El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima<br /><br />
Las Provincias
Negar la primacía de Dios, situarse en su lugar a modo de reyezuelo sin origen ni destino ciertos, desvirtúa cualquier realidad
Una lusitana, residente temporal en España, me comentaba recientemente que tenía "saudade" de Portugal. No parece una palabra de fácil traducción. Quizás nuestra morriña, añoranza o nostalgia pueden aproximarse al expresivo término del país vecino. Pues bien, escribo estas líneas para expresar algo que, según mi parecer, todos tenemos: "saudade", nostalgia de Dios. Pueden estar en tal situación incluso los no creyentes o poco conocedores del Creador, porque cada corazón es gemelo de todos los corazones humanos, aun cuando se niegue nuestra naturaleza y todo lo que lleva consigo: igualdad radical, idéntica dignidad y parejos derechos, justo por ser criaturas de Dios.
San Agustín acuñó una expresión mil veces repetida y siempre veraz para todos: nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Puede que otros afanes oculten la inquietud, quizá porque falla un punto capital, pero no siempre claro, para registrar esa nostalgia de Dios. Me refiero a la realidad de la creación pues, negada ésta, aunque continúe siendo verdadera la expresión agustiniana, queda progresivamente amortiguada en la vida de un hombre situado cómodamente en el lugar del Creador.
En Creación y Pecado (1985), explicaba Ratzinger la inexistente oposición entre creación y evolución, siempre que ambas se entiendan correctamente. En relación con el hombre, la creación nos relata su origen más íntimo, el proyecto que hay detrás de él; la evolución conoce y describe procesos biológicos que no pueden llevarse al absurdo con la única finalidad de borrar al Creador. Monod —científico evolucionista y decidido anticreacionista— señala que la vida pudo no existir, pero existió con una probabilidad matemática prácticamente cero. «El universo —dice Monod— no llevaba en sí la vida, ni la biosfera llevaba en sí a los hombres. Nuestro número de suerte salió premiado en la lotería». Todo ello, además, sin explicar la materia preexistente al big-bang y defendiendo una idea conservadora de la biología, en la que las mutaciones son puros errores, según afirma.
De ahí que, si no aceptamos una razón creadora, si sólo una casualidad —un error— nos ha arrojado al mar de la nada, tendríamos motivos más que suficientes para considerar la vida como una desgracia, decía Ratzinger. Por el contrario, si conocemos que existe alguien que no nos ha enviado a un destino ciego, si sabemos que no somos casualidad sino que procedemos de la libertad y del amor, nuestra existencia tendrá plenitud de sentido, será reconocida como un don y dará más vivacidad a ese corazón inquieto en búsqueda del Dios amante, como menesterosos suyos.
Pero no sólo un evolucionismo ciego disminuye la nostalgia de Dios dejando sin sentido nuestras vidas. Por ejemplo, en una reunión de jóvenes desadaptados con Benedicto XVI en Sídney (2008), hablaba de tres falsos dioses que nos distancian del verdadero: los bienes materiales, el amor posesivo y el poder. Los bienes materiales —decía— son buenos en sí mismos. Pero si somos codiciosos, si nos negamos a compartir con hambrientos y pobres lo que poseemos, convertimos nuestras pertenencias en una falsa divinidad.
También el amor auténtico es excelente, pero lo transformamos en ilusoria deidad cuando denominamos amor al intento de dominar o manipular a otra persona, considerándola como objeto de satisfacción más que como sujeto a quien donarse. De modo semejante sucede si el poder, en lugar de servicio a los demás, se torna instrumento de opresión, de utilización de otros, enriquecimientos ilícitos, maltrato del medio ambiente y de la propia ecología humana por adulterar lo natural. Todo con la idea lamentable de que Dios es extraño a la vida y problemas del hombre.
Negar la primacía de Dios, situarse en su lugar a modo de reyezuelo sin origen ni destino ciertos, desvirtúa cualquier realidad. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena, escribió el Papa en Jesús de Nazaret. El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, decía san Josemaría. A partir de ahí, personas y cosas se falsean en mayor o menor medida. «En realidad —ahora habla Juan Pablo II— todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios». Nada es producto de la oscuridad ni de la sinrazón. Procede del entendimiento, procede de la libertad, procede de la belleza que es Amor. Este pensamiento proporciona el valor necesario para vivir; fortalece para guiar sin miedo la aventura de la vida.
Una vieja letra cantaba: yo, sin tu amor, no soy nada. Se refería a la persona amada, pero es perfectamente aplicable a Dios. Ahora, cuando se acerca la Navidad —la fiesta del Dios que se hace hombre por amor a los hombres— es buen momento para encontrar en nuestro corazón la "saudade", la nostalgia de Dios, el deseo de volver si estamos lejos o de aproximarnos más si estamos cerca. El hombre creado, que encuentra sentido y orientación en el Creador, es con Cristo la criatura redimida y elevada a la dignidad de hijo de Dios, participante de la naturaleza divina, como escribió san Pedro.