor de sí mismo. Cuando el otro corresponde al don incondicionado recibido no se cancela ninguna deuda: acontece un encuentro de gratuidades.
Quizá unos versos de Pedro Salinas pueden contribuir a ilustrar el efecto resonante que puede provocar la lógica del don:
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo[4].
Nuestro mejor yo sale a la luz cuando correspondemos al don incondicional recibido, aunque para ello haya que superar un cierto dolor inicial debido al temor a la deuda. Para que salga a la luz ese mejor yo necesitamos del aprecio incondicional que nos es dado por alguien: no puede ser exigido ni conquistado ni comprado por nosotros. De ahí que el poeta acierte a decir que él lo ve aunque quizá nosotros estemos obtusos para verlo. Pero el poeta tiene esperanza, lo mismo que quien da gratuitamente, y por eso puede ser protagonista de un acontecimiento inesperado e incontrolado: con su don permite sacar el mejor tú.
La gramática de la donación permite conjugar el asombro con la alegría, propios de quien sabe disfrutar con el regalo recibido. Además, la gramática de la donación permite leer la propia vida como una aventura llena de tesoros escondidos que le toca a uno descubrir. Todavía más importante: la gramática de la donación permite ayudar a escribir a otros su mejor historia personal.
Al final de la conversación entre el zorro y el principito, queda claro por qué aquella rosa era única para el principito. El zorro le explica: “Lo que hace más importante a tu rosa es el tiempo que tú has perdido con ella”. Pocas cosas hay que contribuyan tanto a crear lazos personales como el dedicar tiempo gratuitamente a los demás. ¿Por qué? Porque el tiempo sí que nos pertenece en exclusiva, y una vez gastado, ya no vuelve. Es totalmente nuestro. Al dedicar tiempo a alguien, ese alguien se hace único en nuestra vida. Bien lo saben los padres aquí presentes, y casi me atrevería a decir que todavía lo saben mejor las madres.
El zorro despidió al principito compartiendo con él su secreto. Quizá si Nora hubiera sabido este secreto no habría relegado el don al ámbito de la fantasía o de la utopía. Desde luego, este secreto cambió el modo de mirar del principito. Le reveló su verdad más profunda, y a partir de entonces no solo recuperó la alegría que había perdido, sino que halló la correcta disposición para cultivar el gozo auténtico.
El zorro le dijo al principito: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. (...) Los hombres han olvidado esta verdad, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...”[5].
Muchas gracias.
Tomás Baviera Puig
Investigador Doctor
[1] ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El principito, Salamandra, Barcelona 92007, p. 68.
[2] JOSEPH RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2005, p. 222.
[3] Cit. en LEONARDO POLO, Quién es el hombre, Rialp, Madrid 21993, p. 59.
[4] PEDRO SALINAS, La voz a ti debida, Alianza, Madrid 2005.
[5] ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El principito, o.c., pp. 72-74.
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