De san Josemaría aprendí hace muchos años que todos los trabajos tienen la misma dignidad y que en todo caso...
De san Josemaría aprendí hace muchos años que todos los trabajos tienen la misma dignidad y que en todo caso el más importante es aquel que se hace con más amor
Hace unos días leí el artículo de Miya Tokumitsu“In the Name of Love” en el que se mostraba indignada contra aquellos que repiten el lema “Do what you love”, “Haz lo que amas”, como clave del éxito profesional. Si la entendí bien, le parecía una afirmación elitista porque solo pueden hacerla realidad en su vida unos pocos privilegiados egocéntricos, mientras que la mayor parte de la humanidad está reducida a la esclavitud en unos trabajos odiosos. Me pareció que esta autora estaba confundida, quizá porque miraba desenfocadamente la realidad del trabajo humano.
Cada mañana cuando llego a la Universidad me cruzo con media docena de las que antes se llamaban “señoras de la limpieza” −eran mayores que yo, ahora son mucho más jóvenes y van siempre bien arregladas− que terminan su jornada de trabajo. Me gusta ver cómo algunas de ellas al salir encienden un cigarrillo al fresco de la mañana, con expresión −me parece a mí− de satisfacción en el rostro por el trabajo realizado. Casi siempre pienso que su trabajo ha sido probablemente mucho más útil que el que voy a intentar hacer ese día: la limpieza de mi Universidad es proverbial, no así la calidad de las clases que imparto o de los textos que intento escribir. De san Josemaría aprendí hace muchos años que todos los trabajos tienen la misma dignidad y que en todo caso el más importante es aquel que se hace con más amor. Como en el amor hay cantidad, me pregunto a diario quién pone más amor en su trabajo si ellas o yo.
La invitación a escribir sobre “la vocación como el descubrimiento de la propia identidad” es una buena ocasión para dar una nueva vuelta a estas ideas. Apenas uso Twitter, pero cuando abrí una cuenta me gustó que el sistema me obligara a identificarme. Subí una foto, mi nombre y apellido y escribí de mí: “Soy profesor de filosofía y me gusta pensar e invitar a los demás a pensar y a escribir”. Viene a ser como una selfie por escrito: eso es lo que soy y lo que me gusta ser. Es mi vocación. No aspiro a ser famoso, un intellectual o sus diversos sucedáneos académicos. Me encanta ser un modesto profesor universitario que aspira a persuadir a sus alumnos de la importancia del pensamiento, de la lectura, de la escritura, de la afectuosa comunicación con los demás. Estoy convencido de que solo así es posible para mí intentar cambiar el mundo para hacerlo un poco mejor, más humano.
Aunque en la vida académica haya dificultades, cansancios o incluso a veces no falten amargos sinsabores, puedo decir que “hago lo que amo”, lo que me gusta, pero sobre todo amo lo que hago, incluido aquellos aspectos menos amables de mi tarea (corregir exámenes, calificar, atender reclamaciones, rellenar formularios administrativos, etc.). No es que simplemente haga mi capricho, sino que soy un apasionado de mi trabajo docente e investigador y disfruto habitualmente en él pues vivo con la ilusión de que quienes me escuchan o leen lleguen muchísimo más lejos que yo. Me llega una anotación de un alumno de la profesora Graciela Jatib, desde Tucumán, en el norte de Argentina, que es algo así como el fin del mundo: “Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino amar lo que uno hace”.
Efectivamente, amar lo que uno hace llena de gozo las horas de trabajo. Las dota de encanto maravilloso porque, al llevar el alma abierta a la novedad inesperada, el cansancio −que inevitablemente aparece siempre− se recibe casi como un premio. Como escribió Antonio Gaudí, “mal asunto cuando una ocupación se arrastra como trabajo forzado; compadezco a aquel que lo cumple por obligación… Una de las cosas más bellas de la vida es el trabajo a gusto”.
Así como el artista se complace al final de la jornada en la obra de arte que ha hecho con su esfuerzo, la persona que ama su trabajo puede llegar a contemplar su vida como una obra de arte. Eso es para mí la vocación y es lo que veo también en los ojos de las mujeres que encienden con satisfacción el cigarrillo al salir de la Universidad a primera hora de la mañana, después de cuatro o cinco horas de intenso trabajo limpiando con amor aulas, laboratorios, pasillos y despachos.