Conociendo la vida de estos hombres santos, sólo cabe gritarle a Ella, para que todo el mundo se entere: “¡Bendita sea la Madre de los buenos toreros que os trajo al mundo!”
Allá por 1949 San Josemaría Escrivá regaló a don Álvaro del Portillo, su hijo más fiel, un ejemplar de Camino, en el que estampó esta dedicatoria: «Para mi hijo Álvaro, que, por servir a Dios, ha tenido que torear tantos toros».
Buen conocedor de la afición por la fiesta taurina de don Álvaro, San Josemaría quería transmitirle con esas palabras, con un lenguaje cercano, que así debía ser su lucha diaria: como la de un buen torero, que busca hacer de la vida ordinaria una faena memorable ofrecida a Dios.
Me gustaría en estas líneas servirme de esa afición de don Álvaro para resaltar algunos rasgos de su santidad. Para ello voy a poner en paralelo su vida con la de un gran torero, también miembro del Opus Dei: Antonio Bienvenida.
Sé que en nuestros días hablar de toros no entra en lo políticamente correcto. Pero igual pasa con el tema de Dios. También por eso la analogía entre el mundo de los toros y el trato con Dios tiene, desde el principio, mucho más sentido del que pudiera parecer a primera vista. Y por el mismo motivo, la vida de don Álvaro del Portillo y la de Antonio Bienvenida, siendo sin duda tan distintas, poseen muchas coincidencias. Va por ellos.
La afición a los toros de don Álvaro procede de su padre, a quién él de pequeño acompañaba «a la calle Victoria, junto a la Puerta del Sol en Madrid, para comprar billetes y abonos. A veces tomaban luego un pepito, en un bar de esa calle o del inmediato Pasaje Matheu: era entonces novedad gastronómica creada por el dueño de uno de aquellos locales; se llamaba Pepe, y servía unos bocadillos de ternera frita, que se conocían por el nombre castizo de su creador −Pepito−; tuvieron tanto éxito que se difundieron por todas partes, hasta hoy»[1]. Antonio Bienvenida por su parte pertenecía a toda una dinastía torera. Su padre era, ni más ni menos, que el legendario Manuel Mejías Rapela, el legendario Papa Negro.
La madre de Álvaro del Portillo, doña Clementina, conocía la afición a los toros de su hijo y, como buena mejicana, le dejaba hacer. Sabía que Álvaro de vez en cuando alquilaba con sus amigos una placita de toros, para lidiar unos becerros. Antonio Bienvenida lidió su primer becerro ya a los cinco años, aunque en aquella primera ocasión sus hermanos tuvieron que enseñárselo antes a su madre para que diera su aprobación. Doña Carmen, sevillana del barrio de Santa Cruz, aceptaba el destino de ser madre de un futuro torero, con lo que ello supone: sacrificio, orgullo y fe.
Así pues ambos cogieron de sus padres el gusanillo por los toros y tantas virtudes nobles propias de ese arte: valentía, pasión, entrega… La entereza, la piedad y la visión cristiana de la vida la adquirieron sobre todo de sus madres desde la infancia.
D. Álvaro recordaba bien a los toreros famosos de la época. La rivalidad estaba en esos momentos entre Joselito y Belmonte, dos auténticos “monstruos” del toreo; luego vendrían Manuel Jimenez “Chicuelo”, Domingo Ortega… o su hermano Pepote, quien le daría la alternativa a Antonio. El pequeño escuchaba esos nombres y soñaba un día con ser como uno de ellos, pero a su modo. Fue adquiriendo esa estampa torera que al cabo de los años le daría ese estilo suyo tan propio. Bienvenida fue siempre un torero elegante, sin poses ni ribetes: «Esencia de señorío en gestos de torero», en palabras de Conchita Cintrón[2]. El retrato humano de Álvaro podría ser el mismo. Tanta naturalidad en hacer el bien resultaba en aquellos tiempos (¡y en los nuestros!) muy sobrenatural. Ambos estaban, sin saberlo, iniciando un modo nuevo de ser torero y de ser santos. Por ese motivo conocer el Opus Dei fue para ellos llegar al sitio del que habían salido: su propia familia.
Con apenas veinte años Antonio Bienvenida tomó la alternativa. Fue en una faena con miuras en Las Ventas, el 9 de abril de 1942 (cinco años antes se había vestido ya de luces por primera vez).
Y es que fue en Madrid donde tanto él como Álvaro del Portillo empezaron esa vida que sería su auténtica vida. Fue allí donde en 1935, un 7 de julio, Álvaro del Portillo decidió entregar su vida a Dios en el Opus Dei. Esa fue su alternativa.
Cuenta él con qué sencillez, en un día de retiro, le bastó la primera meditación, predicada por San Josemaría, para descubrir esa “verdadera vida” (eran sus palabras) que Dios le ponía por delante. Por su parte, el 12 de enero de 1969, Antonio Bienvenida pedía la admisión al Opus Dei pocos días después de asistir a un curso de retiro predicado por un sacerdote de la Obra. «¡Pero cuánto tiempo he perdido! −comentaba Bienvenida, al oír que podía ser santo con su trabajo, toreando−. Sin saberlo he buscado durante toda mi vida la perfección en el trabajo... y ahora que me retiro, me entero que podía haber dedicado esos veinticinco años a avanzar en amistad con Dios... ¿Cómo no lo encontré antes?”». Desde entonces, como decía también don Álvaro a raíz de su decisión de entrega, fue Dios y la búsqueda de la santidad en medio del mundo “la razón de sus vidas”.
Tras descubrir el mensaje divino que San Josemaría vino a recordar al mundo como instrumento de Dios, Antonio Bienvenida comentaba: «Tengo una alegría enorme −contaba−. Siempre sentía Dios a mi lado cuando toreaba, y percibía una llamada que no acababa de ver clara. ¡Ahora la veo perfectamente!». Fue profundizando en su vida cristiana y en la lectura del Evangelio. «Ya parece que le voy cogiendo el son a Jesucristo», decía.
Así de rápidos fueron también los progresos de don Álvaro. Tanto que en poco tiempo San Josemaría descubrió en él la persona en quien podría apoyarse hasta el final de su vida para hacer el Opus Dei. Álvaro del Portillo sería su saxum (su “roca”); y el mismo Álvaro quiso ser siempre la sombra de San Josemaría. Una sombra vestida de traje de luces.
Tanto uno como otro vivían en un tiempo concreto pero habitaban en la eternidad. Antonio Bienvenida «No fue sólo un torero de época −comenta uno de sus biógrafos, Rafael Gómez López-Egea− supo estar por encima de las modas pasajeras, en una búsqueda insaciable de las esencias del toreo». Don Álvaro, como el Opus Dei y su mensaje en general, no respondía tampoco con su vida a la situación coyuntural de España y de la Iglesia de su época. Al contrario, era una gran novedad aunque, en realidad (como todas las “novedades” del Espíritu Santo) respondía a lo que busca insaciablemente la esencia del Cristianismo: la santidad de todas las personas sin distinción, también (y sobre todo) en el trabajo profesional.
Ambos quisieron y supieron desde siempre lanzarse al ruedo, bajar a la arena. Y siguieron a Cristo con un único objetivo que San Josemaría resumía así: poder, con la gracia de Dios, saltarse el Purgatorio “a la torera” cuando Dios los llamase a su presencia.
Don Antonio y don Álvaro se pasaron su vida en contacto con miles de personas a las que querían servir como mejor sabían: con su trabajo y su oración.
Sabían bien que la base de la vida cristiana es la humildad y esa fue la señal de identidad de ambos. Las típicas rivalidades entre toreros no se dieron en Bienvenida (ni siquiera con Morenito de Talavera, su rival taurino natural). Jamás permitió la menor maledicencia en demérito de nadie. «A mí el toro me ha enseñado que debemos ser muy humildes, porque cuanto más me creo que tengo aprendidos los resortes de mi profesión, me sale un torito con guasa que me trae de cabeza... ¡y no tengo más remedio que encomendarme a Dios para matarlo como pueda!».
La humildad de don Álvaro se traslucía en toda su persona. Pero no era una humildad apocada, pusilánime. Antes al contrario, don Álvaro fue desde joven −como señalan muy bien sus biógrafos con muchísimos ejemplos− muy valiente. Sabía que “tanto vives cuanto arriesgas”, y que vale la pena arriesgar la vida entera por Dios y por los demás. Eso es torear: jugarte la vida en cada pase, vivir en cada instante entre la vida y la muerte, con los pies en el albero y la cabeza en el Cielo, sabiendo que ese mismo Cielo entero contempla tu faena.
Antonio Bienvenida expresaba eso mismo cuando decía que él toreaba siempre por partida doble: «Toreo dos veces. Es lo que llamo la “Corrida grande” y la “Corrida chica”. La grande se la dedico al Señor en el patio de cuadrillas, antes de salir al ruedo. Me preparo bien, repaso los detalles, cuido hasta de no tener polvo en las zapatillas y toreo para Él solo. Me sale fenómeno, claro. Espero que le gusten los pases que le doy con el corazón y no con la mano... ¡Esa es la corrida importante! Además, con Él nunca fracaso... Es el mejor Presidente de las dos corridas. Después, salgo al ruedo y allí... bueno, pues hago lo que puedo, pero la llamo “la Corrida Chica”. Me chillan, si lo hago mal; o me aplauden, si las cosas se me dan bien. Pero no me importa tanto, porque ya he toreado para Él...».
Ese modo de vivir, tan propio de la vida oculta de Cristo, de la vida corriente del cristiano, fue el que pregonó constantemente Álvaro del Portillo, antes que con sus palabras con su propia vida.
El toreo, como la vida, no es un deporte, ni un juego, ni mucho menos una frivolidad innecesaria. El toreo es, para quien lo pueda entender, un arte. «Antonio no entendía el toreo de otra forma que no fuera como arte. Se lo habían inculcado desde niño» (escribe Vicente Zabala en un libro sobre grandes toreros). No son muchos los que entienden que la lidia sea un arte, como no son muchos los que quizá entienden en toda su profundidad el arte de vivir. Veamos algunos rasgos comunes a ambas artes manifiestos en nuestros protagonistas.
La vida de don Álvaro y la de Bienvenida fue un constante pulso al miedo. Sabían que habría tardes buenas y tardes malas. En unas y en otras ambos supieron estar a la altura. Palmas y pitos, éxitos y fracasos, críticas exultantes e insultos desde el tendido. Y siempre, torear para Dios y para los demás, que en eso consiste la caridad.
¡Cuántas veces Antonio Bienvenida toreó en corridas de beneficencia! Como en 1957, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Valencia, con percance incluido (una pierna fracturada). O aquella gloriosa dos años antes por compañeros toreros necesitados, cuando estoqueó en solitario en Madrid seis toros de Galache: «El arte del toreo −sentenció Ronquillo− se llama don Antonio Bienvenida».
El arte de vivir es combatir y resultar herido muchas veces. Bienvenida recibió 15 cornadas graves y tuvo algunos quites milagrosos. Como cuando en 1948 un toro le derribó en tierra y pudo salvarse a sí mismo con un quite desde el suelo.
De don Álvaro decía San Josemaría que había sabido siempre poner sus espaldas para recibir él los golpes. Fueron innumerables los quites (auténticos milagros) que supo dar en el momento oportuno, para servir a la Iglesia, a la Obra y a las almas. Cuando San Josemaría le necesitaba ahí estaba su hijo Álvaro echando un capote de cariño, comprensión y fidelidad.
Y el arte del toreo y de la vida es también el manejo adecuado de los tiempos. La prudencia que consiste a veces en saber insistir, cuando se pincha en hueso; de afrontar los problemas yendo derechos al toro, de agarrar el toro por los cuernos sin excusas ni eufemismos… y de saber distinguir al mismo tiempo cuándo ha llegado el momento de hacer una larga cambiada. Todo esto eran características de ambos, que vivían con tremenda naturalidad.
Los dos quitaron del diccionario de sus vidas los términos “fracaso” y “desánimo”: «Incluso cuando viene un fracaso hay que superarse y estar alegre... Yo le ofrezco a Dios también los fracasos −comentó Bienvenida tras un curso de retiro−, pero como a todo ser humano, me cuesta vencer el mal sabor que me dejan. He estado un días pensando... y hoy he visto claro en el retiro que ocurren porque Dios quiere y, si Él los quiere, serán mejor para mí y ya estoy contento». «Las dificultades −repetía por su parte don Álvaro− se saltan a la torera».
También coincidían los dos en lo que se suele denominar “integridad”. Bienvenida se opuso desde el principio a las corruptelas que amenazaban la limpieza de la fiesta, y a partir de 1952 denunció el fraude del afeitado. Bien sabía él, como así fue, que aquella denuncia le costaría cara en su carrera. Le daba igual. Don Álvaro fue un auténtico “león” a la hora de defender a la Iglesia y la doctrina de Jesucristo. Amable y afable, jamás le importó su “carrera” eclesiástica ni el “qué dirán” los demás. Era, “en todo el sentido de la palabra”, íntegro.
Pero el arte de la vida tiene un único artista: Dios. Y ahí es donde quizá más coincidían. Aprendieron a dirigir a Dios toda su vida. Tras una gran corrida histórica en San Isidro, con la plaza entera gritando «¡Torero! ¡Torero!», un gran amigo suyo le preguntó: «−Antonio, ¿Qué sentías cuando te aclamaban de esa manera? −Mira, en aquellos momentos −dijo el diestro− iba dando gracias a Dios, diciéndole: “¡Señor, tuyo el poder y tuya la gloria!”» Cuando Don Álvaro del Portillo tuvo que elegir un lema para su escudo episcopal, escogió éste: Deo omnis gloria! (“Para Dios toda la gloria”).
Al mismo tiempo, hacer las cosas por y para Dios les llevaba a procurar hacerlas lo mejor posible, cuidando los detalles, amando a Dios en lo pequeño, como explicaba el propio torero: «Todo es importante: el traje para la corrida, los capotes, el acero del estoque limpio, el brillo de los botos y de los zahones, el sombrero bien puesto...».
¿Dónde aprendieron Álvaro y Antonio ese modo de vivir? ¿De San Josemaría y del espíritu y formación que recibieron en el Opus Dei? Sin duda fue ese el espaldarazo definitivo. Pero siempre, tanto uno como otro, el uno como ingeniero y estudiante ejemplar y el otro como gran torero, tuvieron siempre claro lo que era santificar el trabajo: es lo mismo que se suele denominar en el mundo taurino como “recrearse en la suerte”.
Cuando en una ocasión, en la finca de Pozoalbero (Jerez de la Frontera) Antonio Bienvenida le explicaba a San Josemaría qué significaba esa expresión, el propio fundador del Opus Dei comentaba luego en una tertulia con muchos hijos suyos que precisamente eso era lo que él venía enseñando desde la fundación de la Obra el 2 de octubre de 1928: hacer bien las cosas por amor de Dios. «Un torero estupendo al que quiero mucho, que se recrea en la suerte y hace despacio con el capote...», dijo, haciendo el ademán de una verónica con una capa imaginaria. «Pues sí; recrearse en la suerte, como un artista, ¡con amor!»
Dios siempre es el primero, al crear y al recrear. También a la hora de recrearse en la suerte. Ahora, con la reciente beatificación de don Álvaro del Portillo y repasando la vida de Antonio Bienvenida, podemos decir que con ellos Dios se recreó en la suerte e hizo dos grandes faenas.
Eso decía el propio Álvaro del Portillo cuando se refería a San Josemaría: que «Dios se había recreado en la suerte al formar su personalidad». Y de hecho la vida de Álvaro del Portillo consistió en seguir lo más fielmente al fundador del Opus Dei para poder seguir a su vez lo más fielmente a Dios. «Maestro: ¿y cuáles han sido sus mejores tardes?” −le preguntaron en una ocasión a Antonio Bienvenida−. A lo que respondió con aplomo, sin pestañear: “Las que pasé con el Fundador del Opus Dei”». Bien podría afirmar lo mismo el beato Álvaro del Portillo, con más motivo aún por su mayor cercanía. Por eso mismo su vida fue también una vida llena, una vida santa.
Y como las obras de Dios son perfectas, igual que la suerte de matar decanta en toda faena taurina el triunfo definitivo o quedarse a las puertas de la gloria, así fue también en la muerte de ambos. Los dos murieron tras participar o celebrar la Santa Misa. Antonio Bienvenida venía de asistir a Misa en una iglesia de Colmenar (Madrid), ofrecida por el alma de su padre. Don Álvaro venía de celebrar la Eucaristía en el mismísimo Cenáculo de Jerusalén.
Supieron afrontar ese último momento como corresponde a su talla humana y sobrenatural: «El último toro que pienso lidiar −si Dios quiere, lo mejor posible− es el de la muerte, a la que estoy acostumbrado a tratar. Quisiera darle una lidia alegre... y templada. Despacio, lo más despacio que pueda, hasta que pueda llegar... a poderla besar; a poderla besar con alegría. Por eso, la fe es importantísima...».
Minutos antes de morir, don Álvaro bromeaba con el hijo suyo médico que le atendía, con el fin de quitarle tensión, acerca del batín que llevaba puesto que parecía (le comentaba con un hilo de voz) una chilaba. Cuando sacaban a Antonio Bienvenida del quirófano en una camilla y vio que se abría la puerta ancha del ascensor, exclamó bromeando, para despreocupar a la familia: «¡Por la puerta grande! ¡Como los toreros buenos!»
Al día siguiente de morir Antonio Bienvenida, sus compañeros −Ángel Peralta, Paco Camino, Curro Romero, Paquirri, Palomo Linares entre otros− pasearon su féretro a hombros por la plaza de Las Ventas, la plaza donde le dieron la alternativa y donde se cortó la coleta, el escenario de tantas tardes de gloria. La Plaza estaba llena hasta la bandera: habían venido, para dar su último adiós al diestro, más de treinta mil aficionados. La ovación fue interminable: «¡Torero, torero! ¡Vivan los toreros valientes! ¡Viva Antonio Bienvenida!». A Don Álvaro fue a verle el mismo San Juan Pablo II (¡otro “monstruo del toreo!”), para rezar no ya un responso sino el Gloria.
Este 27 de septiembre, en la glorieta dedicada a Antonio Chenel “Antoñete” (¡qué mejor sitio!), toda una muchedumbre de la tierra (y del Cielo, con Antonio Bienvenida a la cabeza), lleno hasta la bandera, darán gracias a Dios con una oración (ovación) interminable. Y esa será su mejor faena. La que abra la puerta grande definitiva, la Puerta del Cielo. Se cumplirán también 50 años justos de la mejor faena que, según los críticos, hizo Antonio Bienvenida. Fue en 1964, en San Sebastián de los Reyes, con un toro de Cembrano. Al terminar su faena, cuando volvió al callejón después de la lidia de “Parlador”, le comentó el Papa Negro a su hijo Antonio: «Ya puedo morir tranquilo, porque he visto torear como yo soñaba el toreo». Podemos ver algunas fotos que inmortalizaron para siempre ese momento.
Al cronista de aquella faena le bastaron un par de líneas en su conclusión para resumir lo que allí pasó: «Antonio Bienvenida: En ti se confirma la regla. El arte cuando es puro es eterno». Y es que en personas como Antonio Bienvenida y Álvaro del Portillo uno ve que en el toreo como en la vida todo lo que sea encontrar a Dios lleva grabado a fuego el hierro de la eternidad. ¿Cuál es la mejor faena de la vida? Toda aquella que se hace en el ruedo del mundo ante el tendido de la Humanidad; la que valora y contempla el mejor y único Presidente que de verdad lo es; las dos orejas y el rabo son la felicidad eterna… Sólo el alguacilillo es distinto, pues no es hombre ni va de negro, sino que es Mujer y viste de color Inmaculado. La Virgen fue (y es) sin duda uno de los más grandes amores de Álvaro y Antonio.
Conociendo la vida de estos hombres santos, sólo cabe gritarle a Ella, para que todo el mundo se entere: «¡Bendita sea la Madre de los buenos toreros que os trajo al mundo!».
Antonio Schlatter Navarro
[1] Salvador Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Rialp, Madrid 1996, pp.44-45.
[2] Muchos de los datos que he sacado sobre Antonio Bienvenida los he tomado de la web www.conelpapa.com, donde incluye un artículo sobre el torero.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |