Una cuestión demasiado frívola para un artículo, y, a la vez, honda como para un monográfico
Desde la Grecia clásica, nobleza y virtud han sido sinónimas y la honra ha implicado una exigencia personal y familiar máxima
Cuando sus padres le han contado que van a tener un viejo título nobiliario, la niña ha permanecido impasible. Cuando le han insistido, por si no se había enterado, ha respondido que no le gusta nada ese nuevo nombre. Los achantados progenitores han pedido una explicación. Y ella la ha dado: ya es princesa. Los padres han caído entonces en la cuenta, divertidos: tanto ‘princesa’ por aquí, ‘princesa’ por allá, que cualquier otra dignidad sabe a poco. «Soy la Princesa de la Nube», ha precisado ella.
Ahora bien, esa nube es más sólida de lo que parece. Chesterton decía no entender que el mérito de la democracia consista en que el duque de Norfolk sea como todo el mundo en vez de que todo el mundo sea como el duque de Norfolk. Y, por fortuna, este ideal persiste: todavía nosotros, tan modernos y demócratas, calificamos al ciudadano ejemplar como “un auténtico caballero” y a la niña adorable como “una princesa encantadora”.
Aunque esto, que ha sido así durante muchos siglos, quizá esté viniéndose abajo. Lo diagnostica un chiste sobre la crisis: «La clase trabajadora no tiene trabajo, la clase media no tiene medios y la clase alta no tiene clase». Con más contundencia, lo había declarado Nicolás Gómez Dávila: «La sociedad hasta ayer tenía notables; hoy sólo tiene notorios». Y con más gracia aún Millôr Fernandes: «Cuando examino de cerca a la jet set brasileña, tengo la tentación de sentarme y escribir El mediocre Gatsby».
Es una cuestión demasiado frívola para un artículo; y, a la vez, honda como para un monográfico. Muchos males sociales arrancan de aquí. Desde la Grecia clásica, nobleza y virtud han sido sinónimas y la honra ha implicado una exigencia personal y familiar máxima. Poco está pudiendo hacer el positivismo jurídico para atajar la corrupción rampante, que el honor embrida.
El honor es, además, porque ni lo otorga ni lo quita el Estado, una fuente de resistencia a todo totalitarismo. Nicolae Steinhardt y sus compañeros de prisión comunista hacían bandera del trato caballeroso en condiciones miserables como una muestra de señorío irreductible. Ángel López-Amo, pionero de la Universidad de Navarra, insistía con todas sus fuerzas intelectuales (que eran muchas) en la importancia política del principio aristocrático, al que otorgaba una misión ejemplificadora y de nivelación ascendente.
No es el único. La generación del 14, de la que celebramos centenario, hizo una llamada vigorosa a la excelencia social. Ortega habló de las élites; Eugenio d’Ors, de la caballería y del heroísmo profesional y Juan Ramón Jiménez de una exquisita aristocracia de intemperie; pero los tres apuntaban a lo mismo: alto. Pedían a todos distinción personal y profesional, como antídoto a tiempos en los que ya emergía el inmenso e indiferenciado protagonismo de las masas, que mete miedo.
Este reto es global, y España podría liderarlo. Porque el honor es algo muy hispánico, o lo fue, desde las obras de Lope y Calderón a Gregorio Marañón, que puntualizaba que los españoles tienen el honor, los franceses el droit y los ingleses el fair-play. Y sobre todo porque, mientras que el gentleman inglés, ese otro modelo universal, gasta refinadas maneras y trajes impecables, para lo que ha de disponer de sus buenas rentas, el hidalgo español puede permitirse el lujo de ser pobre: lo suyo es el carácter y el sacrificio, como nos enseñaron, con una sonrisa melancólica, el autor del Lazarillo y el del Quijote. Vázquez de Mella lo redondeó con un retruécano retumbante: «No importa que los caballeros sean mendigos, con tal de que los mendigos sean caballeros».
Posibilidad de capital importancia si aspiramos, con Chesterton y con Su Alteza la Princesa de la Nube, a que cualquiera −rico, mediano o pobre− goce de una categoría ducal, como mínimo. Que no dependerá de su liquidez, prosapia o exclusividad, sino de su virtud y su temple. San Pablo también era un firme partidario. ¿O no nos recomienda vivamente que vivamos «haciéndonos honra los unos a los otros» (Rom 12, 10)?