Desanimar y desconocer el rol de las madres para dar ventaja a procesos productivos que obedecen exclusivamente a lógicas de la eficiencia y del lucro, así como subestimar la imprescindible parte que las mujeres cumplen en el cuidado del otro −y me refiero también a las muchas mujeres que se hacen cargo del cuidado de los ancianos y de los enfermos al interno de las propias relaciones familiares− no puede sino ser dañino para la sociedad entera
Conciliar el trabajo, las exigencias familiares y la educación de los hijos es un problema que inquieta cada vez más a las mujeres de hoy.
La lucha por la paridad política, social y económica entre los sexos ha llevado con el tiempo a un gradual proceso de emancipación de las mujeres que ha tenido varias implicaciones, entre las cuales −ciertamente de gran relevancia− el haber consentido el ingreso de la mujer al ejercicio de las profesiones y a la participación en la vida política y administrativa.
Sin entrar en el mérito de las múltiples ideologías nacidas bajo la bandera de la emancipación femenina, quisiera detenerme brevemente en un tema que concierne, y que sin duda importa mucho, a una grandísima parte de las mujeres de nuestro tiempo: la conciliación o el “equilibrio” entre el trabajo y las exigencias familiares. En efecto no se puede negar que, más allá de las conquistas alcanzadas hoy, las tareas profesionales y el cuidado de la familia parecen ser dos campos totalmente inconciliables.
Recientemente, pueden notarse dos tendencias opuestas: por una parte hay mujeres que deciden reducir o dejar el trabajo para dedicarse completamente a la casa y a los hijos, algunas renunciando a influyentes puestos directivos, otras incluso a costo de sacrificios económicos no indiferentes. Por otro lado, muchas mujeres prefieren retardar o descartar la idea de construirse una familia para dedicarse totalmente a su carrera. Estas dos tendencias revelan un dato esencial, es decir, que el mundo del trabajo está planteado −no se puede negar− a medida de los hombres y por ello las mujeres, para ser totalmente competitivas en el mismo, deben librarse de la maternidad.
Este dato parece confirmarse por las políticas adoptadas por grandes empresas; cómo no recordar −por ejemplo− la reciente noticia que dos colosos estadounidenses, Apple y Facebook, han declarado su disponibilidad para cubrir los costos del congelamiento de óvulos de sus empleadas, en la eventualidad que ellas decidan un día tener un niño, con el fin de permitirles dedicarse completamente al trabajo sin que tengan que negarse, cuando les parezca oportuno, el “gusto” de ser madres.
En la misma línea, un estudio presentado recientemente por el New York Times, que tuvo eco en la prensa italiana, reveló que los hombres con hijos tienen mayores posibilidades de ser contratados y tener mayor retribución que los hombres solteros o sin hijos, mientras para las mujeres la llegada de un hijo no solo detiene la carrera, en algunos casos retrasándola gravemente, sino que causa una pérdida del 4% de los ingresos.
Por otra parte, se demostró también que la mayor parte de mujeres que ocupa posiciones directivas no tiene hijos. Parece entonces que está demostrado: familia y trabajo son difícilmente conciliables en la realidad de hoy. Pero las preguntas que surgen de esta consideración son: ¿hay de verdad un conflicto entre el rol de madre y el de trabajadora? ¿Es justo y, sobre todo, es sano para la sociedad y para las estructuras económicas, sociales y estatales prescindir del aporte de las mujeres y, más específicamente, de las madres? ¿Es justo que una madre tenga que escoger entre trabajo y familia?
La Iglesia, experta en humanidad, ha reconocido siempre y a alta voz la dignidad de la mujer, ¡dignidad que proviene de su ser mismo! Más que cualquier otra instancia, la Iglesia ha subrayado que el papel de la mujer en el bienestar de la familia y el crecimiento de los hijos es uno de los servicios más importantes que ella ofrece al mundo, servicio en el que es insustituible no solo para los miembros de la familia sino para la sociedad entera, puesto que es en la familia que «se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre»[1].
Sin embargo, al mismo tiempo la Iglesia reconoce que la presencia de la mujer no resulta decisiva exclusivamente al interno de la familia, sino que es particularmente indispensable en todos los ámbitos de la vida pública y, en consecuencia, en el mundo del trabajo. Juan Pablo II, en la maravillosa Carta que quiso dirigir a todas las mujeres en 1995, en ocasión de la IV Conferencia Mundial de la ONU en Pekín sobre la mujer −de la que se celebrará en el 2015 el vigésimo aniversario de publicación− habla de la contribución esencial y específica que las mujeres que trabajan aportan para «la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad»[2] y reconoce que la plena inserción de las mujeres en la vida social, económica, artística, cultural, política, debe ser considerado un acto de justicia más que una necesidad[3].
La Iglesia, entonces, a la vez que insiste en la tarea crucial de las madres en el cuidado de la familia, espera que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, teniendo acceso a puestos de responsabilidad, para beneficio de ese enriquecimiento que solamente el “genio de la mujer” puede aportar para la comprensión misma del mundo y para la verdad plena de las relaciones humanas[4].
Por ello, es necesario, y debe ser posible, encontrar modos para “armonizar” estas dos actividades −trabajo y familia− en la vida de las mujeres. Pero, ¿cómo hacerlo? No se puede negar que las políticas familiares para buscar el equilibrio propuestas por muchos estados resultan ineficaces e insuficientes porque apuntan a separar netamente y por breves períodos el rol de trabajadora del de madre, más que buscar dar la posibilidad a las mujeres de integrar, de “armonizar” las responsabilidades que derivan de sus diversas tareas.
Se piensa en redimensionar el rol de la mujer más que en cambiar las estructuras para hacerlas más flexibles y adaptables a las exigencias familiares. Las iniciativas y la legislación en este ámbito deberían, en cambio, tener en cuenta que la trama de las exigencias familiares y laborales tienen características diversas en la vida de una mujer respecto a las que tienen en la de un hombre. Por eso, me parece, la conocida periodista y escritora Costanza Miriano decía con agudeza que ¡las mujeres que piden la paridad de derechos en este campo son poco ambiciosas!
Es urgente superar esta dicotomía entre maternidad y trabajo, ¡y esto será posible con un cambio que sea, en primer lugar, cultural! Juan Pablo II lo tenía claro cuando, en su exhortación Familiaris consortio escribía: «Se debe superar la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar»[5]. Es necesario promover a todos los niveles este cambio de mentalidad y elaborar una cultura que sepa dar válidas razones por las cuales el trabajo que las mujeres desempeñan en el seno de la familia sea considerado un bien indispensable para la sociedad, pues está orientado al bien común y a la felicidad de los pueblos.
Desanimar y desconocer el rol de las madres para dar ventaja a procesos productivos que obedecen exclusivamente a lógicas de la eficiencia y del lucro, así como subestimar la imprescindible parte que las mujeres cumplen en el cuidado del otro −y me refiero también a las muchas mujeres que se hacen cargo del cuidado de los ancianos y de los enfermos al interno de las propias relaciones familiares− no puede sino ser dañino para la sociedad entera.
Es necesario darse cuenta de que la familia, y en ella de modo peculiar la mujer, asume funciones sociales muy importantes para el bienestar del género humano y difícilmente atribuibles a otras instancias. Solo partiendo del reconocimiento de estas funciones y de una revalorización del rol insustituible de la mujer en el hogar y en la educación de los hijos, será posible esperarse políticas que no mortifiquen ni discriminen a las mujeres madres, sino que más bien se propongan soluciones innovadoras que tiendan a una verdadera armonización de la organización del trabajo con las exigencias de la misión de la mujer al interior de la familia. Una reformulación de los sistemas económicos que tenga en cuenta y valore el rol de la mujer en la familia, no podrá sino estar a favor de una “humanización” de estos sistemas mismos.
Isabelle Cassarà
Oficial del Pontificio Consejo para los Laicos
Madre de familia
Italia
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