Quien no reflexiona debilita su conciencia, y en casos extremos puede llegar a claudicar cuando tiene que emitir juicio y tomar decisiones que comprometan su seguridad
En 1961 Hannah Arendt, antigua discípula de Martin Heidegger y de Karl Jaspers en su Alemania natal, emigrada a Estados Unidos y destacada intelectual judía que había publicado ya dos libros, pidió a la revista The New Yorker hacer un reportaje del proceso contra Adolf Eichmann (1906-1962). Fue el máximo responsable de la logística nazi de la así llamada “solución final” y tuvo bajo su responsabilidad directa el traslado de centenares de miles de judíos europeos a los campos de exterminio.
El trabajo en cuestión fue publicado en 1963 en la revista y ese mismo año en forma de libro, bajo el título de Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (el libro se encuentra on-line) o un resumen del contenido en Wikipedia.
En Junio de 2013, Margarethe Von Trotta estrena una película con su nombre Hannah Arendt y consigue, hasta cierto punto, dar una visión general de la autora y las circunstancias que la rodean y su libro.
La banalidad del mal −Hannah Arendt y Adolf Eichmann ">
Como ejemplo más cotidiano este pequeño relato: “Había cierto padre muy ansioso. Tenía una elevada cultura académica. En su universidad todos lo respetaban. Mostraba seriedad, elocuencia y perspicacia en decisiones que no involucraban ninguna emoción. Sin embargo, cuando lo contrariaban, bloqueaba su memoria y reaccionaba agresivamente. Eso sucedía sobre todo cuando llegaba a casa. En su trabajo se comportaba con sobriedad, pero en casa era un hombre insoportable. No tenía paciencia con sus hijos. No toleraba la más mínima decepción (…).
Algunos íntimos de ese hombre pensaban que tenía doble personalidad. Pero desde el punto de vista científico no existe la doble personalidad (Nota: Sí que existe, dentro de la patología, lo que antes se llamaba “personalidad múltiple”, ahora llamado trastorno de identidad disociativo, donde la persona actúa y es controlada a través de un patrón propio y persistente consigo mismo y el mundo). Lo que hay son dos campos distintos de lectura de la memoria leídos en ámbitos distintos, que da lugar a una producción de pensamientos y reacciones completamente diferentes (…) ¿Por qué esta paradoja? (…) Este mecanismo está presente en mayor o menor grado en todas las personas, incluso en las más sensatas” (A. Cury, Padres brillantes, maestros fascinantes, Zenith 2007, p. 133-135).
La banalidad del mal y Hannnah Arendt (extracto película) ">
Esta exposición nos indica que Eichmann no parecía perverso ni sádico, ni tampoco un cínico o un fanático doctrinario. Ni siquiera parecía odiar a los judíos. La autora sostiene que Eichmann “no supo jamás lo que hacía”, en el sentido de no tener conciencia real de la naturaleza criminal de sus actos y del significado de lo que estaba haciendo. “A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un ‘monstruo’, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso”, escribió.
Arendt descubrió −o creyó descubrir− en el juicio de Eichmann que el mal es un fenómeno superficial, que arrastra sobre todo a los individuos que no se detienen a pensar en sus acciones. Resistimos al mal no quedándonos en la superficie de las cosas, es decir, apartándonos de la vorágine de la vida cotidiana y deteniéndonos a pensar en las cosas que nos rodean. Por esto cuanto más superficial sea una persona, tanto mayores serán las probabilidades de que ceda ante el mal en cuando es puesta en crisis o debe tomar decisiones morales que comprometen su seguridad o estabilidad.
a) Quien no actúa como piensa termina por pensar como actúa
Esta es una constatación capaz de ser verificada desde una “observación externa”, al margen de los juicios de valor que cada persona tenga. Se constata, se verifica que actitudes como la “banalización del mal” (pensamiento) o de la “minusvalorizacion del pequeño esfuerzo” (voluntad) se traducen en cambios que corren el peligro, en ocasiones, de llegar a ser radicales y extremos.
Cuantas veces habremos pensado en frases como: ¡Bah… esto no tiene importancia…! ¡Déjale, ya le enseñará la vida…!
Mentiras piadosas…; pequeños hurtos…; curiosidad por lo malo…; lenguaje impulsivo, ofensivo…; críticas que dejen mal a otra persona…; señalar exclusivamente debilidades…; pequeñas infidelidades…; etc.
Nos encontramos frente al entramado de lo pequeño, pequeñísimo… que en sí pudiera no tener peso significativo, pero que sin embargo están sujetos a ser acumulativos y repetitivos si no estamos atentos. Y sobre todo, si no aprendemos de la propia experiencia, si los dejamos pasar sin reflexionar sobre los mismos.
Lo sabemos: repetir un acto reiteradamente produce virtud o defecto. Y sabemos también que en el entramado de la vida puede no haber que exista conciencia de maldad, sino debilidad… ¡y ocurre!
Aprender de la propia vida, de la propia experiencia es reflexionar sobre nuestros actos con realismo. Reflexionar para aprender, para reafirmarnos y/o para reconducirnos, y por tanto, creciendo en convicciones personales. Es casi la única forma de no estar sujetos a la tiranía de las “generalidades” del ambiente: todos lo hacen, todos lo piensan, es lo que está de moda, lo último, etc. Porque lo más poderoso es lo que más presiona de forma inmediata y, por tanto, puede llevar a quedarnos en la superficie de las cosas, a no profundizar y actuar de manera irreflexiva.
La superficialidad es enemiga de la verdadera libertad, de la verdad, del bien.
b) Qué es ser persona
Ser libre con alma racional, con conciencia moral, capaz de distinguir entre el bien y el mal. Con capacidad de autodeterminación… de elegir libremente para comportarse en consecuencia.
Somos siempre libres de elegir, nunca somos libres de las consecuencias de los propios actos. Esta capacidad comprende, por tanto, asumir la propia responsabilidad cuando vemos las consecuencias de nuestros actos.
Por pequeño que sea el cambio será positivo o negativo… SIEMPRE tiene consecuencias graduales y acumulativas, que a su vez activarán otros cambios. Nuestra naturaleza y la evolución de la naturaleza que nos envuelve, siempre nos reafirma en este concepto: hay una gradualidad en el bien y también una gradualidad en el mal.
Por estas razones no hay que banalizar el mal ni minimizar los cambios de rutas para el bien por pequeños que sean en nuestro comportamiento: un cambio llama a otro cambio. ">
c) Aprender a distinguir entre el conocimiento y pensamiento reflexivo
El primero habla de acumulación de información para el aprendizaje, el que nos permitirá o facilitara la resolución de los problemas y permitirá adquirir “cultura”.
Frente a la falta de reflexión y pensamiento iremos construyendo como por ósmosis, sin darnos cuenta, una “incapacidad de juzgar”.
Quien no piensa y quien no se informa tiene un DÉFICIT DE PENSAMIENTO.
Pensar fortalece nuestra conciencia y dificulta el olvido.
Quien no reflexiona debilita su conciencia, y en casos extremos puede llegar a claudicar cuando tiene que emitir juicio y tomar decisiones que comprometan su seguridad.
No se trata pues de insensibilidad moral, se puede distinguir entre el bien y el mal, y sin embargo la falta de reflexión y de pensamiento puede condicionar el comportamiento permitiendo acciones aberrantes sin que la conciencia intervenga, es decir sin remordimientos o sentimientos de culpa (que son su manifestación palpable).
Entre el momento sano de una persona sana, de la RESISTENCIA a un obrar dudoso y la CLAUDICACION, cuando elimino la propia libertad de discernir o pensar, se pasa por un limbo personal. Aunque dentro de este proceso −la banalización del mal−, la persona mantiene un continum en su vida, mantiene la conciencia de la propia identidad, aunque sus reacciones sean dispares. Es decir, surgen una serie de mecanismos psíquicos, llamados mecanismos de defensa, entre los cuales hay dos en concreto que se manifiestan con más intensidad.
La racionalización: buscar razones razonables que justifiquen mis acciones, y la negación: no existe el problema, se niega la realidad.
d) Mecanismos de defensa de la personalidad
A medida que progresa el desarrollo de la personalidad, el individuo aprende métodos que le permitan descargar sus impulsos y adaptarse a la realidad, reduciendo la ansiedad que las frustraciones y los conflictos pueden generar. El término defensa fue descrito por Freud en 1894 como la lucha del YO contra las ideas y los afectos que puede proceder tanto del exterior como del interior del sujeto, y que el mecanismo de defensa, aunque no lo resuelva, sí atenúa o llega a hacer desaparecer el sufrimiento.
Estos mecanismos los emplean tanto las personas normales como aquellas que presentan rasgos neuróticos, y su finalidad es siempre favorecer la adaptación del sujeto a la realidad externa e interna. En el individuo enfermo psicológicamente esta finalidad se pierde, y las defensas se vuelven ineficaces, rígidas, restrictivas y desacordes con la situación.
(Descripción breve de algunos mecanismos de defensa)
a) El uso de la palabra: ¿Cuántas palabras “sobran” entre nosotros? ¿Cuánta habladuría, cuánta difamación, cuánta calumnia? ¿Cuánta superficialidad, banalidad, pérdida de tiempo? Un don maravilloso, como es la capacidad de comunicar ideas y sentimientos, que no sabemos valorar ni aprovechar en toda su riqueza.
b) ¿Dónde se esconde la banalidad del mal? Donde se margina o se silencia lo que era el centro del pensamiento griego y que está en la raíz del mundo occidental, es decir, la dialéctica del logos, la distinción entre verdadero y falso, entre el bien y el mal. Que se manifiesta y prevalece con un modelo de pensamiento analógico, es decir, fundado sobre la verosimilitud, no sobre la verdad. De esta manera se facilita la desorientación, se privilegia el pensamiento líquido, la ciencia se convierte en esclava de la técnica por lo que todo lo que es técnicamente factible se convierte en científicamente válido… Hay menos uso libre de la razón y por tanto hay menos amor. Ahí la banalidad del mal tiene campo libre.
c) El testimonio de Hanna Arendt sobre los nazis y la banalidad del mal, muestra que la mayoría ni eran monstruos ni estaban locos. Renunciaron a la razón, porque la dignidad de ser humano se ejercita en el uso de la razón, del discernimiento, en la conciencia de saber lo que se es: una síntesis perfecta de materia y espíritu. Ese es el poder del mal. Y sus armas más sutiles son: la confusión −por lo que ya no se sabe dónde está la derecha y dónde la izquierda−, y la seducción y el poder de lo irrelevante, de la atracción por lo inmediato, por lo que se encuentra fácilmente, por el “todo ya, ahora” y sin esfuerzo. O como escribió Shakespeare: “Benditos aquellos cuyo temperamento y juicio están tan bien combinados, pues ellos no son una flauta entre los dedos de la Fortuna, dispuesta a sonar según ella guste. Dame un hombre que no sea esclavo de sus pasiones y lo colocaré en el centro de mi corazón” (Hamlet, 3er. acto, 2ª escena). Es decir, no podemos ser libres si estamos dominados por los sentidos y el instinto.
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