La sangre de las víctimas nos interpela y sería ruin mirar a otro lado en aras del consenso social
Me hace llegar Alex Navas unos párrafos adaptados de su libro “El aborto a debate” (ebook disponible en Amazon, $2.46). Cuando se publicó hace pocos meses, ya se habló aquí en Scriptor.org: Alejandro Navas, el aborto y la sociología.
Hoy, día siguiente a la decisión del presidente Rajoy y su gobierno de incumplir su promesa electoral, retirando el proyecto de ley que iba a modificar un poco la vigente legislación española pro-abortista, puede ser buen momento de refrescar algunas ideas sobre el aborto en España.
Sobre todo, lo que Alejandro advierte: que no es fácil un debate racional sobre esa práctica tan lesiva para la sociedad de quienes la promueven y practican. Y tan letal para las personas que pierden su vida en el seno de sus madres.
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El Gobierno español anunció el 20 de diciembre de 2013 su propósito de reformar la Ley Orgánica 2/2010 de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo (también conocida como Ley Aído, por Bibiana Aído, ministra de Igualdad y encargada de su tramitación). El revuelo que se organizó a continuación en la clase política y en la opinión pública fue monumental, y ese debate sigue acaparando la atención.
La reforma de esa ley estaba incluida en el programa electoral con el que el Partido Popular ganó por mayoría absoluta las elecciones generales de 2011, por lo que se trataba de una iniciativa esperada. Aun así, muchos −también detractores del aborto− consideran que el propósito del Gobierno rompe un statu quo vigente desde 1985, cuando el gobierno de Felipe González despenalizó el aborto en nuestro país. Esos críticos opinan que, a la vista de la situación política, económica y social que atraviesa España, sería preferible no exacerbar más los ánimos con esta cuestión tan polémica.
Estimo que la atención pública no debería quedar limitada a la economía −evolución de la prima de riesgo y del mercado de trabajo−, asuntos que parecen constituir la máxima preocupación de Mariano Rajoy. Vale la pena afrontar derechamente el debate sobre el aborto, pues hay mucho en juego: la vida de miles de seres humanos. Una paz social regada con la sangre de millares de inocentes resulta necesariamente falsa, artificiosa. ¿Cabe debate más básico y necesario que el que se refiere al estatuto y al tratamiento de la vida humana? Si esta discusión provoca chirridos de cualquier tipo, quiere decir que era muy necesaria. Procede acabar con esa falsa paz del cementerio. La sangre de las víctimas nos interpela y sería ruin mirar a otro lado en aras del consenso social.
La discusión sobre el aborto me parece tan ineludible como difícil de llevar a la práctica con un mínimo de garantías. Para empezar, falta mucha información necesaria. Por ejemplo, la imprescindible estadística. Los datos oficiales, proporcionados anualmente por el Ministerio de Sanidad, son muy poco fiables. Se sabe que la cifra real de abortos debe de ser considerablemente mayor. Faltan datos igualmente para elaborar la historia de la aplicación de la ley de 1985. Carecemos de información, que sería de gran relevancia, sobre los efectos de las píldoras anticonceptivas. En los años sesenta, al poco de lanzarse la píldora al mercado mundial, las grandes compañías farmacéuticas, con la anuencia de los Gobiernos nacionales y los organismos internacionales, decretaron un “apagón informativo” sobre los mecanismos por los que ejercen sus efectos. Su acción abortiva parecía evidente, y como en aquel momento el aborto era ilegal en Occidente −aún no se había producido el vuelco en las leyes y en las mentalidades− se prefirió mirar a otro lado y concentrarse en el negocio.
De vez en cuando se publican noticias del tipo “tal Gobierno prohíbe la venta de tal generación de píldora anticonceptiva como respuesta a la muerte de tal número de mujeres, que la venían tomando sin haber sido advertidas de tales efectos secundarios”, pero se echa de menos una investigación rigurosa. Parece que hay miedo a los resultados que podría arrojar. Los intereses económicos en juego son enormes, y el dinero tiene la capacidad de silenciar a las autoridades políticas y sanitarias. Se instaura una especie de consenso mundial a favor de la penumbra y la incerteza, cuando la tendencia social general apunta a la transparencia y la rendición de cuentas. Sorprende el alto número de actores sociales relevantes que en este punto prefieren la ignorancia, como si cerrar los ojos a una realidad desagradable fuera a eliminar sus efectos indeseables.
Contar con la información pertinente permitiría una discusión mejor fundada. No eliminaría el apasionamiento o el sectarismo, pues la centralidad de los bienes en juego explica el subjetivismo que empapa el debate, pero ayudaría a clarificarlo.
El frente abortista hace tiempo que se quedó sin argumentos. Los avances de la genética y de la embriología, sumados a los desarrollos tecnológicos −ecografía en 3D, etc.− han subrayado la inanidad de los viejos eslóganes:“mi cuerpo es mío”, “nosotras parimos, nosotras decidimos”… Leer los diarios de sesiones de los parlamentos donde se discuten proyectos de ley relativos al aborto produce una impresión más bien deprimente: reiteración de lugares comunes sin base científica, demagogia barata, etc. La debilidad de los argumentos aducidos es directamente proporcional al volumen con que se grita en la calle y en los foros públicos, al igual que en las redes sociales. La crispación no se limita al uso de la palabra y, en ocasiones, da paso a la violencia física. La cultura de la muerte, aliada con la ignorancia durante decenios, hace valer sus derechos y se agarra a lo que sea con tal de no ceder ni un ápice del terreno conquistado.
Todo debate auténtico presupone determinados requisitos: un lenguaje común; un acervo de experiencias mutuamente compartidas, que permite hacerse cargo de lo que es relevante para el interlocutor; el deseo de llegar a la verdad, de esclarecer la controversia −lo que presupone la existencia de esa verdad, asequible a todos−; una actitud ética: apertura benevolente al otro, capacidad para la escucha atenta, disposición para cambiar de postura si se viera que los argumentos del otro son más convincentes.
Resulta obvio que la mayoría de esas condiciones brillan por su ausencia en la discusión sobre el aborto, empezando por el lenguaje común. Por eso, la primera etapa de ese debate tendría que consistir en la depuración de la ganga lingüística. Habría que eliminar los eufemismos y recuperar el lenguaje directo, que llama a las cosas por su nombre y no utiliza las palabras para enmarañar la realidad y manipular a los oyentes.
Veamos algunos ejemplos típicos. Como “aborto” es un término con connotaciones negativas, se hablará de “interrupción voluntaria del embarazo”. La eliminación de los embriones “sobrantes”, tan frecuentes en la fecundación in vitro, se denomina “reducción embrionaria”. Originada en Estados Unidos y difundida desde ahí al resto del mundo, la expresión pro choice ha pasado a caracterizar a los partidarios del aborto. Se aprovecha de la connotación positiva que asociamos al concepto de libertad, de elección. El que defiende la vida y, por tanto, se opone al aborto aparece como alguien enemigo de la libertad, coactivo. En 2009, cuando se discutía la reforma de la ley de 1985, la ministra Aído calificaba a los grupos antiabortistas, provida, como “grupos antielección”. Para apreciar las ventajas de este uso terminológico no hay más que pensar en el papel central de la libertad en el imaginario moderno.
Está claro que la fusión de las células sexuales da origen a una nueva vida: la genética y la embriología nos han enseñado mucho al respecto en los últimos años. Si queremos manipular o eliminar el embrión en los primeros días de vida, habrá que redefinir la concepción: ya no se identifica con la fecundación del ovocito por el espermatozoide, que se considera completada el día catorce después de la fecundación. La entidad presente antes de esa fecha ya no es un embrión, sino un “preembrión”, disponible y sin derechos. Podemos eliminarlo sin escrúpulos o utilizarlo al servicio de la investigación. El término “preembrión” ha tenido una vigencia fugaz en el ámbito científico −aunque los científicos son personas como las demás, con sus pasiones y debilidades, los usos propios del gremio dificultan el triunfo de la manipulación ideológica−, pero se sigue esgrimiendo en la discusión pública: persiste en nuestra Ley 14/2007 de Investigación Biomédica.
En salud pública se ha generalizado en los últimos años el uso del término “salud reproductiva”. Se emplea profusamente en documentos de la ONU, de la OMS y de Gobiernos de todo tipo. De entrada, su significado parece de lo más positivo, pero esa aparente bondad resulta engañosa: generalmente se trata de una rúbrica que en el texto o en el articulado esconde la promoción del aborto (eso sí, seguro).
Aristóteles afirmó que quien sostiene que es lícito matar a la propia madre no merece argumentos, sino azotes. ¿Qué decir cuando se propugna la muerte del propio hijo en circunstancias de máxima indefensión? Estamos ante una acción tan descomunal, que continuar la discusión como si no pasara nada exige un ímprobo esfuerzo de contención. Así se explica la turbación que afecta a los defensores de la vida cuando tienen que responder cara a cara a los argumentos abortistas. Más que replicar al contrario dan ganas de salir corriendo abochornados.
Las circunstancias no son las más idóneas para celebrar un debate con garantías, pero el mero hecho de poner el asunto sobre el tapete significa un avance notable respecto a la situación anterior. Tomar conciencia de que existe un problema y sentir el dolor que nos produce constituyen el primer paso para buscarle solución.
Alejandro Navas
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