La auténtica felicidad surge como consecuencia de vivir cerca de Dios, es fruto de la presencia del Espíritu Santo en el alma
Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei desde 1994, visitó Costa Rica recientemente en medio de una gira de carácter pastoral que lo llevó por varias naciones de Centroamérica. Aquí se reunió con miembros de la Obra, con sacerdotes, familias, el Arzobispo de San José y hasta pudo visitar el Santuario Nacional de Nuestra Señora de los Ángeles.
Acerca de esta experiencia y de la vigencia del Opus Dei y su carácter eminentemente laical, sus trabajos, retos, énfasis y perspectivas en orden a la evangelización, el obispo de origen español y de 82 años, conversó con Eco Católico. Este es un extracto del diálogo.
“Sueño con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas”. Esta frase de San Josemaría Escrivá aplicada a la actualidad del Opus Dei, ¿es una realidad acabada o aún en proceso?
San Josemaría repitió siempre, desde 1928, que la santidad no es una meta para unos privilegiados, sino para todos los bautizados. La tarea de la Prelatura del Opus Dei consiste, precisamente, en recordar esa llamada universal a la santidad y el consiguiente valor de la vida cotidiana como camino de santificación. Gracias a Dios, son muchas las personas que, a través de la labor apostólica de las mujeres, de los hombres y de los sacerdotes de la Obra de Dios, se han decidido a poner a Jesucristo en el centro de su existencia. En este sentido, puede decirse que el sueño de San Josemaría se ha hecho realidad. Sin embargo, es evidente que es una realidad siempre en proceso, −como la vida de la Iglesia−, que se realiza con la gracia de Dios y con la respuesta de la creatura. Un cristiano no puede ser conformista: cada día −con alegría nueva− intenta manifestar su amor a Dios y a los demás.
Usted conoció a San Josemaría. ¿Qué diría él a quienes hoy, en pleno Siglo XXI, siguen anhelando la auténtica felicidad?
San Josemaría afirmaba que “la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. La auténtica felicidad surge como consecuencia de vivir cerca de Dios, es fruto de la presencia del Espíritu Santo en el alma. Los hombres y las mujeres que se saben, en la fe, hijos amados de Dios, no pueden más que estar llenos de paz y de alegría, también en medio de las contrariedades o del dolor, con una felicidad que no es una simple situación anímica; sino fruto de la fe y de la caridad. El pecado es el gran obstáculo para la felicidad.
El Opus Dei es uno más entre los posibles caminos cristianos, a los que el Señor puede llamar a una persona: cada uno de nosotros tiene una vocación personalísima, que debe descubrir en la oración, en el diálogo amistoso con el Señor. Responder “sí” a la llamada divina, sea la que sea, y corresponder cotidianamente a sus exigencias, supone una garantía cierta de felicidad.
Respecto a la historia de la Iglesia, la existencia del Opus Dei es reciente. ¿Cuánto pesa este hecho en la comprensión de la Obra, su naturaleza, métodos y fines? ¿Qué hace el Opus Dei para aportar respuestas en clave evangélica ante las dudas o la abierta oposición?
Cuando San Josemaría vio que Dios lo llamaba a difundir la vocación universal a la santidad, esta realidad −profundamente evangélica− resultaba algo muy nuevo para la mayoría de cristianos, no era tan común hablar de una llamada universal a la santidad y, como ha sucedido muchas veces en la historia de la Iglesia, sufrió incomprensiones, especialmente en los años treinta y cuarenta del Siglo XX. En la actualidad −sobre todo tras el Concilio Vaticano II−, esta doctrina es común y universal.
Siguiendo el ejemplo de su fundador, los fieles del Opus Dei tienen sus brazos abiertos a todos y, gracias a Dios, desde hace muchos años es muy querido y ayudado por millones de personas, incluso no católicas y no cristianas. Cuando pueda surgir una incomprensión, se intentan aclarar las cosas con paciencia y serenidad. La experiencia nos ha demostrado que −incluso entonces− el ataque o la falta de información se convierten en ocasión de amistad y de acercamiento a la Iglesia, de quienes los han promovido.
La santificación en la vida ordinaria habla de los laicos. ¿Qué lugar están llamados a ocupar en la Iglesia?
A los laicos, como enseña el Concilio Vaticano II, corresponde iluminar y organizar los asuntos temporales en los que intervienen, de manera que se realicen según el espíritu de Jesucristo y sean para la gloria de Dios y el bien de los demás. El Opus Dei ayuda a sus fieles, y a quienes participan en sus apostolados, a encontrar y tratar a Dios en las ocupaciones de cada día: en el trabajo, en la familia, en la vida social, en los momentos de entretenimiento, en la enfermedad o en la pobreza. Si se esfuerzan por identificarse con Cristo en esos ámbitos, los laicos santifican el mundo desde dentro, difunden el mensaje del Evangelio y contribuyen al progreso humano de la sociedad. Asumen así su papel de protagonistas en el desarrollo de la misión de la Iglesia desde su taller, su oficina, el quirófano de un hospital, el colegio y el resto de escenarios en que transcurre la jornada de cada uno.
Hoy se insiste en la descomposición del entramado social, pero, ¿no estaremos con ello quitando la mirada de la familia y los retos que enfrenta? ¿Está en crisis la familia?
La familia es una gran riqueza, indispensable para la sociedad y, por tanto, debemos esforzarnos por dar a conocer la verdadera naturaleza de la institución familiar, aunque a veces no resulte tarea fácil. Para mí, es motivo de especial agradecimiento a Dios poderme encontrar en estos días, en Costa Rica, con matrimonios que imparten orientación familiar a padres y madres de niños y adolescentes: pienso que, con esa dedicación generosa, prestan al país, y al mundo, un servicio de gran entidad y calidad, también humana.
Pero no podemos conformarnos con promover “de palabra” los valores de la familia: ¡cuánto ayuda el ejemplo! Que sepamos preocuparnos por los miembros de nuestra familia, que recemos por ellos, que nos alegremos con sus gozos y que los acompañemos en sus penas. Tenemos que crear a nuestro alrededor un verdadero ambiente de familia y, luego, debemos mantenerlo, también, sacrificándonos por nuestros parientes y dedicándoles generosamente tiempo y energías a los enfermos y a los ancianos. Repitamos a menudo esas tres palabras que el Papa Francisco ha señalado que no pueden faltar en una familia: permiso, gracias y perdón.
En ‘Evangelii Gaudium’, el Papa Francisco afirma preferir una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una enferma por el encierro. ¿Cómo contribuir desde el Opus Dei a este anhelo?
El dinamismo apostólico del Papa Francisco supone una bendición para toda la Iglesia. La evangelización a la que urge nos habla de una misión que compete a todos los bautizados. El santo Padre nos invita a ir al encuentro de los demás, a dejar a un lado la comodidad y a compartir nuestra cercanía a Cristo con las personas que están a nuestro alrededor. ¿Cómo? Primero con el ejemplo y con el cariño, y luego con un diálogo de tú a tú con nuestros amigos y conocidos, precedido de la oración por la persona a la que nos dirigiremos y de la invocación al Espíritu Santo. En ocasiones quizá nos parece que algunas de nuestras acciones no producen fruto, pero nada más ajeno a la realidad: el Señor cuenta con todo lo que hacemos pensando en El, y ninguna semilla quedará estéril.
El Papa Francisco también nos anima a vivir la misericordia con las personas que sufren y con las que están solas. Todos estamos en condiciones de ayudar a un enfermo, a un menesteroso o a un anciano; y también podemos llevarles la luz de Cristo, ¡no nos quedemos de brazos cruzados!
Personalmente doy también gracias a Dios al ver a tantos fieles y amigos de la Prelatura que sacan adelante iniciativas de servicio en toda la tierra: hospitales en lugares necesitados de África, centros de atención a enfermos terminales en las periferias de varias ciudades europeas, institutos de formación dirigidos a inmigrantes en Estados Unidos o en Brasil y tantas otras. Cada bautizado es y se siente Iglesia. Y, por tanto, también a través de actividades civiles de servicio como las que he mencionado u otras, la Iglesia se hace presente en las periferias, en los barrios, en los lugares donde a veces falta ese cariño al que toda persona tiene derecho.
En la era del pensamiento débil faltan referentes, se siente un gran vacío de verdad, gana terreno la duda, el secularismo y el laicismo feroz, ¿Cómo presentar la fe hoy a este mundo tan lleno de contrastes?
Jamás un católico coherente se ha de dejar llevar por el pesimismo. Aunque en nuestro tiempo no falten eventos tristes e incluso dramáticos, si somos hombres y mujeres de fe, sabremos descubrir innumerables beneficios del Señor en nuestras vidas, en las de los que nos rodean y en las de las naciones. Y, sobre todo, esa fe es precisamente el fundamento de la esperanza, como leemos en la Carta a los Hebreos. En medio del secularismo y el relativismo, que se aprecia en gran parte de Occidente, mucha gente se muestra sedienta de la verdad de Dios. Esas gentes necesitan testigos que ayuden a los demás a acercarse a Jesucristo; colegas o amigos que se guíen por encima de todo por el amor a Dios y a los otros y no sólo por sus propios intereses, que iluminen con su fe y que sepan explicarla.
Para esto es necesario −como le decía antes− anclar la propia vida en la oración, en el trato con Dios y en la recepción frecuente de los sacramentos, auténticos canales de la gracia divina. Además, siempre cabe empeñarse un poco más en conocer mejor nuestra fe, a través de la lectura, del estudio y de la participación en la catequesis. Con este pequeño esfuerzo, resulta posible dedicar tiempo a crecer en el conocimiento de Dios y a tratar a nuestro Padre del Cielo.
Por otra parte, diría que la fe se transmite bien cuando el motor es el cariño y el interés por el prójimo. El futuro beato Álvaro del Portillo solía pedirnos: “Derrochad cariño, hijas e hijos míos, aunque no seáis correspondidos”. Este consejo viene muy bien a cualquier persona que desee evangelizar.
Tiene la ocasión de reunirse con Mons. José Rafael Quirós. ¿Cómo podría consolidar el Opus Dei la comunión con las iglesias diocesanas y fortalecer el común empeño por la evangelización?
Efectivamente, tendré el gusto de conversar con el querido Arzobispo de San José, Mons. José Rafael Quirós. Nada más concretarse este viaje, pedí que se advirtiera de mi estancia en Costa Rica al señor Arzobispo y a las demás autoridades eclesiásticas, ya que el Opus Dei, como pequeña parte de la Iglesia, solo desea, en palabras de su fundador, “servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida”.
Evidentemente, la labor que realizan los fieles del Opus Dei rinde sus frutos en las mismas diócesis en las que trabajan y viven y, en los más de cincuenta años que han pasado desde que comenzó la labor apostólica del Opus Dei en este país, han surgido −con la gracia del Señor− numerosos matrimonios cristianos y vocaciones para el sacerdocio, para la vida religiosa y para el celibato laical.
A quienes pertenecen a la Obra, y a todos los costarricenses, deseo invitarles a ser un apoyo para los Obispos diocesanos, a rezar por cada uno, y a pedir a Dios abundantes frutos apostólicos en esta tierra. Les rogaría especialmente que rezaran por las vocaciones sacerdotales en las diócesis de la nación, por los catequistas y educadores, por la santidad de las familias costarricenses y por las demás intenciones de los Obispos del país. También les animaría a reforzar cada día su afán apostólico, para que la Iglesia en Costa Rica recoja muchos frutos del trabajo de evangelización del Opus Dei.
El Opus Dei se prepara para la beatificación de Mons. Álvaro del Portillo. ¿Cómo consolida la Obra la elevación a los altares de su 'ingeniero', como algunos llamaron a don Álvaro?
Álvaro del Portillo fue un hombre de paz, de servicio, de fidelidad: primero en su trabajo como ingeniero, luego como sacerdote y más tarde como Obispo. En la proximidad del 27 de septiembre, fecha de su beatificación, pido al queridísimo don Álvaro que nos contagie su paz, su bondad, su alegría, su lealtad a la Iglesia y su preocupación por los más necesitados.
La gente reconocía en él a un hombre de Dios y, desde su fallecimiento, se ha ido multiplicando el número de quienes le confían sus peticiones: piense que, hasta ahora, en la postulación se han recibido más de 13.000 relaciones firmadas de favores atribuidos a su intercesión. Es un dato sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que, de entre los que reciben favores, apenas unos pocos se deciden a ponerlos por escrito y enviarlos a Roma. Muchas de esas relaciones provienen de países en los que ni siquiera hay centros de la Prelatura. La próxima beatificación de Álvaro del Portillo, además de constituir un motivo de gran alegría, será una ocasión de dar gloria a Dios y un don para toda la Iglesia.
Estando el Opus Dei a la vanguardia en este campo, ¿qué está en juego en el mundo de la comunicación de cara a la fe y la evangelización? ¿Comprendemos en la Iglesia el valor de la comunicación social o arrastramos deudas con sus muchas potencialidades?
San Josemaría miraba con especial simpatía los ambientes profesionales relacionados con la comunicación. Se percataba de la importancia de que muchos católicos trabajaran profesionalmente en medios de comunicación, para aportar al mundo el calor y la amistad propia de quien desea seguir a Cristo. Personalmente, dio clases de ética periodística, impulsó facultades de comunicación en varios países, y alentó −con su iniciativa humana y su oración− la puesta en marcha de algunos medios de comunicación promovidos por personas del Opus Dei y por sus amigos: soñaba con que numerosos católicos eligieran como ámbito profesional el mundo del cine, de la literatura, del entretenimiento, de la radio y de la televisión. Si hay algo de cierto en la amable valoración que usted ha manifestado −que le agradezco− se debe, sin duda, a esta semilla plantada por el fundador.
Pienso que, gracias a Dios, la consideración positiva de la comunicación social −que no excluye una reflexión crítica sobre los límites de un cierto tipo de periodismo sensacionalista− está hoy generalizada. Da alegría ver la cantidad de actividades de evangelización que, a través de los medios de comunicación, van surgiendo por aquí y por allá, debidas al empuje de católicos de diversas proveniencias: agencias de noticias, páginas web de formación cristiana, iniciativas de caridad y de servicio en internet, productoras de cine y televisión con valores cristianos. A veces no son muy conocidas pero, si se sumaran sus audiencias, superarían a las de no pocas cadenas internacionales.
El interés por la comunicación social es patente en la mayoría de las diócesis e instituciones de la Iglesia. Muchas, por ejemplo, envían estudiantes a la Facultad de Comunicación Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en Roma. Se trata, precisamente, de un centro de estudios que tiene como fin, dotar a las personas de las condiciones necesarias para transmitir el mensaje cristiano y la realidad estupenda de la Iglesia, a través de los medios de comunicación.
(*) Entrevista de Martín Rodríguez González
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