El Papa Francisco recordó en su último discurso al Consejo Pontificio para la Familia que “la buena nueva de la familia es una parte muy importante de la evangelización. Propongamos por tanto a todos, con respeto y valentía, la belleza del matrimonio y de la familia”
El profesor Augusto Sarmiento subraya en este artículo, publicado en el número de abril de Revista Palabra, la necesidad de recordar frecuentemente a los casados que su vocación matrimonial es uno de los modos de vivir la llamada a la santidad a la que son convocados todos los bautizados.
El matrimonio y la familia, aunque son realidades en cierta manera diferentes y no se pueden identificar, están tan estrechamente vinculadas que no se pueden separar. El matrimonio, origen y fuente de la familia, es el que decide sobre la familia, pues ésta recibe de aquel su configuración y dinamismo (Juan Pablo II, homilía 12 de octubre de 1980, n. 6). La familia será lo que sea el matrimonio.
Es evidente, por tanto, la importancia de ayudar a los casados a fin de que vivan con autenticidad su matrimonio. Y como los casados son, ciertamente, los verdaderos protagonistas, esa ayuda, que debe ser prioritaria en la solicitud pastoral, ha de estar dirigida a descubrir el papel insustituible del matrimonio y de la familia en la Iglesia y en la sociedad. Y será una ayuda adecuada si se ofrece y recibe dentro de la consideración del matrimonio como vocación cristiana, es decir, como uno de los modos de vivir la llamada a la santidad a la que son convocados todos los bautizados. Con esa finalidad y para reforzar en la dirección espiritual el sentido vocacional y la aspiración a la santidad de las personas casadas, se subrayan a continuación algunos puntos que parecen irrenunciables.
“A cada cristiano, cualquiera que sea su condición −sacerdote o seglar, casado o célibe− se le aplican las palabras del apóstol […]: Escogidos de Dios, santos y amados (Col 3, 12). Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo” (san Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 30). “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (Lumen Gentium, n. 41). Desde la perspectiva que señalan estos dos textos no hay diversidad, sino una radical igualdad de vocación a la que todos somos llamados en Cristo por la iniciativa de Dios Padre. Carece de sentido, en consecuencia, “clasificar” a los cristianos según criterios de “mayor” o “menor” dignidad. Todos los bautizados están llamados a la plenitud de la vida cristiana.
Según sus dones y funciones Esa llamada a la plenitud de la vida cristiana ha de ser perseguida por cada cristiano “según los dones y funciones que le son propios” (LG, n. 41). Si los esposos son cristianos, habrá de ser a través y por medio de los compromisos y exigencias que comporta la existencia matrimonial: “Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben someterse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos amorosamente recibidos de Dios” (LG, n. 41). Y de esa manera, los que por el bautismo formaban ya parte del Pueblo de Dios, gracias al sacramento del matrimonio lo son de un modo nuevo y específico, con una participación también particular y propia en la misión de la Iglesia. “Los cónyuges cristianos en virtud del sacramento del matrimonio [...] poseen su propio don dentro del Pueblo de Dios, en su forma y estado de vida” (LG, n. 11).
La vocación radical y fundante de la nueva existencia cristiana iniciada en el bautismo se determina con una modalidad concreta. El sacramento del matrimonio no da lugar en los esposos a otra relación con Cristo y con la Iglesia diversa de la que ya tenían por el bautismo. Pero sí da lugar a una nueva modalidad o concreción de la “novedad” bautismal. El sacramento del matrimonio señala a los casados el espacio y la manera de responder a la vocación a la santidad recibida en el bautismo. Es también el cauce por el que les llegan las gracias propias para hacer que el discurrir de su existencia matrimonial y familiar sea un signo visible del amor de Dios.
Efecto del sacramento es que la vida conyugal esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva. La corporalidad −el lenguaje de la sexualidad− está en la base y raíz de la vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su santificación.
Santidad y vida no son dimensiones paralelas. Se implican y relacionan tan estrechamente que forman una única unidad. Comprender a fondo la vocación sobrenatural del matrimonio exige valorar en toda su amplitud y riqueza la realidad matrimonial como institución natural. La condición sobrenatural del matrimonio cristiano no separa de los afanes e ilusiones que tienen los demás matrimonios y familias. Sucede todo lo contrario, pues sólo viviendo con fidelidad la vocación matrimonial cristiana es posible llevar a plenitud las exigencias de “humanidad” inscritas en el matrimonio como realidad humano-creacional. “Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado −con la gracia de Dios− todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (san Josemaría, Conversaciones, n. 91).
La incorporación al misterio del amor de Cristo que se opera en cada uno de los esposos por el bautismo, por medio del sacramento del matrimonio se da a través de la “unidad de dos”. Los dos esposos son insertados y participan del misterio de amor de Cristo y de la Iglesia. Por eso la “nueva criatura” que cada uno de los esposos cristianos llega a ser por el bautismo, se expresa a partir del sacramento del matrimonio como una “unidad de dos” a imagen de la comunión Cristo-Iglesia. Y quererse es una exigencia de justicia requerida por la naturaleza del compromiso que han adquirido como esposos, porque en sus mutuas relaciones han de reflejar el amor entre Cristo y la Iglesia.
El amor y las relaciones mutuas de los esposos son en sí santas y santificadoras. Pero únicamente contribuirán a su santificación si expresan y reflejan el carácter y la condición nupcial. El amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencial su santificación: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para santificarla” (cfr. Ef 5, 25-26). De ahí que el cuidado recíproco por la santificación del otro cónyuge sea una exigencia interior del mismo amor matrimonial y forme parte de la propia y personal santificación.
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de los esposos. Pero lo es “como sacramento de la mutua santificación”. Lo que quiere decir fundamentalmente dos cosas: 1) El sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el bautismo; 2) A la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia.
En la tarea de la propia santificación −que se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo entre la libertad personal y la gracia de Dios− el marido y la mujer han de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia.
“Los esposos mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y educación de nuevas vidas” (Humanae vitae, n. 8). La apertura a la vida es una exigencia irrenunciable de la autenticidad de su amor conyugal.
“No hay amor humano, neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. […] Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son pruebas de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos” (san Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 25). No respetar esa apertura desnaturaliza y hace que resulte “mentiroso” el lenguaje propio de la expresión del amor conyugal: no dice la verdad que está llamado a expresar y “es un crimen contra los dones de Dios”, porque de esa manera “el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara” (ib.). Es un lenguaje que contradice frontalmente la sinceridad de la relación interpersonal, que ya no va de persona a persona. Tampoco es coherente con la naturaleza del don de la sexualidad, es decir, con “la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su poder creador”.
En ocasiones, a los esposos les será costoso conformar su conducta con las exigencias que reclama la verdad del amor matrimonial. Si eso ocurriera, no deben olvidar nunca que Dios les ha prometido la gracia necesaria para ser fieles a la vocación que han recibido (cfr. Gaudium et spes, n. 48).
“Es muy importante” −insistía san Josemaría− “que el sentido vocacional del matrimonio no falte tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres” (Es Cristo que pasa, n. 30).
Los pastores deben “presentar en toda su riqueza el valor extraordinario de la vocación matrimonial”. Esto es prioritario en su solicitud pastoral. Porque en la conciencia de la condición divina de su vocación los esposos encontrarán las razones de su fidelidad. Y las propiedades del matrimonio y las características del amor conyugal se verán siempre en su verdad más profunda: como dones y gracias de Dios, antes que como normas jurídicas o exigencias éticas.
La fidelidad a la vocación, manifestación clara de la autenticidad del amor entre los esposos, les exigirá poner los medios para mantener viva la decisión libre y consciente que los convirtió en marido y mujer. De ahí la “necesidad” de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial. Así serán conscientes de que su matrimonio, si bien se inició con un recíproco “sí”, surgió radicalmente del misterio de Dios. El don del Espíritu Santo, infundido en sus corazones con la celebración del sacramento, a la vez que mandamiento que les indica el camino para responder a la vocación cristiana, es fuerza y estímulo para hacer visible ante sí y ante los demás la nueva comunión de amor que es su matrimonio.
Augusto Sarmiento
Profesor de Teología Moral de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
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