La raíz de la aceptación −entre los jóvenes− de las enseñanzas de Juan Pablo II era que sabía hacer simpática la virtud. Cuando les hablaba, exponía la verdad y la bondad usando el apasionante argumento de una vida auténticamente humana. Y lo hacía mostrando la belleza de los valores, el atractivo universal del bien
El encuentro −como siempre festivo, rico de ideas y multitudinario− había terminado. Esta vez nos encontrábamos en el parque Blonie de Cracovia. Juan Pablo II estaba abandonando el palco. Y mientras también yo dejaba el lugar, vi una muchacha −de 18 o 19 años− que lloraba sentada. Su llanto era evidente, sin pudor, al descubierto. La pregunta era casi obvia: ¿Por qué llorar en una ocasión tan bella? La respuesta, entre sollozos, fue: “Porque él es tan santo y yo doy asco”.
He pensado muchas veces en aquella respuesta. Existen modos de presentar el bien posible, la belleza alcanzable, la ética de la existencia, pero con mucha frecuencia no resulta fácil comunicar la bondad. No se llega al centro de la persona. Las palabras parecen rozar el pensamiento sin que “convenzan”, sin que algo interior impulse la decisión a cambiar. No sólo de hacer algo nuevo, sino de ser más y distinto.
Aquella joven había captado las palabras pronunciadas por Juan Pablo II. Esas palabras la habían enfrentado no con conceptos abstractos, sino con la propia existencia cotidiana. No habían provocado un rechazo, ni una justificación, ni un movimiento de autodefensa absolutoria. Su llanto parecía expresión de la alegría de quien ha descubierto que lo mejor es posible. Más aún, que lo mejor, antes buscado en la experiencia habitual de lo efímero, de lo episódico, de lo puramente epidérmico, no era lo mejor. Por esto, en el fondo, aquel llanto era el descubrimiento y la aceptación de una nueva ruta que aquella joven estaba por iniciar. Y aquel inicio gozoso, al término de una jornada cargada de sentido, era bienvenido con la forma expresiva exquisitamente humana de las lágrimas.
¿Por qué Juan Pablo II fue tan amado por los jóvenes? La respuesta es: porque lo entendían. Y, como consecuencia, lo amaban.
Lo he preguntado a los mismos jóvenes en Toronto, en Buenos Aires, en Roma, en Manila, en Santiago de Compostela… Y las respuestas, con pocas diferencias, eran frecuentemente idénticas: “Nadie, ni en mi familia, ni en la escuela, ni en la sociedad me han dicho lo que él dice. Y él tiene razón”. Sin embargo, las cosas que él decía estaban muchas veces en dirección opuesta a los presupuestos culturales del momento. ¿Por qué los jóvenes afirmaban tan rotundamente que “él tiene razón”?
Existen “educadores” que parecen poseer una claridad extraordinaria en decir qué cosa no se debe hacer y qué cosa no se debe ser, pero que parecen no tener la misma claridad para definir y comunicar qué cosa se puede ser o hacia dónde se debería caminar si se quiere ser mejor. Esta ética al revés deja en el alma la inquietud de lo ambiguo, nunca entusiasma.
Juan Pablo II afirmaba, era propositivo, no halagaba a los jóvenes con lisonjas gratuitas. Era exigente, hablaba de una realidad ardua, pero clara. Hablaba más de la belleza del amor humano que de los riesgos de una sexualidad caprichosa. Casi nunca hablaba de egoísmo, más bien de cuán estupendo sería un mundo lleno de generosidad. Al escucharle, parecía obvio que el único mundo posible sería aquel construido pensando un poco más en los otros.
La expresión “Juan Pablo II, el gran comunicador”, es cierta, pero puede inducir al error. Era un gran comunicador no tanto por el modo de comunicar −ciertamente espléndido− cuanto por el contenido de lo tratado. Comunicaba contenidos, objetivos, y por eso los jóvenes respondían a mi pregunta diciendo “él tiene razón”. No se da la razón a una bonita voz, ni a una magnífica forma expresiva. Se da la razón a quien declara la verdad, a quien afirma lo verdadero.
La raíz de esa magnífica aceptación −entre los jóvenes− de las enseñanzas de Juan Pablo II, era que sabía hacer simpática la virtud, la hacía viva, apasionante, atrayente. Más aún, necesaria. No trataba nunca de enunciar principios, de prescribir normas, de formular proposiciones abstractas. Cuando les hablaba, exponía la verdad y la bondad usando el apasionante argumento de una vida auténticamente humana. Y lo hacía mostrando la belleza de los valores, el atractivo universal del bien.
En sus diálogos con los jóvenes, el tema de fondo era la verdad de las cosas. La verdad −y, por contraste, la mentira− que puede o no estar presente en la propia existencia. En dos pinceladas contrarrestaba los sofismas engañosos con la consistencia de las cosas verdaderas. Así, lo bello, lo bueno y lo verdadero aparecían en él siempre unidos en una propuesta que podría llenar −hasta hacerla rebosar− la propia biografía. No sólo decía qué cosa es la bondad, sino que enseñaba a ser bueno.
Los jóvenes siempre se han preguntado sobre la posible relación con Dios. Y Juan Pablo II hacía ver que Dios no es un código normativo, ni una creencia, sino una Persona a la que creer, en la que esperar y con la cual vivir un amor intenso, fiel, recíproco, durante toda la vida. A Dios se le puede confiar la propia existencia; a un código moral, ni siquiera una jornada.
Esta extraordinaria concreción, congenial con su modo de ser muy directo e inmediato, correspondía con la esencia de su religiosidad cristiana, de su santidad de vida. Con los jóvenes emergía la alianza entre mensaje y vida. Los jóvenes veían que aquel modo de hablar de Dios brotaba de una experiencia personal madurada a lo largo de la vida de Juan Pablo II. No era la lectura de las páginas de un libro escrito por otro. Las palabras que oían captaban la verdad de su mensaje, aun cuando el tema fuera arduo, difícil de aceptar, de digerir y de aplicarlo a la propia existencia. Por eso, los jóvenes en Denver, Dakar, Czestochowa, decían con convicción: “El tiene razón”. Las diferencias geográficas parecían no contar: el tema de los jóvenes y del Papa era siempre el mismo y siempre nuevo. Permanentemente vivo e incisivo.
Así, aquella misma juventud que tenía como impronta de nuestra época −quizá de todas las épocas− la rebelión, el rechazo a priori del legado de los padres y de los maestros, se rendía voluntariamente a una nueva comprensión de Dios; un Dios no amenazador, sino Padre, como evidenciaban las palabras del Papa. Un Dios que iluminaba la propia existencia, de tal modo que confrontándose con El, se podía decir con serena y sincera convicción: “¡…Y yo doy asco!”.
Los jóvenes hablaban al Papa sin pudor, sabían que podían confiar en él. Aún recuerdo el dramático relato en Kampala, de una muchacha de 14 años. Había sido violada cuando regresaba al anochecer a la choza de su familia. Algún tiempo después, a causa del brutal hecho, se manifestó como seropositiva. Ahora, decía, no me queda mucho de vida. El Papa la llamó, la abrazó y fue una de las pocas veces en que lo que dijo a la muchacha no se oyó por los altavoces que él mismo había retirado. En el silencio de aquel diálogo íntimo entre la joven y el Papa, los millares de jóvenes participaban con conmoción y plegaria. Todos parecían sentir el abrazo del Papa, que en algún modo abrazaba a cada uno. Mejor: un abrazo con las heridas biográficas que cada uno tenía.
Esta era entonces −y continúa siendo hoy− mi convicción sobre el porqué de la extraordinaria relación de los jóvenes con Juan Pablo II: en él veían la fusión entre la fuerza del mensaje y la vida del Papa. Se notaba la autenticidad de una convicción y la evidencia de una dedicación plena a cuanto profundamente creía, y que después decía y mostraba con los hechos. Por eso persuadía, porque en él advertían el mejor testimonio de lo que él mismo proponía.
Joaquín Navarro-Valls
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