Reflexiones del Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos al hilo de la reciente celebración del Sínodo Extraordinario de la Familia. El Cardenal se centra brevemente en el papel decisivo e insustituible de los laicos católicos, hombres y mujeres, en el anuncio del Evangelio de la familia
El que la familia esté viviendo en nuestros tiempos una crisis sumamente profunda es un hecho que está ante nuestros ojos. El matrimonio, sobre todo en el ámbito de la cultura occidental, se está convirtiendo cada vez más en una “elección residual”; muchos optan por no casarse y hay un aumento vertiginoso de las convivencias y los divorcios. Cada vez es más profunda la divergencia entre el Magisterio de la Iglesia y la vida real de los fieles.
Nos encontramos, sin duda, ante una peligrosa deriva cultural de la postmodernidad, que amenaza la suerte futura de la humanidad. No en vano, Juan Pablo II escribía en la Familiaris Consortio: «El futuro de la humanidad se fragua en la familia»[1]. Ante este desafío histórico, la Iglesia −a través de la III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos− quiere dar una adecuada respuesta pastoral a la pregunta de cómo anunciar el Evangelio de la familia en nuestro mundo que promueve e impone modelos de vida, que contradicen en modo radical sus principios fundamentales.
Quisiera detenerme brevemente en el papel decisivo e insustituible de los laicos católicos, hombres y mujeres, en el anuncio del Evangelio de la familia. Hoy más que nunca, se necesitan testigos que, viviendo el Evangelio de la familia plenamente y con alegría, muestren al mundo que se trata de un programa de vida hermoso y fascinante, fuente de felicidad para los cónyuges y los hijos. Precisamente se abre aquí un enorme campo de acción para la misión profética de nuestro laicado. De hecho, en la vida de los esposos cristianos se necesita hoy el valor de los profetas, la valentía de ir contracorriente con respecto a la cultura dominante. Alguien dijo acertadamente: «Se quiera o no, la Iglesia en Occidente está en vías de convertirse en una contracultura, y su futuro ahora depende principalmente de si es capaz, como la sal de la tierra, de mantener su sabor y no ser pisoteada por los hombres»[2].
En nuestros tiempos, a menudo sucede que la voz de la Iglesia sobre la naturaleza misma de la familia y el matrimonio (la unión entre un hombre y una mujer) y su indisolubilidad, el amor conyugal fiel y fecundo y la apertura a la vida se parece a una voz que “grita en el desierto”, que a menudo es atacada, rechazada, y no pocas veces ridiculizada por los medios. No obstante, no puede y debe faltar, porque, como dice el Concilio Vaticano II: «El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar»[3]. En realidad, se trata de defender la naturaleza más profunda del ser humano creado por Dios hombre y mujer. El papa Benedicto XVI dijo: «Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos […]. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser humano […]. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el hombre…»[4].
Anunciar y dar testimonio del Evangelio de la familia es un servicio de vital importancia que la Iglesia está llamada a hacer al hombre y a la humanidad, es una fundamental obra de misericordia. Además es una tarea particular de los fieles laicos en la sociedad en que viven. Ellos tienen que ser esa levadura evangélica que transforma el mundo desde dentro, esa sal de la tierra, la luz del mundo[5]. Recordemos las palabras de la antigua Carta a Diogneto: «Los cristianos […] viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo […]. Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo […]. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar»[6].
En el contexto del Sínodo de los Obispos sobre la familia, surgen algunas preguntas fundamentales que, sobre todo, los matrimonios católicos tienen que hacerse: ¿Vivo de verdad la vida de mi matrimonio y mi familia según el proyecto de Dios? ¿Tengo el valor de apostar totalmente por el Evangelio de la familia anunciado por el Magisterio de la Iglesia? ¿Intento dar testimonio −a pesar de mis limitaciones y debilidades− de la belleza del matrimonio y la familia cristiana en el ambiente en que vivo? La presión de la postmodernidad en este ámbito es extremamente fuerte y no pocos ceden a sus dictados destructivos. Lamentablemente, también entre la fila de los bautizados se propagan hoy cada vez más actitudes de rechazo (explícito o implícito) y decisiones en evidente contrasto con el Magisterio de la Iglesia. ¡Cuánto sufrimiento para los esposos y en modo particular para los hijos debido a matrimonios fracasados!
En esta situación dramática, la Iglesia mira con confianza a las jóvenes generaciones. En Río de Janeiro, el papa Francisco, al dialogar con los jóvenes, les exhortó con fuerza: «Hay quien dice que hoy el matrimonio está “pasado de moda”. ¿Está pasado de moda? [No…]. En la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar” el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente; sí, en esto les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en ustedes, jóvenes, y pido por ustedes»[7].
La familia cristiana necesita que la Iglesia le ayude y la apoye. La familia necesita un fuerte mensaje de esperanza, cuyos primeros portadores son precisamente los jóvenes, con su capacidad de desafiar la realidad que les rodea y de ir contracorriente, tal como decía el papa Francisco. Es verdad, tal como informa el Intrumentum laboris, que a nivel de nuestras Iglesias locales trabajan numerosas estructuras pastorales especializadas y asociaciones laicales a favor de las familias, pero esto no basta. Hay una gran urgencia por renovar y repensar en profundidad todo el itinerario pedagógico de preparación de los jóvenes al matrimonio como también toda la pastoral familiar, para que de verdad sea una pastoral capaz de expresar el rostro materno de la Iglesia, el rostro acogedor que no excluye a nadie.
La Iglesia hoy está llamada a acompañar pastoralmente con generosidad, caridad y empatía a las parejas cristianas, sobre todo a las que están en crisis o viven situaciones irregulares (las divorciadas y aquéllas que se han vuelto a casar). Con renovado valor y competencia, la Iglesia tiene que enfrentar estas problemáticas nuevas y a menudo inéditas del matrimonio y la familia (pienso por ejemplo en las cuestiones ligadas a la bioética…). La Iglesia, pastores y laicos, tiene que emprender por ello un camino de una verdadera «conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están»[8].
El Evangelio de la familia pone ante los esposos cristianos metas altas y exigentes, que van claramente contracorriente con respecto a la cultura dominante. A menudo éste es presentado en nuestra pastoral en modo diluido y edulcorado, o es incluso censurado en aquellos aspectos particularmente exigentes (por ejemplo la doctrina de la Humanae Vitae de Pablo VI), con la finalidad de hacerlo más atractivo para la mentalidad común. Pero, de este modo uno se olvida de que su belleza y fuerza atractiva están precisamente en esta “novedad” que nos sorprende y desafía con propuestas radicales. El camino que Cristo nos propone como cristianos es “angosto” y la “puerta estrecha”[9], pero la Gracia del Señor viene en nuestra ayuda.
Ante los esposos cristianos, Cristo abre un horizonte fascinante de santidad y hace que descubramos el matrimonio y la familia como un camino privilegiado de santificación. Quizás nosotros, pastores y laicos, en nuestra pastoral del matrimonio y la familia nos fiamos demasiado poco del primado de la Gracia en la vida cristiana. A menudo, pensando en la “viabilidad” de los principios evangélicos, nos referimos exclusivamente a los criterios mundanos, descartando ciertas exigencias difíciles y delicadas.
A este respecto, podemos recordar el hermoso diálogo entre el cardenal Federigo y Don Abbondio en la obra “Los novios” de Alessandro Manzoni: «¡Desgraciadamente! −dijo Federigo, tal es nuestra mísera y terrible condición. Debemos exigir rigurosamente de los demás lo que sólo Dios sabe si estaríamos dispuestos a dar: debemos juzgar, corregir, reprender; ¡y sabe Dios lo que haríamos en el mismo caso, lo que hemos hecho en casos parecidos! Pero, ¡ay si yo tomase mi debilidad como medida del deber ajeno, como norma de mi enseñanza!». E inmediatamente después, el cardenal Federigo añade una cosa importante: «Y sin embargo no hay duda de que, junto con las doctrinas, yo debo dar ejemplo a los demás, no asemejarme al doctor de la ley, que carga a los otros con pesos que no pueden soportar, y que él no tocaría con un dedo»[10]. Es una hermosa lección sobre la que vale la pena reflexionar.
En el debate sobre el estado del matrimonio y la familia actualmente prevalecen tonos oscuros y más bien dramáticos. Asistimos a una peligrosa proliferación de “falsos profetas”, que quieren convencernos de que la deriva de la postmodernidad sea la última palabra de la historia y, en consecuencia, irreversible, y que también nosotros los cristianos tenemos que obedecer a sus potentes dictados en el anuncio del Evangelio de la familia. Pero en esta difícil situación no podemos olvidar que el Señor de la historia es Cristo mismo, que es Él quien nos precede fielmente. Seguros de esta certeza, el papa Francisco quiere impulsar en la Iglesia una nueva época evangelizadora, marcada por una alegría que brota no de cálculos humanos, sino de la esperanza teológica.
Entre los signos de tal esperanza hay que mencionar los numerosos y multiformes carismas que el Espíritu Santo está regalando a la Iglesia de nuestros días y de los que nacen tantos movimientos eclesiales y nuevas comunidades. Son lugares que generan itinerarios de formación de extrema eficacia en la fe de los laicos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos. Se trata de itinerarios de iniciación cristiana que despiertan en los laicos un ímpetu y valor misioneros impresionantes.
Cuántos hombres y mujeres de nuestro tiempo, gracias a esta nueva época asociativa de fieles laicos, han descubierto la fascinante belleza del matrimonio y la familia, viviéndola como una verdadera vocación y un camino concreto de santidad; cuántos se han abierto generosamente a la vida (¡familias numerosas!); cuántos han redescubierto el valor de la castidad en la vida matrimonial; cuántos matrimonios se han salvado cuando estaban atravesando un período de crisis y estaban al borde de la separación; cuánto empuje misionero han generado familias enteras, listas para partir y anunciar la Buena Nueva en países de misión (¡ad gentes!).
Mientras que ante el Evangelio de la familia tantos dicen, como aquellos discípulos en la sinagoga de Cafarnaún, «este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60), y se van decepcionados, los laicos formados en el ámbito de estas nuevas realidades eclesiales tienen el valor de decir junto a Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Es más, estos laicos dicen al mundo en un modo convincente que el Evangelio de la familia no es una utopía, sino un proyecto de vida por el que vale la pena apostar.
La nueva época asociativa de los fieles es por eso un importante signo de esperanza para la Iglesia, que en esta hora de nuestra historia está enfrentando el desafío de la grave crisis del matrimonio y la familia. Es verdad que los laicos comprometidos en las diferentes realidades asociativas son una minoría, pero −como decía el papa emérito Benedicto XVI− son una “minoría creativa”, es decir determinante para el futuro del mundo. Por ello, tales realidades merecen recibir mucho ánimo y apoyo.
Concluyo con las palabras de san Juan Pablo II, que el papa Francisco definió el “Papa de la familia”: «El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda […]. En el Evangelio está contenida una fundamental paradoja: para encontrar la vida, hay que perder la vida; para nacer, hay que morir; para salvarse, hay que cargar con la Cruz. Ésta es la verdad esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes chocará contra la protesta del hombre. Siempre y en todas partes el Evangelio será un desafío para la debilidad humana. En ese desafío está toda la fuerza. Y el hombre, quizá, espera en su subconsciente un desafío semejante; hay en él la necesidad de superarse a sí mismo. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente hombre»[11]. El Evangelio de la familia se puede comprender sólo desde esta verdad fundamental…
Cardenal Stanisław Ryłko. Presidente del Consejo Pontificio para los Laicos
[1] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, núm. 86.
[2] Robert Spaemann, Divorce and remarriage, en: First Things, agosto – septiembre 2014.
[3] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, Gaudium et Spes, núm. 47.
[4] Benedicto XVI, Celebración ecuménica en la Iglesia del antiguo convento de los agustinos de Erfurt, 23 de septiembre de 2011.
[5] Cfr. Mt 5,13-16.
[6] De la Carta a Diogneto (Cap. 5-6; Funk 1, 317-321).
[7] Francisco, Discurso durante el encuentro con los voluntarios de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, 28 de julio de 2013.
[8] Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, núm. 25.
[9] Cfr. Mt 7,13-14; Lc 13,24.
[10] Alessandro Manzoni, Los novios.
[11] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, pág. 117.
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