El cardenal Walter Brandmüller, Presidente emérito del Comité Pontificio de Ciencias Históricas, sale al paso de las afirmaciones −desmentidas por el vocero de la Santa Sede− que le habría hecho el Papa Francisco sobre el tema del celibato en la Iglesia Latina, al editor del diario italiano La Repubblica, Eugenio Scalfari
Sus afirmaciones son coincidentes con las de otro historiador eclesiástico, el cardenal Alfonso Stickler, que escribió un completo artículo sobre este tema: El celibato eclesiástico. Su historia y sus fundamentos teológicos.
Ilustrísimo Señor Scalfari,
Aunque no tengo el placer de conocerle personalmente, quisiera volver sobre sus afirmaciones acerca del celibato contenida en su informe sobre su coloquio con el Papa Francisco, publicadas el 13 de julio de 2014 e inmediatamente desmentidas en su autenticidad por el director de la sala de prensa vaticana. Como “antiguo profesor” que ha enseñado Historia de la Iglesia en la universidad durante treinta años, deseo informarle sobre el estado actual de la investigación en este campo.
En especial, es obligatorio recalcar especialmente que el celibato no se remonta en absoluto a una ley inventada 900 años después de la muerte de Cristo. Más bien son los Evangelios según Mateo, Marcos y Lucas los que refieren las palabras de Jesús al respecto.
Mateo escribe (19, 29): “Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”.
Muy similar es lo que escribe Marcos (10, 29): “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí quedará sin recibir el ciento por uno”.
Más concreto es Lucas (18, 29ss): “Él les dijo: «Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y, en el mundo venidero, vida eterna”.
Jesús no dirige estas palabras a las grandes masas, sino más bien a quienes envía para que difundan su Evangelio y anuncien la llegada del Reino de Dios.
Para cumplir esta misión es necesario liberarse de cualquier vínculo terreno y humano. Y visto que esta separación significa la pérdida de lo que se da por descontado, Jesús promete una “recompensa” más que apropiada.
A este punto se hace notar, a menudo, que el “dejar todo” se refería sólo a la duración del viaje de anuncio de su Evangelio y que una vez terminada la tarea los discípulos habrían vuelto con sus familias. Pero no hay rastro de esto. El texto de los Evangelios, aludiendo a la vida eterna, habla además de algo definitivo.
Ahora bien, visto que los Evangelios fueron escritos entre el 40 y el 70 d.C., sus redactores habrían quedado mal si hubieran atribuido a Jesús palabras a las cuales después no correspondía su conducta de vida. Jesús, de hecho, pretende que todos los que se han hecho partícipes de su misión adopten también su estilo de vida.
Pero entonces, ¿qué quiere decir Pablo cuando en la primera carta a los Corintios (9, 5) escribe: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas? ¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del derecho de no trabajar?”? Estas preguntas y afirmaciones, ¿no dan por descontado que los apóstoles estuvieron acompañados por las respectivas esposas?
Aquí hay que proceder con cautela. Las preguntas retóricas del apóstol se refieren al derecho que tiene quien anuncia el Evangelio de vivir a expensas de la comunidad, y esto vale también para quien lo acompaña.
Y aquí se plantea, obviamente, la pregunta sobre quién es este acompañante. La expresión griega “adelphén gynaìka” necesita una explicación. “Adelphe” significa hermana. Y aquí, por hermana en la fe se entiende una cristiana, mientras “gyne” indica −más genéricamente− una mujer, virgen o esposa. En resumen, un ser femenino. Esto sin embargo hace imposible demostrar que los apóstoles estuvieran acompañados por las esposas. Porque si en cambio fuera así, no se entendería por qué se habla distintamente de una "adelphe" como hermana, por tanto cristiana. En lo que concierne a la esposa, es necesario saber que el apóstol la dejó en el momento en el que entró a formar parte del círculo de los discípulos.
El capítulo 8 del Evangelio de Lucas ayuda a aclarar las cosas. En él se lee: “Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes”. Por esta descripción parece lógico deducir que los apóstoles siguieron el ejemplo de Jesús.
Además, hay que volver a llamar la atención sobre el llamamiento empático al celibato y a la abstinencia conyugal hecha por el apóstol Pablo (1 Corintios 7, 29ss): “Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen”. Y sigue: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido”. Está claro que Pablo con estas palabras se dirige, en primer lugar, a los obispos y los sacerdotes. Él mismo se atuvo a este ideal.
Para demostrar que Pablo o la iglesia de los tiempos apostólicos no conoció el celibato se mencionan, a veces, las cartas a Timoteo y Tito, las denominadas cartas pastorales. Y en efecto, en la primera carta de Timoteo (3, 2) se habla de un obispo casado. Y repetidamente se traduce el texto original griego de la manera siguiente: “El obispo sea el marido de una mujer”, lo que se entiende como un precepto. Pero bastaría un conocimiento rudimentario del griego para traducir correctamente: “Por esto el obispo sea irreprensible, se case una sola vez (¡y debe ser marido de una mujer!), sea sobrio y sensato”. Y también en la carta a Tito se lee: “Un anciano (es decir, un sacerdote, obispo) debe ser integérrimo y estar casado una sola vez”.
Son indicaciones que tienden a excluir la posibilidad de que sea ordenado sacerdote-obispo quien, después de la muerte de su esposa, se haya vuelto a casar (bigamia sucesiva). Porque, aparte del hecho de que en esos tiempos no se veía de buen ojo un viudo que se volvía a casar, para la Iglesia se añadía además la consideración de que un hombre así no podía dar ninguna garantía de respetar la abstinencia, a la cual un obispo o sacerdote deben votarse.
La forma originaria del celibato preveía, por consiguiente, que el sacerdote o el obispo continuaran la vida familiar, pero no la conyugal. También por esto se prefería ordenar a hombres de edad más avanzada.
El hecho que todo esto esté relacionado con antiguas y consagradas tradiciones apostólicas, lo testimonian las obras de escritores eclesiásticos como Clemente de Alejandría y el norteafricano Tertuliano, que vivieron en el siglo II-III después de Cristo. Además, una serie de edificantes novelas sobre los apóstoles son testigos de la alta consideración de la que gozaba la abstinencia entre los cristianos: hablamos de los denominados Hechos de los Apóstoles apócrifos, redactados en el siglo II y muy difundidos.
En el sucesivo siglo III se multiplicaron y fueron cada vez más explícitos −sobre todo en Oriente− los documentos literarios sobre la abstinencia de los clérigos. He aquí, por ejemplo, un pasaje extraído de la denominada Didascalia siríaca: “El obispo, antes de ser ordenado, debe ser puesto a prueba para establecer si es casto y si ha educado a sus hijos en el temor de Dios”. También el gran teólogo Orígenes de Alejandría (siglo III) conoce un celibato de abstinencia vinculante, un celibato que explica y profundiza teológicamente en diversas obras. Y hay, desde luego, otros documentos que podríamos citar como apoyo, cosa que, obviamente, aquí no es posible presentar.
Fue el Concilio de Elvira de 305-306 quien dio a esta práctica de origen apostólico una forma de ley. Con el canon 33, el Concilio prohíbe a los obispos, sacerdotes, diáconos y a todos los otros clérigos relaciones conyugales con la esposa y les prohíbe, también, tener hijos. Por lo tanto, en esos tiempos se pensaba que abstinencia y vida familiar eran conciliables. Así también el Santo Papa León I, llamado León Magno, alrededor del año 450 escribió que los consagrados no tenían que repudiar a sus mujeres. Tenían que permanecer junto a las mismas, pero como “si nos las tuvieran”, escribe Pablo en la primera carta a los Corintios (7, 29).
Con el pasar del tiempo, se tenderá cada vez más a acordar el sacramento sólo a hombres célibes. La codificación llegará en la Edad Media, época en la que se daba por descontado que el sacerdote y el obispo eran célibes. Otra cosa es el hecho de que la disciplina canónica no siempre fuera vivida al pie de la letra, pero esto no debe asombrar. Como encontramos en la naturaleza de las cosas, también la observancia del celibato ha tenido, en los siglos, sus altos y bajos.
Es famosa, por ejemplo, la encendida disputa que tuvo lugar en el siglo XI, en tiempos de la denominada reforma gregoriana. En esa situación delicada se asistió a una rotura tan neta −sobre todo en las iglesias alemana y francesa− que llevó a los prelados alemanes contrarios al celibato a expulsar con la fuerza de su diócesis al obispo Altmann de Passau. En Francia, los emisarios del Papa encargados de insistir sobre la disciplina del celibato fueron amenazados de muerte y el santo abad Walter de Pontoise fue golpeado durante un Sínodo que tuvo lugar en París por los obispos contrarios al celibato y encarcelado. A pesar de todo ello, la reforma consiguió imponerse y se asistió a una renovada primavera religiosa.
Es interesante observar que la contestación al precepto del celibato surge siempre en concomitancia con señales de decadencia en la iglesia, mientras en tiempos de renovada fe y de florecer cultural se nota una observancia reforzada del celibato.
Y, desde luego, no es difícil extraer de estas observaciones históricas un paralelismo con la crisis actual.
Quedan abiertas aún dos preguntas que se planten frecuentemente. Una es la que se refiere a la práctica del celibato en la Iglesia católica del reino bizantino y de rito oriental, que no admite el matrimonio para obispos y monjes, pero lo concede a los sacerdotes, a condición de que se hayan casado antes de tomar los sacramentos. Y tomando precisamente esta práctica como ejemplo, hay quien se pregunta si no podría ser adoptada también por el Occidente latino.
A este propósito hay que recalcar, sobre todo, que precisamente en Oriente la práctica del celibato abstinente se ha considerado vinculante. Y fue sólo en el Concilio del año 691, el denominado "Quinisextum" o "Trullanum", cuando resultó evidente la decadencia religiosa y cultural del reino bizantino, llegando a la ruptura con la herencia apostólica. Este Concilio, influenciado en máxima parte por el emperador, que con una nueva legislación quería volver a poner orden en las relaciones, no fue sin embargo nunca reconocido por los Papas. La práctica adoptada por la Iglesia de Oriente se remonta precisamente a este momento. Después, cuando a partir de los siglos XVI y XVII, y sucesivamente, distingas Iglesias ortodoxas volvieron a la Iglesia de Occidente, en Roma se planteó el problema acerca de cómo comportarse con el clero casado de esas Iglesias. Los distintos Papas que se sucedieron decidieron, por el bien y la unidad de la Iglesia, no pretender ninguna modificación, por parte de los sacerdotes que habían vuelto a la Iglesia madre, de su modo de vivir.
Basándose en una motivación similar se funda también la dispensa papal del celibato concedida −a partir de Pío XII− a los pastores protestantes que se convierten a la Iglesia católica y que desean ser ordenados sacerdotes. Esta regla ha sido recientemente aplicada también por Benedicto XVI a los numerosos prelados anglicanos que desearon unirse, en conformidad con la constitución apostólica "Anglicanorum coetibus", a la Iglesia madre católica. Con esta extraordinaria concesión, la Iglesia reconoce a estos hombres de fe su largo y a veces doloroso camino religioso, que con la conversión ha llegado a la meta. Una meta que, en nombre de la verdad, lleva directamente a los interesados a renunciar también al sustentamiento económico percibido hasta ese momento. Es la unidad de la iglesia, bien de inmenso valor, la que justifica estas excepciones.
Pero aparte de estas excepciones, se plantea la otra pregunta fundamental, es decir: la Iglesia, ¿está autorizada a renunciar a una evidente herencia apostólica??
Es una opción que se toma en consideración continuamente. Algunos piensan que esta decisión no puede ser tomada sólo por una parte de la Iglesia, sino por un Concilio general. De este modo se piensa que, aunque sin implicar a todos los ámbitos eclesiásticos, al menos para algunos se podría aflojar la obligación del celibato, incluso abolirlo. Y lo que hoy parece aún inoportuno, podría ser realidad mañana. Pero si se quisiera hacer esto, se debería reproponer en primer plano el elemento vinculante de las tradiciones apostólicas. Y aún nos podríamos preguntar si, con una decisión tomada en sede de Concilio, sería posible abolir la fiesta del domingo que, si queremos ser escrupulosos, tiene menos fundamentos bíblicos que el celibato.
Por último, para concluir, permítaseme avanzar una consideración proyectada en el futuro: si sigue siendo válida la constatación de que cada reforma eclesiástica que merece esta definición debe surgir de un profundo conocimiento de la fe eclesiástica, entonces también la disputa actual sobre el celibato será superada por un conocimiento más profundo de lo que significa ser sacerdote. Y si se entiende y enseña que el sacerdocio no es una función de servicio, ejercida en nombre de la comunidad, sino que el sacerdote −en virtud de los sacramentos recibidos− enseña, guía y santifica "in persona Christi", tanto más se entenderá que precisamente por esto él asume también la forma de vida de Cristo. Y un sacerdocio así entendido y vivido volverá de nuevo a ejercer una fuerza de atracción sobre la élite de los jóvenes.
Respecto al resto, es necesario aceptar que el celibato, así como la virginidad en nombre del Reino de los Cielos, seguirán siendo siempre, para quien tiene una concepción secularizada de la vida, algo irritante. Pero ya Jesús decía a este propósito: “Quien pueda entender, que entienda”.
Cardenal Walter Brandmüller
(Publicado originariamente en Il Foglio, el 13 de julio de 2014)
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