La Iglesia no hace santos; a los santos sólo los hace Dios mismo
Toda canonización es ante todo un acto de alabanza a Dios que siembra el tiempo y la historia con santidad encarnada en la vida de hijos suyos que han respondido con entrega libre a la acción de la gracia
Asistíamos ayer a la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, en una liturgia solemnísima y a la vez, para muchos, entrañable por tratarse de dos personas tan cercanas a nosotros, especialmente el Papa Wojtyla. Son miles y miles de personas −yo mismo, entre ellos− que guardan entre sus recuerdos fotografías en las que, más cerca o más lejos, aparecen con San Juan Pablo II.
¿Qué ha cambiado con la canonización de estos dos Papas? Ha cambiado que desde el domingo aparecen inscritos en el canon, en la lista de los santos que la Iglesia reconoce como tales de manera pública y cierta: los cristianos que aparecen en esa lista, con toda certeza, gozan de la contemplación de Dios, y son modelos e intercesores para los cristianos.
Ha cambiado también que, a partir de ahora, la memoria litúrgica de estos dos nuevos santos −memoria que, como Beatos, estaba sujeta a algunas limitaciones− se extiende a toda la lglesia que en adelante celebrará la fiesta de San Juan XXIII el 11 de octubre de cada año, y la de San Juan Pablo II, el 22 del mismo mes.
Una alabanza a Dios
A la certeza de la santidad de sus hijos llega ahora la Iglesia después de un proceso cuidadoso y exigente que pone de relieve la heroicidad de vida y la caridad perfecta de aquellos cuya vida y obras es meticulosamente examinada a la luz del Evangelio. No siempre ha sido así; en los primeros siglos la santidad de vida de un cristiano que había fallecido se reconocía por la aclamación del pueblo cristiano.
Algo de esto sucedió a la muerte de Juan Pablo II, cuando la muchedumbre en tantos lugares proclamaba la santidad de vida de quien había mostrado una plena identificación con Jesucristo y un pastor heroicamente entregado a su ministerio. Más allá de la definición formal de canonización −inclusión en el canon de los santos− es posible desentrañar el significado profundo que encierran las canonizaciones.
En realidad, la canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II no los ha hecho santos. No son más santos hoy que ayer. La Iglesia no hace santos; a los santos sólo los hace Dios mismo. Por esa razón, toda canonización es ante todo un acto de alabanza a Dios que siembra el tiempo y la historia con santidad encarnada en la vida de hijos suyos que han respondido con entrega libre a la acción de la gracia.
No glorificamos a hombres, no nos glorificamos nosotros por nuestra gran capacidad de heroísmo, sino que glorificamos las obras de Dios hechas vida, ejemplo, entrega en la existencia de los santos. Es Dios el único que puede hacer santos. Lo enseña con toda claridad el Catecismo de la Iglesia Católica: «Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores» (número 828).
Una consecuencia de la canonización de los santos es que no puede caber duda de su santidad. Una vez canonizados, la Iglesia compromete su autoridad al afirmar que los santos son verdaderamente santos, es decir, viven en la gloria de Dios porque han sido fieles a la gracia hasta el final de su vida.
La fórmula de canonización −utilizada por el Papa Francisco− no deja de impresionar: «En honor de la Santísima Trinidad (...) con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, y la nuestra (...) declaramos y definimos santos a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II...». La canonización, en cambio, no significa que todo lo que los santos hicieron constituía un acierto en los diversos órdenes de la vida. Los santos pudieron equivocarse en su vida en las diversas actividades que desarrollaran, pero en ellos el poder de la gracia venció a la fuerza del pecado. No es posible, por tanto, dudar de la santidad de los que han sido canonizados: lo asegura la Iglesia y si alguien se aparta de su juicio atenta contra la unidad y la autoridad de la misma.
«Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia». Estas palabras se encuentran en un documento de Juan Pablo II. La inspiración de esa afirmación no es otra que el Concilio Vaticano II que proclamó la vocación universal a la santidad de todos los bautizados; es decir, que todos los bautizados están llamados a ser «esos santos y santas de Dios». Juan XXIII y Juan Pablo II han sido proclamados santos no por haber sido Papas, sino por haber respondido con fidelidad plena a su vocación a la santidad. Por eso, son modelos e intercesores para todos nosotros.
César Izquierdo
Vicedecano de la Facultad de Teología. Universidad de Navarra