La verdadera libertad depende fundamentalmente de la verdad: “conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32)
“Nunca pensé en consentir, aunque tuviera que sufrir lo peor, obrar de manera distinta de lo que mi propia conciencia me decía ser a mí mismo […] Y estoy muy seguro de que mi conciencia está conforme con mi propia salvación, por consiguiente doy gracias al Señor” (Santo Tomás Moro)
No siempre las normas jurídicas y los dictados de la conciencia conviven de manera armoniosa. En situaciones particulares pueden generarse conflictos. Puede suceder que una determinada ley provoque en una persona o grupo de personas una profunda incomodidad, al punto de hacer imposible su cumplimiento debido a profundas convicciones morales o religiosas.
Muy a menudo, ciertos códigos conductuales implícitos de la sociedad entran en franco conflicto con nuestra escala de valores, con nuestros principios de vida.
Cuando estos conflictos aparecen hay que recordar que la supremacía reside siempre en la conciencia y tenemos la obligación de obrar en conformidad con ella. El hombre prudente −leemos en el catecismo− cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla, y tiene derecho a actuar en esa conciencia con libertad. No obstante, la conciencia de cada uno no es la instancia suprema e infalible del juicio moral que puede decidir categóricamente sobre el bien y el mal. La verdadera libertad depende fundamentalmente de la verdad: “conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). La verdad se alcanza con la razón, pero con ésta sola no llegamos a conocer con facilidad, con firme certeza y sin ningún error todas las verdades religiosas y morales. En nuestro estado de naturaleza caída necesitamos de la Revelación divina para conocerlas. “En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica” (CIC 1785).
Cuando afirmamos que la conciencia tiene la supremacía, nos referimos a una conciencia cuyo dictamen está lejos de ser confundido con un capricho o con la mera opinión personal. Supremacía tiene sólo aquello que se presenta en nosotros como la voz de Dios que nos habla en lo profundo del alma. Una voz que en ocasiones nos pedirá que obremos contrariamente a nuestro gusto y comodidad. Por eso es un deber del cristiano formar la propia conciencia, buscar la verdad, esforzarse por conocer la Ley de Dios, que es la norma suprema de la vida humana.
A lo largo de la historia de la Iglesia nos encontramos con muchos hombres y mujeres santos en los que brilla para nosotros el testimonio de sus conciencias formadas a la luz de la Palabra de Dios. En estos tiempos en los que con mucha ligereza se acusa de fundamentalistas, obstinados y discriminadores a los católicos que ‘en conciencia’ no pueden aceptar muchas de las cláusulas del modelo social que se quiere imponer, nos hace bien mirar e invocar a los santos que nos precedieron y encontrar en la comunión con ellos luz, fortaleza y consuelo. Uno de los santos de quien conservamos el admirable testimonio de una conciencia cierta y recta, formada a la luz de la Palabra de Dios, es Tomás Moro. Quiera Dios concedernos la gracia de poder imitarlo.
*
El año 1534 significó para la Iglesia en Inglaterra el comienzo de un desastre. Se preparaba la ruptura con Roma y se elaboraban las leyes que sostendrían las decisiones del rey como “Cabeza de la Iglesia”, es decir, de la Iglesia Anglicana. En ese conjunto de leyes se encontraba la Ley de Sucesión en la que se declaraban los principios de independencia respecto a Roma y se aclaraban los efectos que ante los súbditos tendría el nuevo matrimonio de Enrique VIII. Los ciudadanos debían reconocer esos principios y efectos por medio de un juramento. Aquellos que no hicieran el juramento serían considerados traidores.
Tomás Moro, que ya para ese momento no era más el Canciller de Inglaterra, fue convocado para prestar juramento a la Ley de Sucesión. Era el 13 de abril de 1534. En el palacio de Canterbury leyó cuidadosamente el texto del juramento y luego manifestó a los comisarios que dicho texto lo colocaba en una situación difícil para su conciencia. Les explicó que hacer ese juramento sería exponer su alma a la condenación eterna. Trataban de convencerlo para que jurara. No podían entender el motivo de la postura de Tomás; pensaban que era sólo “terquedad y obstinación”. Pero no era así. Moro no podía aceptar en conciencia que se declarara inválido el matrimonio del rey con Catalina de Aragón y que se negara la supremacía del Papa sobre la Iglesia. No era un asunto político, era un asunto espiritual. Ya sabemos el desenlace de la historia. Tomás Moro fue encarcelado en la Torre de Londres y más tarde ejecutado, el 6 de julio de 1535.
Estando en prisión, en la Torre de Londres, escribió varias cartas[1]. Entre ellas, la que citamos a continuación, dirigida a un tal Rev. Master Leder:
De lo que por ahí se cuenta de mí no puedo sino daros las gracias, pero, aunque os gustaría que fuese verdad, doy gracias a Dios de que es una pura invención. Confío en la gran bondad de Dios que nunca permitirá que sea verdad. Si mi mente hubiera sido realmente obstinada, no me habría contenido a confesar la verdad llanamente, por mucha vergüenza o reproches que me hicieran. Pues me propongo no depender de la fama del mundo. Pero doy gracias al Señor de que lo que hago no es por obstinación sino por la salvación de mi alma, porque me es imposible inclinar mi inteligencia a pensar de manera diferente sobre el juramento.
No juzgaré de las conciencias de otros hombres, ni a ningún hombre he jamás aconsejado que acepte o rechace el juramento, pero por lo que a mí respecta, si tuviera la desgracia de prestar juramento (y confío que el Señor jamás lo permitirá) tened por seguro que sería dicho y obtenido por malos tratos y tortura. Pues todos los bienes de este mundo no estimo ahora mismo, gracia a Dios, más de lo que estimo el polvo. Confío que no usarán medios violentos, y también que, si lo hacen, Dios en su bondad y ante la abundancia de oraciones de tanta buena gente que ruega por mí, me dé la fortaleza para mantenerme firme. Fidelis Deus, dice San Pablo, qui non patitur vos tentari supra id quid potestis ferre, sed dat cum tentatione proventum ut possitis sustinere (“Pero fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación os dará la fuerza para que podáis superarla” NdR.).
Porque de esto estoy muy seguro: si lo jurase, juraría mortalmente en contra de mi propia conciencia. Estoy muy convencido en mi mente de que nunca seré capaz de cambiar mi propia conciencia a lo contrario; y con las de otros hombres no quiero entrometerme.
Me han hecho ver que se me considera terco y obstinado porque desde mi llegada aquí no he escrito a su Alteza el Rey y de mi puño y letra implorar ante él de alguna manera. Pero la verdad es que no veo en esto obstinación alguna, sino más bien una actitud sumisa y respetuosa, porque no veo nada que podría escribir sin temer mucho que sería muy probable que su Majestad se enojara aún más conmigo, cosa muy previsible mientras crea que la causa de mi conducta no es mi conciencia sino una obstinada terquedad. Dios sabe bien que el único obstáculo es mi conciencia, y a su disposición remito todo este asunto. In cuius manu corda regum sunt. Pido al Señor que todos cuantos han jurado demuestren ser tan fieles súbditos del Rey como estoy seguro lo son quienes han rechazado jurar.
Apresuradamente, el sábado 16 de enero, por mano de quien reza por vos.
Tomás Moro, Caballero y prisionero.
* * *
Prisión hermosa, bienvenida. Pero
qué feo nombre para tan hermoso edificio.
Muchas almas culpables, y muchas inocentes,
respiraron por última vez en tus salas huecas.
Muchas veces he entrado por aquí,
pero nunca, a Dios gracias, con conciencia más limpia.
Es este mi consuelo: por áspero que sea
mi hospedaje, ni el llanto del querellante pobre
ni la queja del huérfano ni la viuda en apuros
habrán de perturbarme en mi sueño tranquilo.
Vamos, pues, en el nombre de Dios, a nuestro encierro.
Dios es igual de fuerte aquí que fuera[2].
[1] La carta aquí citada está tomada de La correspondencia de Tomás Moro, Anna Sardaro, Eunsa.
[2] Tomás Moro. William Shakespeare y otros.
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