Joaquín Navarro-Valls habla de su trabajo al frente de la Sala Stampa; pero sobre todo de la persona que acompañó durante esa época: del jefe, del padre, del amigo… del santo
La voz de Joaquín Navarro-Valls (Cartagena, 1936) recuerda el eco de aquélla de Juan Pablo II. Al frente de su oficina de prensa durante veinte años, fue como la sombra del Papa polaco. Nunca quiso aparecer, pero siempre estaba ahí; en un silencioso señorío. El 6 de mayo de 2010, la UIC lo invistió Doctor Honoris Causa −junto al médico Valentí Fuster− y, entonces, publicamos una breve entrevista en Newsuic. Otra, más larga, salió publicada en la revista Mundo Cristiano. Con motivo de la canonización del papa polaco y de Juan XXIII del domingo 27 de abril, nos ha parecido interesante volver a publicar la entrevista, con algunas cosas entonces inéditas. Aquí, Navarro-Valls habla de su trabajo al frente de la Sala Stampa; pero sobre todo de la persona que acompañó durante esa época. Del jefe, del padre, del amigo… del santo.
Navarro-Valls es un hombre con un corazón de metal. Como el bronce; se funde cuando se le acerca el calor. Señor, elegante. Serio y divertido a la vez. Duro y difícil de descubrir su interioridad pero frágil: es lo que tiene ese estar quasi in oculto detrás de un santo cargado de personalidad. Por eso, cuando le preguntaron sobre su estado de ánimo ante la inminente muerte de Juan Pablo II, le faltó esa voz que fue del Papa. Reservado para mostrar sus sentimientos, y siempre dispuesto a luchar de sol a sol para ser un buen profesional, en ese momento tenía que decir que su amigo Karol Wojtyła estaba falleciendo. Y la pregunta de su colega… sencillamente le pudo: “Nunca había visto al Papa igual”. Fue su respuesta.
¿Que si éramos amigos?… ¿Qué es la amistad? ¿La mutua confianza? ¿Tener cosas en común? Desde este punto de vista, creo que no hay duda… Con toda la distancia y con todo el respeto que le tenía, estuvimos mucho tiempo juntos. En la salud y en la enfermedad; en el trabajo y en los viajes; en los momentos difíciles y en otros de más tranquilidad… Pero sobre todo por la propia generosidad de Juan Pablo II, que abría las puertas de su amistad y de sus reflexiones personales más íntimas. Si a eso se le quiere llamar amistad, pues sí: éramos muy amigos.
¿Le mostraba su afecto?
Sí, ¡claro! Por mencionar un ejemplo: mi padre enfermó gravemente y tuve la suerte de poder venir de Roma porque no había nada urgente en el trabajo, y estuve con él los dos últimos días. Cuando falleció, volvía yo de la clínica, con mi madre y, al entrar en casa, sonó el teléfono. Lo descuelgo: “Come sta la mamma?” ¡Era el mismísimo Papa! “Bien, Santo Padre; triste, pero con fuerza. −Bueno; vamos a rezar juntos por ella…”
La sorpresa de su madre no debió ser pequeña…
No, no…: “¡El Papa!”… Lo que más me impresionó fue cómo, con las veintiocho mil cosas que tendría el Papa en la cabeza, supiera que mi padre acababa de fallecer y consiguiera el teléfono y llamara en ese preciso instante.
¿Conocemos poco a Juan Pablo II?
Era una personalidad tan rica que no es fácil conocerla toda… Se ha escrito, pero queda mucho por decir. Por ejemplo, ¿era un hombre que decidía rápidamente, o digería las cosas durante años? Era más bien reflexivo… Lo que acabó llamándose la “jornada del perdón”, en el jubileo del año 2000, era un tema que estaba en su cabeza desde hacía seis años. Lo pensó, estudió los pros y los contras, lo rezó…
Algunos pensarían que la prensa lo podría aprovechar para atacar a la Iglesia, ¿no?
Sí, algunos pensaban así. Otros, le decían que sí, se podría hacer, pero después de un estudio exhaustivo de aquello por lo que se pedía perdón; otros no estaban nada convencidos… El Papa lo fue madurando y al final, lo hizo.
¿Cuál fue la respuesta?
No sólo se valoró y apreció mucho −tanto desde dentro el cristianismo, como desde fuera−, sino que con el tiempo hubo una reacción en cadena: países, instituciones de todo tipo…, que pedían perdón; a menudo no a Dios, porque no eran creyentes, sino a sus antepasados a los que supuestamente habían ofendido. Aquél acto tuvo mucho valor porque fue un Papa quien inició algo así.
¿Qué fue lo que más le impresionó de Juan Pablo II?
Era un verdadero hombre enamorado; un cristiano que miraba siempre más allá de sí mismo. Para él, Dios era su gran pasión, y estando con él, se hacía muy evidente que no obedecía a un código de leyes, sino a una Persona, a Alguien a quien confiar la propia existencia. Y esto le hacía tener los pies bien anclados en el suelo: era un hombre de extraordinario buen humor. No lo abandonó nunca, hasta el momento de su muerte. La mayor parte de fotografías, filmaciones… que conservamos de él proceden de actos públicos, misas…; no son la mejor ocasión para mostrar toda su capacidad de buen humor. Había que verlo estando con él horas y horas, un día y otro, y en muchísimas otras circunstancias.
¿Era, esto, parte de su santidad?
Así, a simple vista, podría parecer que estar de buen humor forma parte de la peculiaridad de la persona… Pero a mí me parece que es una constante en la vida de los santos. A los 16 años es casi obligatorio tener buen humor: es como parte de la biología; a los 40, cuando hay algún problema profesional, un roce con la mujer, el hijo que me sale un poco rana…; entonces, es más difícil. Pero a los 80, mantener el mismo buen humor que cuando se es joven, teniendo el peso que tenía el Papa entonces, con todos los males que padecía… eso no podía proceder más que de alguien que se sabía creado por Dios −que no es fruto del ocaso, por tanto−, y esa convicción le daba un sentido muy optimista de la vida, algo que, por otro lado, es muy propio del cristiano y concretamente de las personas santas.
A veces se decía que, en sus últimos años de vida, el Papa exhibía demasiado sus achaques…
No creo que el Papa exhibiera nada, lo que pasa es que no estaba dispuesto a que sus límites le impidieran realizar lo que tenía que hacer. En una ocasión, alguien le dijo: “Santo Padre, estoy muy preocupado por la salud del Papa −Yo también estoy muy preocupado por la salud del Papa”, le respondió… Es decir, era plenamente consciente de los límites físicos que se le iban imponiendo, pero no reaccionaba con momentos de rebeldía interior, sino que los incorporaba a su misión pontifical. Y ya está.
Recuerdo una vez, en una de sus últimas apariciones desde la ventana de su habitación, que hizo un gesto con la mano, como quejándose…
Por decirlo todo: antes de salir por la ventana −yo estaba también con él−, podía decir alguna palabra. Así, claro: fiado que podría hablar algo, de repente se encuentra con que no podía. Se quedó bloqueado… De ahí ese gesto de contrariedad: “¡pero si hace cinco minutos pude decir algo!”.
¿Santo súbito?
Esas pancartas del día de su funeral me recordaron que durante siglos era el pueblo quien proclamaba la santidad de una persona, hasta que Urbano VIII creó el procedimiento que hoy rige en la Iglesia. Y la verdad es que no me haya sorprendido la rapidez con la que está yendo todo su proceso. Como tampoco me sorprendió que antes de que se comenzara se recibieran miles de mensajes que pedían una manifestación pública de la santidad de Juan Pablo II; también de personas que no eran ni católicas ni siquiera cristianas. Hubo la percepción virtualmente unánime de que había cumplido con su proyecto, por decirlo de algún modo. Al menos yo lo interpreto así: la santidad no es un capricho; no es una “santificación”, sino la certificación de que la persona en cuestión ha realizado en su vida el proyecto por el que había sido creado.
Un proyecto que le llevaría a quedar exhausto…
Sí. Había algunos días que acababa humanamente que ya no podía más. Y descansaba mucho menos de lo que habría sido necesario y conveniente para su salud… Algunas veces, cogíamos un coche don Estanislao, el Papa y yo, salíamos por una puerta lateral y…
¿Se escapaban?
Bueno, si quiere llamarlo así… Queríamos que descansara. Nos íbamos a un pequeño lugar no lejos de Roma, dormíamos ahí, y al día siguiente esquiábamos dos o tres horas… No se enteraba nadie más que las tres o cuatro personas que tenían que saberlo, y nos volvíamos a casa. Eso sí: yo me ponía de los nervios por medio del caos circulatorio de Roma, en un coche con el Papa, parando en todos los semáforos: “¡Dios mío! Con el Papa aquí, ¡verdaderamente esto es una página de la historia…!”.
¿No pasó nunca nada?
No, nunca, gracias a Dios. En excursiones por la montaña, a veces le reconocían, y le paraban: un niño en la cola del telesilla, una pareja que, en perfecto alemán entabló una conversación de unos minutos con él, en la frontera con Austria… Todo con perfecta naturalidad.
Ya se ve que, el suyo, era un trabajo muy variado…
Sí, la verdad; y ha sido un trabajo apasionante. Muy intenso, pero apasionante y extraordinario. Profesional y personalmente. Estaba conociendo la historia, mientras la vivía y eso es algo impagable.
¿Por qué cree que Juan Pablo II se fijó en un hombre que, al fin y al cabo, no dejaba de ser un periodista más?
No lo sé. Ni lo sé, ni nunca se lo pregunté. Cuando me llamaron al despacho para decirme que el Papa quería comer conmigo, yo no me lo creía: pedí a mi secretaria que comprobara si era cierto. Y cuando el Santo Padre me lo propuso, dudé aceptarlo; y una vez que lo hice me di cuenta de que tenía que cambiar mis preferencias, mis prioridades… Entonces pensaba que era un trabajo fundamentalmente dirigido a la prensa y a los periodistas, pero enseguida me di cuenta de que no era así: era un trabajo para la opinión pública mundial. Tenía que dedicar mucho tiempo, pensando que cuando me levantaba, en Oriente hacía rato que se habían levantado y, cuando nos acostábamos, más allá del Atlántico tenían varias horas de trabajo por delante. Además, no se trataba de cambiar un sistema comunicativo, sino que en el fondo había que modificar una mentalidad ¡de siglos!
¿Y el Papa le entendió?
“Santo Padre −le dije−, ¿usted quiere, de verdad, que se mejore la comunicación del universo de valores humanos y cristianos de los que hoy el Papa y la Iglesia son portadores? −Sí, exactamente. −Pues entonces hay que cambiar bastantes cabezas… no las personas, sino los modos”. Lo comprendía perfectamente. No podíamos ir pensando que lo mejor es que nos dejaran en paz y que, al menos, pudiéramos hacer. Este es un ideal que, por lo menos yo, no comparto. Había que ser muy transparente.
¿No le vino nunca el pensamiento de “ya no puedo más”?
¡Muchas veces! Algunos días llegaba a un cansancio, no sólo físico, sino psíquico, por decirlo de algún modo… No sé si el Papa también −a una escala distinta− se lo habría planteado alguna vez… Cuando esto se le presenta a una persona, lo que necesita es un descanso, de al menos 24 horas: caminar, leer… lo que sea. En alguna ocasión le planteé que había que ir pensando en mi relevo, y él me respondía con el mismo tono de humor de siempre: “mmm…; interesante que el doctor Navarro me diga que hay que pensarlo…: recuérdemelo dentro de cinco años”. Y así, ¡hasta tres veces!
¿Por qué cree que ha sido un Papa tan apreciado? ¿Mediático?
El truco de la buena comunicación está en tener algo que decir, y saberlo decir cómo hay que hacerlo. Juan Pablo II ha hablado muy claro en una época de ambigüedad, y eso era lo que atraía. No fue el Papa de la imagen, sino la persona que decía una cosa muy seria, en un momento preciso que era necesario que lo dijera; y además, lo decía muy bien.
“Muy bien”, porque sabía transmitirlo…
Porque sabía transmitirlo y se ponía, en cada preciso momento, en la mente de quien le escuchaba. El tono de su magisterio era este: muy distinto cuando estaba con los jóvenes que cuando hablaba en la ONU o en Jerusalén, o en la mezquita de Damasco. Juan Pablo II no es que animara a los jóvenes, sino que les decía: “vosotros podéis ser mejores de lo que los demás os dicen que podéis ser. Vosotros sois muy superiores a todas las hipótesis sobre vosotros mismos y que la cultura os está mostrando”. “Sois muy superiores”: aquél lenguaje daba de lleno en la gente que lo escuchaba. Y, evidentemente, no todos eran católicos o cristianos en esas grandes concentraciones mundiales.
¿Se daba cuenta, el Papa, de la figura histórica en la que se convertía?
No lo sé; aunque lo cierto es que no se fijaba en eso. Su mente estaba tan focalizada en que tenía que hacer lo que creía que Dios le pedía, que los hechos históricos, la figura histórica, lo que de eso iba a quedar… eran consideraciones que no interferían. Pero, efectivamente, este Papa ha tenido un papel muy importante en la historia del siglo XX.
El Papa que venció el comunismo, dicen…
Sí, es lo que se dice…; de todos modos, habría que hacer una larga exégesis de esta frase, y no es el momento. Tres grandes líderes: Reagan, Gorbachov y Juan Pablo II; cada uno de ellos ayudó a superar el comunismo soviético, a archivarlo. Un sindicato como Solidarnosc… En fin, es un tema sugerente y hay que explicarlo muy bien: su primer viaje a Polonia, la reacción posterior y de cómo las ideas maduraron durante un período largo de tiempo −diez años− y cómo la cúspide de todo eso fue el encuentro del 1 de noviembre de 1989, del primer secretario soviético de la historia con un Papa, y el happy end final… todo eso es una página muy importante de la humanidad y hoy día, no hay historiador del mundo que no acepte y vea, valore y estudie con atención lo que ha significado la figura de este Papa.
Cuando oyó que el muro había caído…
No le extrañó nada… Como si dijera: “bueno, estamos trabajando por esto, ¿por qué os sorprendéis?”
Y a usted, ¿le sorprendió?
Lo que estábamos viendo durante esos días era realmente espectacular. Alemanes que salían por la frontera de Checoslovaquia, otros por Hungría; Gorbachov que se había reunido con Honecker, unas semanas antes, y éste no quería dar la orden a las tropas de actuar…; y el muro se caía: son años que hay que estudiar con todos los elementos.
También ha trabajado casi dos años con Benedicto XVI: ¿hay mucha diferencia?
Las comparaciones son muy arriesgadas… Intelectualmente, hasta cierto punto, el Papa Benedicto es una persona irrepetible. Cada uno es como es, con unas diferencias inmensas; pero, a la vez, no podemos olvidar que Benedicto XVI, siendo cardenal, fue el primer colaborador que Karol Wojtyła llamó a Roma; que varias veces, cuando Ratzinger cumplió 75 años, pidió al Papa dejarlo marchar a Múnich, donde quería dedicar lo que él decía los últimos años de su vida, a leer y estudiar, y no lo dejaba irse. Además, Benedicto XVI es el Papa de toda la historia de la Iglesia que con más biografía a sus espaldas llegó a la sede de Pedro; de campos extraordinarios que van desde la teología ética a la cultura general… Y todo eso no significa que uno no sea polaco y el otro alemán, eso está claro…
Ha sido, usted, un hombre privilegiado
Bueno, Dios ha querido que así fueran las cosas… Ahora yo he vuelto a mi primer amor profesional. Tenía las baterías ya un poco descargadas y ahora las estoy cargando y he vuelto a la medicina, aunque en realidad no lo había abandonado del todo en estos años… Ahora, miro atrás y veo todo lo que he vivido y me parece increíble. Y no me cabe otra opción que agradecer esta posibilidad que ha habido en mi vida.
(*) Entrevista de Jaume Figa i Vaello
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