El Evangelio no hay que “inventarlo”; hay que seguir descubriéndolo en todos sus tesoros; y no comenzando el descubrimiento desde cero, sino siguiendo los cauces bimilenarios de las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia solemne y definitivo
Algunos que se firman teólogos hablan, a propósito del Sínodo sobre la familia del próximo mes de octubre, y dicen que la Iglesia ha de recuperar «la lectura del Evangelio que hizo el Concilio basándose en la cultura moderna».
No añaden mucho más para que uno pueda hacerse cargo de qué es lo que ellos entienden por “cultura moderna”. Y, por supuesto, tampoco señalan ningún punto de referencia para identificar a que “cultura moderna” se refieren: ¿a la que se apoya en Kant; a la que se inspira en Hegel; a la que proclama el superhombre de Nietzsche; a la que impone el materialismo económico de Marx; a la que propagan los y las “ideologistas de género”; a la que se inspira en el panteísmo de Spinoza; a la que se fundamenta en la revolución sexual pseudofreudiana; a la existencialista de Sartre; etc., etc., que llevan a esa pérdida de “sentido vital”, de “vacío existencial” que encontramos a cada paso en nuestro mundo occidental?
Parece que lo importante es hacer siempre una lectura nueva del Evangelio para acabar acomodándolo a la perspectiva del placer y de la conveniencia humana; y desfigurarlo de tal modo que quedé solo la luz de un cierto hombre histórico; y desaparezca la Luz que vino del Cielo, el Verbo de Dios encarnado: Jesucristo.
Y no sólo que desaparezca esa Luz; sino también, con ella, se borre del horizonte del mirar humano la llamada de Dios al hombre para que, en sus Mandamientos, descubra la grandeza de ser cristiano, la belleza de Dios en él, y su invitación para que coopere con Él en llevar adelante la maravillosa obra de la creación, de la redención, de la santificación de sus hijos los hombres.
«El criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado a valorar la historia de la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros santos que inculturalizaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio» (La alegría del Evangelio, n. 233).
Las palabras del Papa Francisco no dejan mucho lugar a las interpretaciones tan variadas y contradictorias que sufren otras afirmaciones suyas. El Evangelio no hay que “inventarlo”; hay que seguir descubriéndolo en todos sus tesoros; y no comenzando el descubrimiento desde cero, sino siguiendo los cauces bimilenarios de las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia solemne y definitivo.
Este año 2015 va a estar iluminado en la Iglesia por la luz de Sacramento del Matrimonio, en el que tiene fundamento la Familia cristiana, y que el Señor, al instituirlo, reafirmó esa luz señalando con toda claridad: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19, 6).
Son muchos los cristianos que esperan que los “padres sinodales”, en vez de enfrascarse en discusiones en torno a la posibilidad de “segundos matrimonios”, sin que la muerte haya separado lo que de otra manera no se puede separar; o de concentrar todos sus esfuerzos en descubrir mejores procedimientos para agilizar las “declaraciones de nulidad matrimonial”, cosa que ciertamente es muy necesario; sin llegar, en todo caso, como ya ha hecho alguno, a hablar sencillamente de “divorcio en la Iglesia”.
Muchos cristianos creyentes y practicantes, insisto, anhelan que los “padres sinodales”, sin dejar de ponderar los problemas que afectan hoy a la familia, subrayen el camino para resolverlos a ensalzando la grandeza humana y divina del Matrimonio, de la Familia cristiana; del amor conyugal, del amor a los hijos, de la formación en la Fe cristiana de los hijos; y anuncien «con alegría y convicción la 'buena nueva' sobre la familia que tiene absoluta necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez mejor las palabras auténticas que revelan su identidad, sus recursos interiores, la importancia de su misión en la ciudad de los hombres y en la de Dios» (Familiaris consortio, n. 86).
San Juan Pablo II, en las primeras semanas de su pontificado recibió a un grupo de matrimonios y les dijo: «El futuro de la Iglesia y de la humanidad nace y crece en la familia». Luego repetiría los mismos términos, de una manera u otra, en incontables ocasiones durante su largo y fecundo pontificado, y continúa repitiendo el Papa Francisco.
«Familia, ¡“sé” lo que “eres”!». Otra invitación de todos los Papas, conscientes de que la roca en la que se apoya esa identidad es la “indisolubilidad del vínculo matrimonial”.
La indisolubilidad no es solamente una meta a la que tiende el matrimonio, la familia, como alguno ha afirmado. La indisolubilidad, además de ser la roca, el fundamento, en la que se apoya el proyecto sacramental de la familia, es el manantial de agua fresca y límpida, en el que los esposos, hombre y mujer, mujer y hombre, beben y renuevan su amor, sus fuerzas, su empeño familiar cada día.
¿A qué cultura nos acomodamos? Benedicto XVI comentó: «Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces» (Spes salvi, n. 22). Desde sus propias raíces, el cristianismo se injerta en todas las culturas: lo examina todo y se queda con lo bueno. Las redime del mal, y las injerta en el bien.
Papa Francisco invita a «no inventar nada»; Benedicto XVI, a «volver a las raíces»; Juan Pablo II, a «anunciar con alegría la “buena nueva” de la familia». El mensaje es unánime.
«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 16, 9).
Ernesto Juliá
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