Una invitación a reflexionar acerca de nuestras actitudes con la sociedad, las personas, el mundo que nos rodea
Asunto de todos es la dedicación sin reservas a lo que vale la pena, a entregarse a sí mismo, hasta abarcar a todo el género humano
¿Quién no recuerda aquellos versos de Muñoz Seca en “La venganza de don Mendo”?: ¡Puñal de puño de aluño!, ¡Puñal de bruñido acero, orgullo del puñalero, que te forjó y te dio bruño! Saliendo del tono jocoso de esa obra, me sirve sin embargo para traer a cuento el título de estas líneas. Algunos de los magníficos puñales fabricados en Toledo con el mejor acero llevaban grabada esa leyenda: No te fíes de mí si te falta corazón. Era una especie de advertencia al dueño del arma: no te sirvo de nada si te escasean los arrestos.
Es una llamada a ejercitar la virtud de la fortaleza que conlleva, para que de verdad lo sea, la grandeza de ánimo, un corazón generoso, es decir, ha de ser ejercitada por amor, magnánimamente. Y cuanto más grande sea ese amor, tanto más corazón requiere. Ha escrito Jesús Ballesteros que la magnanimidad implica ensanchar la atención a los demás hasta abarcar a todo el género humano. La sola lectura de esta idea del ilustre profesor de L’Universitat de Valencia nos invita a reflexionar acerca de nuestras actitudes con la sociedad, las personas, el mundo que nos rodea. Ese pensamiento está mucho más cerca de la salida a las periferias del Papa Francisco, que del chismorreo, la murmuración o el enredo del que tantas veces nos rodeamos.
Esta sociedad nuestra, bajo capa de la libertad de pensamiento y expresión −sumamente loables−, es chismosa, empequeñecedora de la realidad, más fijona en lo negativo que en tantos escenarios positivos existentes. No se trata de edulcorar nada, pero seguramente podríamos poner más corazón, más grandeza de ánimo al hablar o escribir incluso de sucesos lamentables. Hemos de procurar no deprimir a los demás sin ignorar lo que sucede. Se puede, y pienso que se debe, criticar sin herir, sin desanimar con algo más que se cae, con la corrupción de turno o la tristeza de la guerra. No es fácil la tarea de informar de sucesos acongojantes sin la congoja que conllevan. En ocasiones, el enojo puede incluso constituir un deber, pero sin acidez, para ayudar.
San Josemaría, hombre de gran corazón, nos da una pauta: “Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”. El no creyente puede evitar la última frase y, muy probablemente, le servirá también.
Ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. ¿Por qué voy a situar al otro lado de mi frontera al que piensa de modo diverso a mí? Más aún: ¿por qué crear fronteras si lo propio de la persona es su apertura a los otros? ¿Por qué edificamos barricadas frente a los que opinan de modo distinto? Y todavía peor: ¿por qué hemos de pelear con ellos si todos y cada uno poseen la dignidad de persona por el sólo hecho de serlo? Vale la pena pensar y actuar en consecuencia. Además de tratar a todos conforme a su honor, obviaríamos situaciones como la de condenar antes que lo haga un juez, evitaríamos una sociedad triste y dedicada al lamento. El sólo lloriqueo de nada sirve si no es para mortificar. Y creamos un estilo de vida que no es el del amor, sino del resquemor, de la sospecha, tal vez del odio.
No te fíes de mí si te falta corazón. Posiblemente, es el clamor de cuantos instrumentos −de todo tipo− poseemos que, quizá siendo poderosos, incluso óptimos, se vuelven contra los demás porque nos falta corazón, necesitamos más magnanimidad, en la que no anide la estrechez, la cicatería, ni la trapisonda interesada. Y hemos de estar atentos, porque este no es un problema exclusivo de comunicadores, empresarios y políticos. Es asunto de todos la dedicación sin reservas a lo que vale la pena, a entregarse a sí mismo, hasta abarcar a todo el género humano, como escribí con palabras del profesor Ballesteros.
Nuestra sociedad, y cada uno de sus componentes, está necesitada de un examen serio sobre esta cuestión porque anda sobrada de maledicencia interesada, de movimientos en pos de la zancadilla, de afán de derribo del contrario sin prestar atención a los medios a usar. Y resulta penoso el derribo y los medios manejados: en ocasiones, de navajazo, como se suele decir; revestidos de afán de verdad, en otras; incluso dignos de un espectáculo circense a veces. Leemos en san Pablo: evitad las contestaciones y las discusiones inútiles, instruid, soportad, reprended con dulzura. O escuchamos al mismo Cristo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os odian, haced bien al que os maldice”. La actitud contraria daña a todos, en primer lugar a los que la practican.