La Cruz, un misterio desconcertante cuyo secreto es que Dios nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo, afirmó el Obispo de Roma en la catequesis sobre la Semana Santa ">
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia nos presenta el triste hecho de la traición de Judas. Judas va a las autoridades y les dice simplemente: “¿Cuánto me van a dar si yo lo entrego?” “30 monedas”. Y Jesús tiene precio. Como cualquier mercadería en un mercado. Y Jesús acepta esa humillación hasta la muerte de Cruz.
En su sufrimiento y en su muerte podemos ver el dolor de la humanidad. El dolor por nuestros pecados y la respuesta de Dios a ese misterio del poder del mal. Dios toma sobre sí el mal del mundo para vencerlo. Su Pasión no ocurre por error. Es la manera de mostrarnos su amor infinito. En esa Pasión de Jesús contemplamos su grandeza y su amor.
En esta Semana Santa nos hará bien a todos mirar el crucifijo, besar las llagas de Jesús y decirle “gracias”. Porque eso lo hizo por cada uno de nosotros. Pero Dios siempre interviene en el momento en que quizás uno no lo espero. Y Jesús resucita.
La Resurrección de Jesús no es el final feliz de un cuento de hadas. No es el “happy end” de una película sino la prueba de que Dios actúa en el momento más difícil, oscuro, la noche siempre es muy oscura un poco antes de que empiece a amanecer. No bajemos de la cruz antes de tiempo y no olvidemos esta semana de besar muchas veces el crucifijo.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos venidos de España, ¡lleno de banderas! Puerto Rico, Guatemala, México, Uruguay, ¡vi varios mates por ahí!, Argentina y otros países latinoamericanos.
Invito a todos a vivir esta Pascua con la certeza de que, en Jesús, Dios nos ama y nos perdona. Pido a la Virgen María, nuestra Madre, que nos acompañe en el camino de la cruz y del amor que Cristo nos enseña. Muchas gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en medio de la Semana Santa, la liturgia nos presenta aquel episodio triste, la historia de la traición de Judas, que va ante los jefes del Sanedrín para regatear y entregarles a su Maestro. ¿Cuánto me dan si yo se los entrego? Y Jesús, desde aquel momento tiene un precio. Este acto dramático marca el inicio de la Pasión de Cristo, un doloroso camino que Él elige con libertad absoluta. Y lo dice claramente Él mismo: “yo doy mi vida… Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de retomarla” (Jn 10:17-18). Y así, comienza ese camino de la humillación, de la expoliación, con esta traición. Jesús, como si estuviera en el mercado: “esto cuesta 30 denarios” y Jesús recorre este camino de humillación y de la expoliación hasta el final.
Jesús alcanza la humillación completa con la “muerte en cruz”. Se trata de la peor de las muertes, destinada a los esclavos y a los delincuentes. Jesús era considerado un profeta, pero muere como un delincuente. Observando a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo, también los sufrimientos de toda la humanidad y encontramos la respuesta divina al misterio del mal, del dolor, de la muerte. Y muchas veces sentimos horror ante el mal y el dolor que nos rodea y nos preguntamos: “¿Por qué Dios permite esto?”. Es una herida profunda para nosotros ver el sufrimiento y la muerte, ¡sobre todo la de los inocentes! Cuando vemos sufrir a los niños es una herida en el corazón, es el misterio del mal y Jesús toma todo este mal, todo este sufrimiento sobre sí mismo.
Esta semana nos hará bien a todos nosotros mirar el Crucifijo, besar las llagas de Jesús, besarlas en el Crucifijo. Él ha tomado sobre Él todo el sufrimiento humano, se ha “vestido” de ese sufrimiento.
Nosotros esperamos que Dios en su omnipotencia derrote la injusticia, el mal, el pecado y el sufrimiento con una triunfante victoria. Dios nos muestra, en cambio, una humilde victoria que humanamente parece un fracaso. Y podemos decir, Dios vence en la derrota precisamente. El Hijo de Dios, de hecho, aparece en la cruz como un hombre derrotado: sufre, es traicionado, insultado y finalmente muere. Jesús permite que el mal se ensañe con Él y lo toma sobre sí para vencerlo. Su pasión no es un accidente; su muerte −aquella muerte− estaba "escrita". De verdad, no tenemos tanta explicación, es un misterio desconcertante, el misterio de la gran humildad de Dios: “Dios −en efecto− amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único”. (Jn 3,16).
La pasión y la muerte de Jesús y las frustraciones de tantas esperanzas humanas son el camino real a través del cual Dios obra nuestra salvación. Un camino que no corresponde a los criterios humanos, es más, los abate. En sus heridas somos curados (cf. 1 P 2,24).
Esta semana, pensemos tanto en el dolor de Jesús, y digámonos a nosotros mismos: “¡y ésto es por mí!” Aunque yo hubiera sido la única persona en el mundo, Él lo habría hecho. ¡Lo ha hecho por mí! Y besemos el Crucifijo y digamos: “por mí, gracias Jesús, por mí”.
Y cuando todo parece perdido, cuando no queda ninguno porque herirán “al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño” (Mt 26,31), es entonces cuando Dios interviene con el poder de la resurrección. La resurrección de Jesús no es el final feliz de un cuento de hadas, no es un final feliz de una película, sino que es la intervención de Dios Padre, allí donde está desecha la esperanza humana. En el momento en el cual todo parece perdido, en el momento del dolor en el cual tantas personas sienten la necesidad de bajar de la cruz, es el momento más cercano a la resurrección. La noche se hace más oscura justamente antes de que empiece la mañana, antes que comience la luz. En el momento más oscuro interviene Dios y resucita.
Jesús, quien optó seguir por este camino, nos llama a seguirlo en su propio camino de humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no encontramos vía de escape a nuestras dificultades, cuando precipitamos en la oscuridad más densa, es el momento de nuestra humillación y expoliación total, es el tiempo en el que experimentamos que somos débiles y pecadores, es entonces, en aquel momento, que no debemos enmascarar nuestro fracaso, sino abrirnos confiadamente a la esperanza en Dios, como hizo Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, esta semana nos hará bien tomar el Crucifijo en la mano y besarlo tantas veces, y decir: “gracias Jesús, gracias Señor”. Así sea.
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