En su catequesis el Santo Padre se refirió a la Iglesia que peregrina hacia el Reino, explicando que, como afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia no es una realidad estática, sino que camina continuamente en la historia hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los Cielos ">
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la Iglesia que peregrina hacia el Reino. (El Reino ya está dentro de nosotros. Vamos caminando con Dios, Jesús y el Espirito Santo, que son la plenitud). Como bien afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia no es una realidad estática, sino que camina continuamente en la historia hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los Cielos, del cual la Iglesia es en la tierra su semilla e inicio.
En este camino, es hermoso percibir la comunión entre la Iglesia celestial, que nos sostiene con su intercesión, y nosotros, que en la Eucaristía estamos invitados a ofrecer oraciones por las almas que se encuentran a la espera de la felicidad eterna. Desde la perspectiva cristiana, la distinción ya no es entre quien está muerto o quien no lo está, sino entre quien está con Cristo y quien no lo está; éste es el elemento fundamental y decisivo para nuestra felicidad.
Aunque ignoramos el tiempo en el que llegará el fin de todo lo creado, sabemos por la Revelación que Dios nos prepara una nueva tierra, donde habitará la justicia y la felicidad saciará de manera sobreabundante los deseos del corazón del hombre.
Esto es el "Paraíso”, que no es un lugar sino un "estado”, donde nuestras esperanzas serán verdaderamente colmadas, en una nueva creación, con plenitud de ser, verdad y belleza, libre de todo mal y de la misma muerte.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, así como a los venidos de otros países latinoamericanos. Conscientes del don maravilloso de pertenecer a la Iglesia, pidamos a la Virgen María, nuestra Madre del cielo, que nos acompañe siempre y nos ayude a ser, como ella, signo gozoso de esperanza para nuestros hermanos. Muchas gracias.
(Haciendo alusión al clima) Hoy ha salido un día un poco malo, pero sois valientes, ¡felicidades! Esperemos que podamos rezar juntos.
Al presentar a la Iglesia a los hombres del nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía muy presente una verdad fundamental, que nunca debemos olvidar: la Iglesia no es una realidad estática, quieta, fin en sí misma, sino que está continuamente en camino por la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del que la Iglesia en la tierra es el germen y el inicio (cfr. Lumen gentium, 5).Cuando nos dirigimos a ese horizonte, nos damos cuenta de que nuestra imaginación se queda corta, revelándose capaz apenas de intuir el esplendor del misterio que supera nuestros sentidos.
Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas: ¿Cuándo vendrá el paso final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que la Iglesia entrará? ¿Qué será de la humanidad? ¿Y de la creación que nos rodea? Pero estas preguntas no son nuevas, porque ya se las habían hecho los discípulos a Jesús en su tiempo: ¿Cuándo pasará eso? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros nos hacemos esas preguntas.
1. La Constitución conciliar Gaudium et spes, ante esos interrogantes que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano (n. 39).
Esta es la meta a la que tiende la Iglesia: es, como dice la Biblia, la nueva Jerusalén, el Paraíso. Más que un lugar, se trata de un estado del alma en el que nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de modo sobreabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena madurez. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios de modo completo, sin ninguna limitación, y estaremos cara a cara con Él! (cfr. 1Cor 13,12). Es bonito pensar esto, pensar en el Cielo. Todos nos encontraremos allá arriba, todos. Es bonito, da fuerza al alma.
2. En esta perspectiva, es bueno percibir que hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el Cielo y la que aún está caminando en la tierra. Los que ya viven en presencia de Dios pueden, de hecho, ayudarnos e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas obras, oraciones y la misma Eucaristía, para aliviar las tribulaciones de las almas que todavía están a la espera de la bienaventuranza sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana la distinción ya no es entre quien está muerto y quien aún no lo está, sino entre quien está en Cristo y quien no lo está. Este es el elemento determinante, verdaderamente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de ese plan maravilloso no puede dejar fuera a todo lo que nos rodea y que salió del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de modo explícito cuando dice que hasta la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,21).
Otros textos emplean la imagen del cielo nuevo y de la tierra nueva (cfr. 2Pt 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de toda marca de mal y de la misma muerte. Lo que se proyecta como cumplimiento de una trasformación que, en realidad, ya está en acto desde la muerte y resurrección de Cristo, es pues una nueva creación; no un aniquilamiento del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el designio que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, quiere realizar desde siempre y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensemos en estas estupendas realidades que nos esperan, nos daremos cuenta de que pertenecer a la Iglesia es de verdad un don maravilloso, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vele siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como Ella, signo gozoso de confianza y de esperanza entre nuestros hermanos.
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