Tanto Juan XXIII como Juan Pablo II supieron hacer frente a situaciones nuevas y difíciles porque estaban convencidos de que su fuerza radicaba en la fidelidad a Cristo
Por deseo del Papa Francisco van a ser canonizados el mismo día sus predecesores Juan XXIII y Juan Pablo II, bien diferentes por su biografía, personalidad y situación histórica, pero muy similares en otros muchos aspectos, entre ellos su profundo y manifiesto deseo de acercar la Iglesia al mundo contemporáneo.
A partir de la Paz de Westfalia, a mediados del siglo XVII, pero fundamentalmente desde la pérdida de los Estados Pontificios ya en el siglo XIX, los Papas habían ido perdiendo influencia en la marcha de la sociedad. Desde Pío IX, y como manifestación de una actitud de rechazo ante la evolución de los acontecimientos, los Papas se habían recluido voluntariamente en el Vaticano.
Este hecho, poco importante en sí mismo pero muy ilustrativo de una mentalidad, comenzó a quebrarse con la elección de Juan XXIII en 1958. El nuevo Papa llegaba al Vaticano con un bagaje humano e intelectual de gran riqueza. Nacido en una familia modesta del norte de Italia, ya sacerdote, Angelo Giuseppe Roncalli entró al servicio de la Santa Sede, que le envió como legado apostólico a Bulgaria y luego a Turquía y Grecia, donde hubo de hacer frente a situaciones muy delicadas.
Tras la dura experiencia de representar al Papa en países sin ninguna tradición católica, fue destinado a la nunciatura de París, en donde tampoco fueron fáciles las cosas, máxime en unos años de profundas transformaciones sociales tras la II Guerra Mundial. En 1953 era designado cardenal y patriarca de Venecia, en lo que el propio Roncalli consideraba que sería su último servicio a la Iglesia, contento de regresar de nuevo a la pastoral más directa, en contacto con los fieles de una diócesis pequeña donde pronto fue posible verle entre niños y obreros, en hospitales y cárceles y siempre predicando con sencillez y con el ejemplo de una vida entregada y austera.
Por muchos motivos, entre ellos sus setenta y siete años, la elección del cardenal Roncalli como nuevo Papa en 1958 resultó una auténtica sorpresa. Muchos pensaron que el suyo sería un pontificado de mera transición, pero se equivocaron. A los pocos meses y −como él mismo indicó− secundando una inspiración divina, se atrevió a convocar un nuevo concilio, el Vaticano II, con un propósito claro: presentar a la Iglesia ante el mundo contemporáneo con un renovado esplendor. Se trataba del célebre “aggiornamento” que buscaba liberar a la Iglesia de todo aquello que con el paso de los siglos pudiera habérsele ido adhiriendo y que impedía contemplar en ella su auténtica fisonomía y descubrir su misión prioritaria: el anuncio del Evangelio a los hombres de cada generación con vitalidad siempre nueva.
Gracias a Juan XXIII la Iglesia acometió la necesaria labor de reflexionar sobre su ser y su misión en el mundo contemporáneo, en muchos aspectos tan cambiante y distinto a épocas pretéritas. Él mismo apostó por la ruptura de tensiones, a veces históricas, tanto en el ámbito de las relaciones ecuménicas como políticas, muy tensas éstas por la Guerra Fría (pudiendo recordarse el recibimiento en el Vaticano de la hija de Nikita Kruschev). Sus encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963) caminaban en esta misma línea.
Con cierta timidez, el Papa Juan también quiso romper el enclaustramiento al que se habían sometido sus predecesores. Por eso, causó verdadero júbilo su viaje a Loreto y Asís. Hoy no llama la atención que el Papa viaje, pero entonces −en 1962− constituyó toda una sorpresa. Y de hecho no supone una novedad porque Pablo VI continuó ampliando el radio de los viajes pontificios y Juan Pablo II realizó tantos que puede afirmarse que hizo del mundo su residencia. En pocos lustros se pasó de un Papa permanentemente encerrado entre los muros del Vaticano a otro que los franqueaba de manera habitual y sistemática.
Con razón se ha llamado a Juan Pablo II el Papa viajero. Las estadísticas, difíciles de superar, lo confirman: 129 países visitados y más de un 1.200.000 kilómetros recorridos. Pero estos viajes, ¿a qué respondían? Sin duda al deseo de encontrarse con los fieles católicos de todo el mundo, allí donde viven, acercándose como padre y pastor para conocer su realidad. La preocupación pastoral de Juan Pablo II, con todo, abarcaba a toda la humanidad, también a los no católicos.
Nacido en Polonia, la II Guerra Mundial y la dictadura comunista marcaron a fuego la personalidad de Karol Wojtyla, que bien pronto tuvo que aprender a vivir y a defender su fe y su vocación en un ambiente hostil. Por eso su elección en 1978 supuso también una inmensa sorpresa. Por primera vez llegaba al solio de Pedro un obispo eslavo y la Iglesia perseguida del otro lado del Telón de Acero elevaba ahora su voz desde Roma. La experiencia de largos años de ministerio sacerdotal y episcopal en circunstancias adversas avalaba el magisterio valiente del nuevo Pontífice, cuyas primeras palabras desde el balcón de San Pedro constituyeron un aldabonazo para abrir las puertas, a nivel personal e institucional, y superar cualquier temor.
El nuevo Papa pronto se convirtió en un referente moral y auténtico líder mundial, respetado y admirado unánimemente. Sus apuestas decididas por la libertad y por el diálogo le franquearon todas las puertas y le ayudaron a ir derribando todos los muros. Su valentía para denunciar las situaciones de injusticia y de pecado no le restaron, sin embargo, popularidad. Con el paso de los años, y a pesar del notorio deterioro físico al que le sometió la enfermedad, la figura de Juan Pablo II adquirió un prestigio difícilmente igualable, como así lo confirmó el hecho de que su funeral fue la mayor reunión de líderes mundiales que se recuerda.
Juan Pablo II amó apasionadamente el mundo que le tocó vivir y en el que su huella ha quedado impresa de manera reconocible, como pondrá de relieve la Historia. Cualquier tipo de avance y progreso fue aceptado con un solo límite, la dignidad del hombre y la defensa de la vida. Profundamente fiel a la tradición y llevando adelante los deseos expresados en el Vaticano II, Juan Pablo II planteó al mundo el reto de asentar una nueva cultura anclada sobre los firmes pilares de la verdad, la justicia, la libertad y el amor. Por otra parte, frente al marxismo −superado en buena parte gracias a su tenaz oposición y al capitalismo salvaje−, ofreció la doctrina social de la Iglesia como una alternativa real para la consecución de unas relaciones sociales y económicas más justas.
Tanto Juan XXIII como Juan Pablo II supieron hacer frente a situaciones nuevas y difíciles porque estaban convencidos de que su fuerza radicaba en la fidelidad a Cristo. Pero ambos tenían muy claro que eso no se oponía, al contrario, a un intenso deseo de servir al mundo, para lo cual resultaba preciso conocerlo y amarlo, sin miedos ni complejos. Cristo no vino a condenar al mundo, sino a redimirlo y los Papas −lo mismo que todos los cristianos− están llamados a secundar su acción salvífica, muchas veces imperceptible a primera vista. Dios se vale también de la personalidad de cada hombre para llevar adelante esta tarea, por eso no cabe dudar de que tanto el buen Papa Juan, con su carácter afable, como el arrollador huracán llegado del Este que fue Juan Pablo II han sido dos preciosos regalos no sólo para la Iglesia católica, sino también para el convulso mundo del siglo XX.
Fermín Labarga, Profesor de Historia de la Iglesia
Facultad de Teología, Universidad de Navarra
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