Vale la pena que también en el próximo Sínodo se aliente a las familias para que descubran las maravillas de la Gracia de Dios en sus hogares, y puedan dar así el testimonio de Indisolubilidad matrimonial
En la oración hecha pública por la Santa Sede, para uso de los fieles que deseen pedir la intercesión del nuevo santo Juan Pablo II[1], se recogen las palabras que dan título a este escrito, y se añade, entre otras peticiones:
“Tú advertiste el asalto de Satanás contra esta preciosa e indispensable chispita de Cielo, que Dios encendió sobre ella tierra. San Juan Pablo, con tu oración protege las familias y cada vida que brota en la familia”. De ése asalto todos somos testigos.
En la homilía de la Misa de la Canonización, el Papa Francisco señaló a Juan Pablo II como el “Papa de la familia”. No hizo ninguna mención explícita a ningún documento ni a ninguna actuación de Juan Pablo II que justificasen el título atribuido; en la cabeza de todos estaban, sin embargo, la Exhortación Apostólica Familiaris consortio y la Carta a las Familias, dos escritos del recién santo, que justificaban sobradamente el título.
El Papa dijo textualmente: “Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene”.
Como ya he escrito hace unas semanas, el próximo Sínodo de la Familias tuvo, en mi opinión, “un mal comienzo”; y parece que muchos quieren seguir ahondando en ese “mal comienzo”, provocado por la cuestión planteada por Kaspers, por cierto, solo al final de su largo discurso, sobre la comunión de los divorciados vueltos a casarse civilmente; como si fuera ése el problema más importante y fundamental que tiene que afrontar hoy cualquier consideración sobre la familia, llevada a cabo en el seno de la Iglesia, como es el caso de un Sínodo.
El más urgente y necesario −y pienso que puedo decir: sin duda alguna− es el de subrayar el pensar de Dios sobre la Familia, la dignidad a la que el Señor ha elevado la familia al instituir el Sacramento del Matrimonio.
“Queridos por Dios con la misma creación, matrimonio y familia está internamente ordenados a realizarse en Cristo y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado y ser devueltos a su ‘principio’, es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del designio de Dios” (FC. n. 3).
Para llevar a cabo ese “designio”, con el que el hombre y la mujer −en plena comunión personal− cooperan con Dios en la Creación, en la Redención, en la Santificación del mundo, Cristo ha elevado a Sacramento la unión natural entre hombre y mujer. Dios se compromete con cada matrimonio cristiano para darle la Gracia que necesite para llevar a cabo el “designio divino”.
“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, ha repetido la Iglesia a lo largo de los siglos, y lo seguirá recordando a todos los oídos y a todos los vientos.
“La comunión conyugal se caracteriza no sólo por la unidad, sino también por su indisolubilidad: Esta unión intima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exige la plena fidelidad de los cónyuges y reclama su indisoluble unidad” (FC. n.20).
“Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (FC. n. 20).
La Iglesia es, ciertamente, “hospital de campaña”, y ha de curar todas las heridas, cada una con un protocolo particular. Pero antes, y para ser “hospital de campaña”, ha de ser, y es, engendradora de vida y de amor, por eso vale la pena que también en el próximo Sínodo aliente a las familias para que descubran las maravillas de la Gracia de Dios en sus hogares, y puedan dar así el testimonio de Indisolubilidad matrimonial que subrayó Juan Pablo II:
“El don del Sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad (…) Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más precioso y urgente de las parejas cristianas de nuestro tiempo” (FC. n. 20).
Fortalezcamos el edificio −la Familia− y la solidez de la estructura hará más fácil reparar las grietas de las paredes. Y como entre los trabajos que desarrolló, Juan Pablo II también dedicó horas a reparar casas destruidas, no está demás decir que “Bendiga las familias, que Bendiga cada familia”
Ernesto Juliá Díaz
[1] La oración, compuesta por el Cardenal Angelo Comastri, Vicario General del Papa para la Ciudad del Vaticano, reza así:
Oh San Juan Pablo II. Desde la ventana del cielo danos tu bendición. Bendice la Iglesia que tú has amado, servido y guiado, empujándola con valentía por los caminos del mundo para llevar a Jesús a todos, y a todos a Jesús. Bendice a los jóvenes que han sido tu gran pasión. Enséñales a soñar, enséñales a mirar a lo alto para encontrar la luz, que ilumina los caminos de la vida.
Bendice las familias, bendice cada familia! Tú que has advertido del asalto de Satanás contra esta preciosa e indispensable chispa del cielo que Dios ha encendido en la tierra. San Juan Pablo, con tu oración protege la familia y cada vida que florece en la familia.
Ruega por el mundo entero, todavía marcado por tensiones, guerras e injusticias. Tú que has combatido la guerra, invocando el diálogo y sembrando el amor: ruega por nosotros, para que seamos incansables sembradores de paz.
Oh San Juan Pablo, desde la ventana del cielo, donde te vemos próximo a María, haz descender sobre todos nosotros la bendición de Dios. Amén.
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