El hombre empezó a quejarse de que la gente ya no entiende las parábolas…
Después de dos siglos mamando capitalismo y marxismo −incapaces ambos de manejar categorías no materiales−, nos cuesta digerir que el amor y la misericordia son la mejor inversión
La conversación me dejó algo inquieto, así que la rebobiné un momento para fijarla mejor en la memoria, y después tomé algunas notas en un cuaderno. Habíamos quedado para hablar de otros asuntos, sin embargo él empezó por ahí, no sé muy bien cómo: quizá sin introducción ni pretexto, abruptamente, en cuanto tomamos asiento en unos sillones rojos y blancos, de esos baratos que se compran desmontados.
Total, que el hombre empezó a quejarse de que la gente ya no entiende las parábolas. Ni siquiera la parábola por excelencia, la del hijo pródigo: se ponen, me dijo, del lado del hermano mayor, el que se enfada. Le dije que no era difícil de entender la postura del hermano mayor. Incluso se entiende bien la del otro hijo. Ambos razonan en términos económicos, que nos resultan cercanos y familiares, y solo el padre rehúye ese esquema para acogerse a un paradigma distinto: el del amor, la misericordia y el perdón. Nos pasa mucho, le dije. Tendemos a juzgar en clave de coste-beneficio, lo justo y lo injusto, lo hermoso y lo feo, lo verdadero y lo falso, todo.
Se incorporó un poco en su asiento. «¿Y qué me dices, entonces, de la parábola de los obreros y la viña?. ¿Cómo va a entender la gente que se le pague a los que han trabajado solo una hora lo mismo que a los que han bregado la jornada entera?». Reconozco que ahí sospeché que las dudas que manifestaba eran más suyas que de otros. Pero lo descarté enseguida, porque le conozco bien. Le dije que, en esa parábola, se ve todavía más claro: unos juzgan por criterios coste-beneficio, y el dueño de la viña no. Se mueve en otros niveles.
Además, añadí, ese modo de proceder parece ya una provocación en la parábola de los talentos. El que menos recibe sale también peor parado, y eso que devuelve el talento que le entregaron, no lo pierde. Ante este comentario, mi interlocutor se irguió del todo −pensé que iba a levantarse− y elevó también la voz: «¡Y no solo eso! ¡Mandó que le quitaran el talento y que se lo dieran al que más tenía!», dijo en el mismo tono en que alguien que ya ha asombrado al otro, añade un «¡y no sabes lo mejor!». Me entraron ganas de reír: nunca me había fijado en que la parábola fuera tan contraria al igualitarismo en boga.
En realidad, no lo es. Simplemente, Jesucristo, como diría un brasileño, ni siquiera está ahí, en ese achatarramiento de las relaciones humanas reducidas a puro intercambio, a simple comercio, al vulgar «te doy para que me des». A menudo parece que juega un poco con esa perspectiva nuestra, como en la parábola extraña del administrador infiel, la del tesoro enterrado o la de la oveja perdida. Y en otras, llama directamente a la despreocupación de los lirios y los pájaros del campo. Él, que no tenía dónde reclinar su cabeza, rehuyó la teoría económica, pero dio origen a la civilización más próspera y avanzada que haya existido nunca sobre la tierra.
A los hijos de esta generación, después de dos siglos mamando capitalismo y marxismo −incapaces ambos de manejar categorías no materiales−, nos cuesta digerir que el amor y la misericordia son la mejor inversión, la que proporciona mayores dividendos, no solo en felicidad, sino también en prosperidad material. A las sociedades, como a las familias, el cariño comprometido las hace grandes.