Este es el mensaje del Papa: hay que sacar la Iglesia de su entorno y volver a mostrarla y a mirarla con ojos nuevos, con sencillez, que es también una forma de pobreza, de despojarse de lo superficial y engalanado
Se ha cumplido un año desde la elección del Papa Francisco. Este tiempo ha sido más que suficiente para que el Santo Padre se haya convertido en un referente social indiscutible, tanto para los miembros de la Iglesia como para el resto del mundo, y en uno de los agentes de la vida pública más mediáticos. En el trayecto se ha ganado muchas simpatías y algunas (probablemente menos) enemistades.
Muchos han querido cifrar su carisma en su origen argentino, con un resquicio anacrónico y no exento de ingenuidad del pensamiento romántico conocido como volksgeist o espíritu de los pueblos. Otros, especialmente quienes le atribuyen una revolución de la Iglesia, en su formación jesuítica. No han faltado quienes proclamaban su ideología comunista (o al menos "de izquierdas" o "progresista"), ni quienes lo han ensalzado por oposición con sus antecesores.
En la mayoría de los casos, se trata de meras especulaciones porque resulta difícil −además de poco inteligente− tratar de demostrar lo indemostrable, pretender aislar la cualidad de la particularidad y dar con la fuente del magnetismo que ejerce el actual sucesor de Pedro. Ya decía Aristóteles que es absurdo exigir al retórico que haga demostraciones (como las que se realizan en las ciencias naturales). Sin embargo, es precisamente la perspectiva retórica la que puede acercarnos un poco más a entender las rarezas y/o genialidades de la actual cabeza de la Iglesia.
Recientemente, en un interesante (y muy acertado) artículo de un profesor de la Universidad de Chile, se definía al Papa como un hombre de gestos. Es bien sabido, al menos de un tiempo a esta parte, que no comunicamos solo con palabras. Por "discurso" entendemos un edificio de ideas construido con el lenguaje verbal, pero también con los firmes muros de los actos y de los gestos, y sin olvidar los vanos y rincones de lo que no se dice, lo que se entiende, lo que se insinúa e interpreta. Resultaría desproporcionado y grotesco, al menos en este contexto, un intento de análisis de todo lo que Francisco nos ha transmitido durante su breve, por el momento, papado. Lo que propongo aquí, como objetivo mucho más humilde, pero fundamental, son algunas reflexiones acerca del discurso puramente lingüístico del Papa.
En el siglo pasado (tan próximo a pesar de lo que connota la expresión), las investigaciones lingüísticas dieron un giro fundamental en su foco de estudio. Quedó atrás la distinción dual entre significante y significado y la concepción del lenguaje como un mero código que se cifra y descifra. Los avances tecnológicos y los intentos de desarrollo de la inteligencia artificial han chocado constantemente con el muro del sentido, con la dificultad de la interpretación y no han hecho más que dar mayor relieve a los verdaderos protagonistas de la comunicación, los intérpretes (tanto hablantes como oyentes); ya no meros emisores y receptores, simples codificadores y descodificadores.
No obstante, como suele ocurrir, el descubrimiento es en realidad una revisitación al pasado, una nueva mirada a lo que siempre ha estado ahí. Ya los primeros retóricos (y de nuevo sale a escena Aristóteles) destacaban la importancia de construir el discurso adaptado al público, es decir, a los interlocutores y a la situación de cada enunciado lingüístico. Y este es quizás uno de los puntos por los que el lenguaje del Papa más capta la atención. No en vano, el carisma es, en sentido trascendental, un don del Espíritu Santo, del mismo modo que aquellas lenguas de fuego sobre los apóstoles.
Del lenguaje del Papa se ha dicho que es directo y sencillo. En algunos casos se le ha reprochado, incluso, una actitud infantil, impropia de la solemnidad del cargo. Estas observaciones se han hecho siempre atendiendo a las declaraciones orales (incluyendo las homilías o discursos), no a sus escritos (distinción que no carece de importancia); y precisamente por estas ha entrado con pasos de gigante en el sistema mediático; razón por la que vamos a pararnos en ellas.
La característica quizás más destacada del lenguaje del Papa, que se intuye ya en la impresión de estilo directo, sencillo y cercano, es probablemente una tendencia a lo coloquial, a la forma de la conversación íntima. De hecho, el ejemplo más prototípico de lenguaje oral es el de la conversación entre amigos, es decir, el de lo coloquial. El discurso del Papa, siendo muchas veces (obviamente) preparado (planificado y, por ende, no espontáneo), se acerca mucho más a este extremo de la escala gradual entre lo oral y lo escrito. El propio Francisco nos daba la clave del análisis cuando, en un encuentro con la clase dirigente en Brasil, explicaba que su consejo era siempre el mismo: «diálogo, diálogo, diálogo». Se aprecia con más claridad atendiendo a las principales diferencias −siempre graduales− entre el discurso oral y el discurso escrito.
El discurso oral es un discurso espontáneo (al menos en apariencia) y una muestra clara de espontaneidad son las bromas con las que a veces Francisco ha sorprendido a sus interlocutores, como cuando se dirigió al presidente de Venezuela con estas palabras: «Rece por mí... Pero rece a favor, no en contra, ¿eh?»; o cuando hablaba de una de sus lecturas recientes, un libro de un cardenal, y añadía: «Pero no penséis que hago publicidad a los libros de mis cardenales, ¿eh?». En ambos casos, como en otros muchos, se observa la interpelación directa al oyente a través de la interjección "eh" o con la utilización de las formas verbales de segunda persona del singular, del tú («A veces estoy enfadado con uno, o con una… pero… olvídalo, olvídalo, y si te pide un favor, hazlo») o del vos argentino («Por supuesto que van a hacer ‘macana', sabés»).
Estas interpelaciones al interlocutor constituyen otro de los rasgos propios del lenguaje oral, que suele reflejarse en la presencia de lo que los lingüistas llamamos "reguladores fáticos", como la mencionada interjección. También las redundancias, y algunas expresiones como "de verdad", en el siguiente ejemplo, cumplen el cometido de asegurar en este tipo de intervenciones la recepción del mensaje por parte del oyente y su aceptación: «En la curia hay gente santa, de verdad, hay gente santa», decía en una ocasión. Quizás la causa principal de esta implicación de los participantes de la conversación, y otra característica destacada de este tipo de lenguaje, es que presenta una cercanía entre los interlocutores, una simetría convencional, sin jerarquía, entre hablante y oyente, como puede observarse en lo dicho hasta aquí.
A propósito de estos ejemplos se intuye otro de los rasgos definitorios del lenguaje coloquial: el vocabulario de registro informal, poco específico, porque se tratan temas cotidianos, cercanos. Encontramos muchos ejemplos de ello entre las declaraciones más sonadas del Papa, como «hagan lío», «van a hacer "macana"», «no balconeen la realidad», «pongámosle la oreja a los jóvenes», o metáforas del entorno cercano, familiar (en las que nos pararemos más adelante), como «Dios es nuestro papá», «Jesús es nuestro abogado defensor», «la Iglesia no puede hacer de "niñera" de los cristianos», o «sed pastores con "olor a oveja"». Un ejemplo claro de este último grupo son las metáforas del mundo del fútbol que empleó en su visita a Brasil: «jugar hacia adelante» o «Jesús nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo».
No debe confundirse esta impronta oral con un mensaje vacío de contenido o infantil. Tampoco con el lenguaje de lo políticamente correcto, que suele ser, por el contrario, enrevesado, indirecto. Debemos aceptar que resulta difícil convencer a los no católicos (y a un buen número de católicos) de que lean y aprendan la doctrina de la Iglesia, de que tengan como lectura de cabecera, en la mesita de noche, la última encíclica papal, un manual de Derecho Canónico o, simplemente, el catecismo. Estar alejado de la Iglesia resulta más cómodo que estar en ella y los discursos demasiado específicos, a veces casi herméticos (que son muy útiles para quien tiene el deseo de profundizar) resultan un reclamo poco convincente.
La verdad debe ser para todos, no para unos privilegiados y no basta con no ocultar nada, porque la lejanía intelectual (o incluso el rechazo social aprendido) son a veces los candados más fuertes. Naturalmente que hay que profundizar en el conocimiento, pero para darlo a los demás (y no solo a una elite). Hay que simplificar el mensaje para adaptarlo al público no especializado, sin que por ello pierda contenido esencial («La fe es entera, no se licúa»). Jesucristo no hablaba a especialistas, no predicaba solo a los maestros de la Ley. Se rodeó de gente llana, de escasa formación, y no por ello su mensaje fue infantil o simplón.
Vivimos en la sociedad de la inmediatez, donde las respuestas se buscan en el aquí y ahora, y mejor si pueden ser masticadas y digeridas. El mensaje del Papa es el del buen retórico o el del buen publicista −la publicidad no es de por sí mala ni engañosa− que confía en la bondad de su producto y sabe que no necesita explicar al detalle su funcionamiento (el producto ya lleva su libro de instrucciones, para leer tranquilamente en casa cuando sea necesario, y un gran equipo post-venta y de asesoramiento), porque si el "cliente" lo prueba, no se defraudará. En el mundo clásico llamaban a esto la captatio benevolentiae, es decir, la obtención de un interés positivo. El propio Papa lo resumía muy bien al decir que el mensaje cristiano debe centrarse «en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante».
La sociedad actual se caracteriza en gran medida por la cultura de lo visual. La vista es sin duda el sentido más prestigiado y, si se quiere llegar a un público amplio, es de gran ayuda recurrir al lenguaje figurado, capaz de transmitir una imagen o un concepto a la mente del receptor sin necesidad de grandes explicaciones. Ya hemos visto que el Papa ha recurrido con frecuencia a este tipo de lenguaje, con referentes en el entorno más inmediato y conocido de sus oyentes, como las relaciones familiares, la jerga juvenil («¿Estáis dispuestos a entrar en esta onda de la revolución de la fe?»), el fútbol o cualquier otro aspecto de la vida cotidiana («Hay licuado de naranja, hay licuado de manzana, hay licuado de banana, pero, por favor, no tomen licuado de fe»).
Sin embargo, hay un tipo de lenguaje metafórico (muy visual) que ha predominado en el discurso del Papa, el de lo espacial y del movimiento: «Salir de nosotros mismos para ir a la periferia», «Jugar hacia adelante», «Quiero que se salga fuera. Quiero que la Iglesia, las parroquias, los colegios salgan a la calle», «Hay que abrirse», «Por favor, no os encerréis. […] La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Hacia dónde? Hacia las periferias existenciales», «El aburguesamiento del corazón nos paraliza», «No balconeen la realidad» o «Es importante saber acoger».
Todas ellas señalan al mismo camino y tienen una coherencia absoluta con la función del lenguaje coloquial que se ha descrito más arriba: la Iglesia debe llevar (acercar) su mensaje a los demás, no guardarlo para sí, sustituir el lenguaje beligerante por el acogedor. Otra vez, además, se puede constatar que el Papa no ha inventado nada nuevo, radicalmente distinto al mensaje de la Iglesia desde sus orígenes. También Jesús hablaba con imágenes y la parábola era una de sus formas más habituales de enseñanza.
Entonces, podríamos preguntarnos, si no hay nada nuevo, ¿por qué llama tanto la atención el lenguaje del Papa? En literatura, la corriente de estudiosos conocidos como los formalistas rusos empleaba el concepto de desautomatización para explicar la diferencia del lenguaje literario frente al cotidiano. A menudo la realidad está tan presente, durante tanto tiempo, que se hace invisible. Dejamos de prestar atención a lo que nos rodea y nos olvidamos de ello. Hacemos muchas cosas automáticamente, sin ser conscientes.
En el universo del arte, las vanguardias se dieron cuenta de ello e insistieron en la necesidad de volver a descubrir la realidad, de mirar con ojos nuevos, como de extranjeros, aquello que nos rodea, para tomar consciencia de sus dimensiones, de su belleza. La Iglesia tiene ya muchos años y quizás se ha automatizado su mensaje, se han incorporado ciertas rutinas y en muchos casos se ha perdido el entusiasmo, la sencillez y la claridad de sus orígenes. Es necesario redescubrirla, volver a repensar lo esencial. Este es el mensaje del Papa. Hay que sacar la Iglesia de su entorno y volver a mostrarla y a mirarla con ojos nuevos, con sencillez, que es también una forma de pobreza (qué bien escogido el nombre de Francisco), de despojarse de lo superficial y engalanado.
Alberto de Lucas. Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra
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