La fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir
La fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir
La Revolución Francesa proclamó a voz en grito la fraternidad, unida a la igualdad y a la libertad. Son, evidentemente, valores cristianos de muchos siglos, redescubiertos y celebrados en fecha tardía. Y tienen mucho que ver con la vivencia de la fe cristiana. “Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno. En la «modernidad» se ha intentado construir la fraternidad universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad” (Papa Francisco. Enc. Lumen fidei, n. 54).
Si no buscáramos ese fundamento común de la fraternidad, esa otra persona sería simplemente el otro. La simple igualdad de naturaleza reclama el respeto, la justicia, dar a cada uno lo suyo, pero no llega hasta el amor fraterno. Porque además de la igualdad esencial entre los humanos, hay también una gran diversidad, que puede ser tantas veces origen de discriminaciones y conflictos. “A lo largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano” (idem).
El hombre no es simplemente un animal más evolucionado, sino una persona, un hijo de Dios, un hermano. “¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño: pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de todo el cosmos. Se preguntaba: «¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales?». «Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas?» (idem).
La emergencia del hombre sobre todo el universo está lejos de toda abyección y de toda arrogancia. “En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites” (idem).