Supo dejarse querer por Dios y, olvidado de sí mismo, corresponderle en los demás…
Vi por primera vez a Álvaro del Portillo en la Semana Santa de 1979, no recuerdo exactamente qué día, pero quedaron grabados en mi memoria la expresión casi ensoñadora de su rostro y su tono conmovido cuando contestó a un chaval que le preguntó, no sé si literalmente, qué esperaba para el año 2000. “Pax Christi in Regno Christi”, respondió, con una emoción que difería completamente de sus demás intervenciones en aquella tertulia con universitarios. Y en efecto, se fue a gozar de la Paz de Cristo en el Reino de Cristo el 23 de marzo de 1994.
Ocho años antes de esta fecha, pude pasar con él casi una semana cerca de Segovia. Probablemente, fueron los días más felices de mi vida, el tiempo en que me sentí más cerca del cielo, porque Álvaro del Portillo, con su sola presencia, avecinaba a Dios. Se me hicieron muy cortos y, al terminar, me sorprendí preguntándome por qué no quería irme, por qué estaba tan a gusto allí y deseaba que durara siempre.
Cuando alguien me pidió una impresión rápida de esos días, le dije que no sabría resumirlos. Un título como “Vivir para los demás” serviría, pero poco, porque lo decisivo fue que salí con una idea infinitamente más amable y grande de Dios. Algo que me parecía imposible, porque pensaba que no podía crecer lo que ya era infinito.
La Iglesia, por deseo expreso del papa Francisco, desea proponer su vida como ejemplo, por eso hoy le beatifican en Madrid, donde nació. Supo dejarse querer por Dios y, olvidado de sí mismo, corresponderle en los demás, con una siembra de paz y de alegría, de comprensión, que se desborda en cientos de miles de personas del mundo entero y da vida a una multitud creciente de iniciativas sociales.