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Compartir los valores supone pasar del afán posesivo a la capacidad de donación: pasar del individualismo al amor
Navidad y en nuestro país los Reyes, incluso en época de crisis y de recortes, son tiempos de regalos. Y los mejores regalos no tienen por qué ser caros, económicamente hablando. Es cierto que hablamos de cosas que, al ser escasas, valen más que otras. Es decir, de cosas valiosas, y cuando no son cosas, de valores.
Lo valioso y los “valores”
En sus lecciones de Ética, dice Guardini (BAC, Madrid 1999) que en el encuentro con la realidad, además del conocimiento y de la acción, importa mucho la experiencia del valor de esa realidad. Eso depende de su color, su brillo o su forma; depende de su naturaleza, su intensidad y su rango; de qué es y cómo es. Los valores son formas en que captamos el bien que nos atañe. Y desencadenan en nosotros una reacción natural: un apetito, un deseo de tener, de poseer. Una actitud madura en relación con los valores «significa dar pasos en la superación de los deseos de tener, utilizar y dominar». Esto puede hacerse, por ejemplo, regalando algo de valor; puesto que ahí se manifiesta la atención hacia un tú, la capacidad para sentir el valor en relación con el otro.
En referencia no ya a un objeto valioso, sino a las personas, hablamos de “desprendimiento de uno mismo” para expresar que alguien es capaz de querer el bien para otro sin acordarse del propio yo. Ésta sería, en efecto, una dimensión necesaria en toda formación en los valores, dimensión que podría expresarse así: no existen sólo los valores para mí, sino también o, mejor, ante todo para los demás.
Al llegar la Navidad, vienen a la memoria tantos ejemplos de padres y madres que disfrutan simplemente haciendo felices a los que les rodean, antes de pensar qué quieren para sí mismos.
En este sentido, continúa Guardini, «la salud espiritual, la libertad, la gloria y la dignidad de una época o de una sociedad dependen, en el fondo, de si viven en ella hombres llenos de pasión por los valores, que lo cifren todo en que tales valores se realicen, olvidándose de sí mismos».
Por ejemplo, ante las cualidades de otro, puedo experimentar cierto enojo o molestia porque es mejor que yo en algo. Esto se llama envidia. Si la rechazo y le reconozco al otro el derecho a ser así, más aún, me alegro por ello, entonces me sitúo en la línea del amor. Y así puedo llegar a compartir de algún modo profundo esos valores: he descubierto, reconozco y valoro esas cualidades, aunque yo no las tenga.
Y así se llega a la cuestión que nos interesa: ¿qué significa exactamente compartir un valor o participar de un valor?
Compartir los valores
Volviendo sobre el fenómeno de los valores, observa Guardini que se manifiestan ante el hombre con una cierta sacudida, ante la que él responde con una vibración (podemos nosotros recordar a Gollum, cuando se encuentra por primera vez con el anillo: ¡Mi tesoro!). Es lo que Platón llamaba eros y que en su forma más elemental significa la codicia, el deseo de tener. Este deseo duerme en todo hombre y se despierta ante lo bello o lo valioso (que para los griegos viene a significar lo mismo). A medida que el hombre va madurando, va desapareciendo la referencia al yo, y «queda la voluntad pura de que impere el valor, de que el bien resplandezca, de que exista la nobleza». Así se alcanza la participación (=Symposion) de los valores. Una de las formas supremas de afirmar el valor es la gratitud por el hecho de que ese valor sea realidad: “Te agradezco que existas”.
Con nuestras palabras, diríamos: compartir los valores —o lo que viene a ser lo mismo, valorar con madurez la realidad, puesto que los valores son para todos—, supone pasar del afán posesivo a la capacidad de donación: pasar del individualismo al amor. Es lo que Benedicto XVI explicaba en su primera encíclica al exponer el paso del eros al agapé.
¿Cómo o con qué se siente un valor? Según San Agustín, con el corazón. Pero corazón no significa sentimentalismo por oposición a lo racional (lo que según Guardini es una deformación introducida por el racionalismo); sino que simboliza el valor total de la persona, su capacidad de personalizar los valores y en último término, de amar. Así se manifiesta sobre todo en la Biblia y, en nuestra cultura, en Dante, Pascal y lo mejor del personalismo contemporáneo.
Por eso es tan importante tener corazón y educar el corazón, como tarea de toda la vida; porque madurar es aprender a compartir los valores. Es una dimensión que hoy se echa en falta tantas veces en la educación no sólo escolar, también familiar.
Vivir de verdad es compartir los valores
A propósito de los valores ha señalado Benedicto XVI: «El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional» (Mensaje en la Jornada de la Paz, 1-I-2011).
En efecto, observa el Papa, el Evangelio inspira y educa una visión del mundo y del hombre que libera valores culturales, humanísticos y éticos. Abre a una sabiduría que se concreta en proyectos de bien. Contrarresta la tentación de instrumentalizar la ciencia como puro medio de poder y de esclavitud del hombre (cf. Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore, 21-V-2011).
Los auténticos valores son los conformes a la verdad racional sobre las grandes cuestiones y los problemas éticos del hombre. Por eso, para afrontar la emergencia educativa —dijo en Cagliari— «hacen falta padres y formadores capaces de compartir todo lo bueno y verdadero que han experimentado y profundizado personalmente» (Encuentro con los jóvenes, 7-IX-2008). Cierto, porque vivir es compartir lo valioso.
En todo tiempo podemos compartir las virtudes, que son los valores personalizados y convertidos en hábitos buenos, y los ideales dignos de ese nombre, también porque se buscan en el mayor respeto a las personas.
Navidad, tiempo de compartir
La Navidad es un buen tiempo para una conversión profunda hacia los valores verdaderos, en dirección contraria al egoísmo, al individualismo y al consumismo. Porque Dios ha venido haciendo visible el Amor, la Navidad es el corazón del mundo.
También brinda ocasión para compartir costumbres tradicionalmente cristianas: villancicos, belén, árbol, adornos, que hay que preparar (quizá ahora con lo que hay guardado y rejuvenecido…) y disfrutar.
Eso es compartir cosas valiosas, como lo es compartir otras igualmente sencillas: el alimento o el tiempo con quien los necesita; un concierto, una película, una visita a un Nacimiento especialmente artístico, o a un buen museo; un bello paisaje de montaña o al borde del mar; una conversación en familia o entre amigos, alrededor de la chimenea o en otro lugar sereno.
Este compartir lo de los demás, vuelve más valiosos a todos los que se implican, hace adquirir un valor añadido, un regalo no de usar y tirar, sino que permanece.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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