La ausencia de lo políticamente correcto para llamar a las cosas por su nombre
Los peligros que corre una Europa que no sea capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida, una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel “espíritu humanista” que, sin embargo, ama y defiende
Continúa resonando el grito de Juan Pablo II en Santiago de Compostela invitando a Europa a bucear en las raíces que la hicieron grande, un grito de amor condensado en una frase: Europa sé tú misma. El Papa Francisco ha hecho otro tanto en un viaje relámpago a Estrasburgo. Dos discursos que nadie quiso perderse excepto muy pocos. Incluso algunos políticos distantes de la Iglesia, pero hábiles, se han puesto al frente de la manifestación como suele decirse. Es claro que no comulgan con muchas de las grandes ideas que fue desgranando Francisco, pero o han sido cucos advirtiendo la popularidad del Obispo de Roma, o han permanecido impactados por algo nada común: ausencia de lo políticamente correcto para llamar a las cosas por su nombre.
Efectivamente, en las instituciones europeas, Francisco ha dicho las verdades del barquero, es decir, ha tratado temas que corresponden a la naturaleza humana, ha construido sus dos discursos sobre verdades sencillas, que muchos piensan, pero no se atreven a decir por temor a ser encasillados, por esa falacia de lo políticamente correcto, por no quedar mal. El Papa sí que ha hablado con sensatez, palabra no aplicable a muchas declaraciones o decisiones al uso, que utilizan el vocablo para apañar lo injustificable. ¿Y de qué ha hablado el Pontífice? De muchos asuntos, pero lo que me parece más interesante, porque de un modo u otro subyace en las dos intervenciones, aunque mucho más explícitamente en su discurso al Parlamento Europeo: la persona y su dignidad.
En efecto, expondrá que la defensa de la dignidad de cada persona es un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y posteriormente pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos. Luego, deja en el aire unos interrogantes golpeando las conciencias: ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, que no tiene el trabajo que le otorga dignidad?
Todavía es preciso, incluso en Occidente, valorar más cada ser humano, como hace Francisco. No tiene ningún miedo para expresar que persisten demasiadas situaciones en las que las personas son tratadas como objetos, mientras que “la percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible”. Abunda en el tema afirmando que la persona corre el riesgo de descarte hecho sin muchos reparos, como en el caso de los dolientes, los enfermos terminales o los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Desea colaborar a que Europa tenga más esperanza por el reconocimiento sin ambages de la dignidad de cada persona, añadiendo también, sin escondimiento alguno, que esa dignidad lleva aparejada otra palabra capital: trascendente. A partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, afirmó la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. Dignidad trascendente, significa que la naturaleza humana pueda apelar a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa “brújula” inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado. Estamos ante asuntos cruciales: naturaleza humana, ley natural, Creación y, por tanto, esa amable dependencia del hombre respecto del Creador, que lo capacita para descubrir en sí mismo lo bueno y lo malo. Ahí hay un hueco importante para la Iglesia porque puede indicar nuestro camino natural con la ayuda de la Revelación, que no añade nada nuevo al ser humano, sino que le da seguridad cuando se pierde en vericuetos que la apartan de su sitio.
De ahí surge un catarata de exigencias respecto a cada humano, como la afirmación de que Europa no es sólo economía, los insostenibles modelos de vida opulentos, el peligro de la absolutización de la técnica frente a una antropología que evite al hombre “el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado”, la cultura del descarte, la despreocupación de los frágiles, etc. Estos peligros los corre una Europa que no sea capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida, una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel “espíritu humanista” que, sin embargo, ama y defiende. Sólo así será posible la unidad en la diversidad en una cultura multipolar y transversal, pacífica y promotora de paz, que erradique el terrorismo religioso e interracial.