No tenemos derecho a “lavarnos las manos”, a desertar, a desentendernos, a mirar hacia otro lado
El eterno combate entre muerte y vida, una lucha que tiene su continuación en nuestro tiempo, como señaló San Juan Pablo II, entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”. No tenemos derecho a “lavarnos las manos”, a desertar, a desentendernos, a mirar hacia otro lado
Si el célebre Plutarco hubiera podido conocer el canon de las Sagradas Escrituras podría haber establecido un paralelismo entre las vidas de los dos personajes que figuran en el título a este artículo. Herodes y Pilato, Pilato y Herodes. Un judío y un romano. Muchas son las cuestiones que coinciden en la vida de ambos, en la vida que conocemos, para ser más exactos. Junto a estas similitudes habrá, seguro, muchas diferencias entre ellos en todo aquello que no nos ha trasladado la Historia.
Ambos eran personajes poderosos, en su lugar y su época; tenían, como veremos, capacidad −que no derecho− para decidir sobre las vidas y haciendas de las personas que se cruzaban en su existencia; los dos tenían una corte de servidores que ejecutaba sus órdenes sin duda o escrúpulo alguno; ambos tuvieron contacto, directo o no, con la figura histórica de Jesús de Nazaret; se vieron, en un momento concreto de su existencia, amenazados y decidieron actuar guiados por el miedo; ambos prefirieron desentenderse de los problemas y vidas ajenos, buscando su propio interés; los dos, finalmente, encontraron excusas para justificar su comportamiento.
Herodes es, rotundamente, el malo de la película siempre: asesino cruel de niños indefensos, de seres humanos inocentes. Herodes, por sus miedos, engendra dolor y sufrimiento a su alrededor. Poncio Pilato, en cambio, parece tener mejor imagen. Aparece como el hombre atormentado, indeciso, que no sabe muy bien qué debe hacer. Incluso, parece en algunos momentos, quiere ser justo y hacer lo correcto sin dejarse llevar por las presiones. Pero acaba claudicando igualmente.
Pilato y Herodes juegan un papel decisivo en la vida de Jesús, ese Niño humilde cuyo nacimiento acabamos de celebrar en la fiesta, grande, humana y solemne de la Navidad, la fiesta de la Vida, la Verdad, el Amor y la Luz. La fiesta que celebra un acontecimiento que cambiará el rumbo de la Historia humana. Al hombre, con el nacimiento de este Niño, se le abren las puertas de la libertad: puede elegir amar en lugar de odiar; puede elegir perdonar en vez de vengarse; puede elegir dar la vida o arrebatar la de otros. Herodes, siembra la muerte al poco de nacer Jesús; Pilato, al lavarse las manos, lleva a la muerte al Señor de la Vida.
Es el eterno combate entre muerte y vida. Esa lucha tiene su continuación en nuestro tiempo, como señaló San Juan Pablo II, en el combate entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”. Combate en el que todos −todos− estamos “necesariamente” en medio: no tenemos derecho a “lavarnos las manos”, a desertar, a desentendernos, a mirar hacia otro lado. No podemos decir “no es mi problema”, “a mí no me afecta”, “yo no puedo hacer nada”. Estamos inmersos en él, “necesariamente” en medio. Solo podemos elegir el bando. ¿Quiero estar con la defensa de la vida o contra ella? ¿Quiero defender a los inocentes o dejarlos a su suerte? Si no trabajamos por la vida estamos, directa o indirectamente, trabajando a favor de la muerte.
Si, como Herodes, ante un posible problema −un supuesto riesgo para su corona− optamos por eliminar a todo y todos los que nos amenazan −un “nuevo” rey−, estaremos trabajando contra la vida. Si, como Poncio Pilato, ante una complicación −una disputa “religiosa” entre judíos− decidimos lavarnos las manos y que se salgan con su voluntad los más violentos −“crucifícale”−, estaremos trabajando contra la vida. Igualmente, si ante un posible problema −un embarazo no previsto− optamos por eliminar al ser humano más inocente e indefenso que existe −el concebido no nacido−, estaremos trabajando contra la vida (contra todas las vidas, no solo la de ese niño concreto, pues estaremos justificando la eliminación de los inocentes). Si ante una complicación −un embarazo con dificultades sociales, materiales, económicas, de salud− decidimos “lavarnos las manos” y mirar para otro lado −dejando que se imponga la violenta costumbre social de ver el aborto como solución a los problemas−, estaremos trabajando contra la vida.
En cambio, si ante ese supuesto problema optamos por buscar apoyo en las personas e instituciones que están dispuestas a ayudar a las madres en dificultades −nadie dice que los problemas y dificultades no existan− estaremos trabajando por la vida, por todas las vidas de los inocentes e indefensos, pues estaremos diciendo a la sociedad que no debe acostumbrarse al aborto y que toda vida merece ser vivida y protegida, pues toda vida es digna y valiosa. Si ante una complicación −que puede haberlas, y muchas, de tipo social, material, económico, de salud− decidimos no “lavarnos las manos” y mirar para otro lado porque no es nuestro problema, sino que nos arremangamos y nos ponemos a ayudar en la medida de nuestras posibilidades y capacidades, estaremos trabajando por la vida.
Es verdad que en nuestra sociedad occidental, maravillosa en muchos aspectos, gracias a Dios, pero terrible y violenta en otros muchos, existen muchos personajes poderosos −en la política, la cultura, los negocios− que actúan como Herodes, promoviendo y apoyando la eliminación de vidas humanas inocentes, en cualquier fase de su desarrollo, o como Pilato, lavándose las manos, olvidando sus promesas, no queriendo poner el remedio que tienen en su mano para acabar con la inhumana injusticia del aborto. Es verdad, pero también es cierto que todos somos responsables y que todos podemos trabajar más por la vida, y pedir cuentas cuando proceda.
Sor Aurora Gallego es Directora de la Casa Cuna Santa Isabel, de Valencia