Suelo repetir que don Álvaro se lo merece todo, porque era un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra…
Suelo repetir que don Álvaro se lo merece todo, porque era un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como decía de sí Antonio Machado
Conservo en mi habitación una foto del cardenal Karol Wojtyla, tomada en octubre de 1974, en la via della Conciliazione, ante la Sala Stampa del Vaticano. Con Laureano García, de ‘Mundo Cristiano’, tratábamos de lograr una entrevista. Nombrado por Pablo VI, era Relator doctrinal del Sínodo de los Obispos que se celebraba sobre la evangelización, en medio de grandes presiones liberacionistas.
Lógicamente, interesaba la opinión del arzobispo de un país comunista. No era fácil, pues los prelados que vivían tras el telón de acero acentuaban la prudencia en el exterior. Pero salió. Además, asistí a una conferencia suya y estuve presente en la rueda de prensa prevista por los organizadores del ciclo. Lo recordaría cuatro años después, ante la inesperada noticia de su elección como Papa.
Es el tercer santo al que he conocido personalmente. Los tres ─con caracteres muy diversos─ ofrecen rasgos comunes, comenzando por su profunda humanidad: tal vez porque la vida de oración y la amistad con Dios lleva a ocuparse de los demás, olvidándose de lo propio hasta el heroísmo.
El cardenal Wojtyla no llegó a conocer personalmente al segundo, san Josemaría Escrivá de Balaguer. Sí, en cambio, a don Álvaro del Portillo: se lo presentó durante el Concilio Vaticano II un amigo común, el futuro cardenal Andrzej Maria Deskur. Don Álvaro era secretario de la comisión que elaboró el Decreto Presbyterorum Ordinis. Desde entonces, hasta su fallecimiento en 1994, la sintonía no hizo sino crecer, dentro del sentido filial con que ─a pesar de ser mayor─ trataba y hablaba de Juan Pablo II, Padre común de todos.
De hecho, el 23 de marzo de 1994, el Papa acudió a rezar ante los restos mortales del Obispo Prelado del Opus Dei. En la nave central de la iglesia prelaticia, rezó de rodillas durante unos diez minutos, en medio de un silencio impresionante. Al levantarse, incoó la Salve y tres Glorias, con las invocaciones “Requiem aeternam dona ei, Domine” y “Requiescat in pace”. Cuando don Javier Echevarría se lo agradeció, Juan Pablo II contestó: «Si doveva, si doveva...» Como expresaría el Vicario General del Opus Dei al día siguiente, en el funeral antes de las exequias, «era constante el ofrecimiento de su vida a Dios, por el Papa y por la Iglesia Santa. Tuve ocasión de comentárselo ayer al Santo Padre Juan Pablo II».
El amor a la Iglesia y el calor humano llevaron a don Álvaro también desde joven ─y es el tercer rasgo─ a ocuparse de pobres y necesitados, aun a riesgo de incomprensiones y violencias, como las que sufrió en Madrid en febrero de 1934. Lo he relatado en un libro de 1996, Recuerdo de Álvaro del Portillo, y en Álvaro del Portillo. Una semblanza personal, más reciente.
Suelo repetir que don Álvaro se lo merece todo, porque era un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, como decía de sí Antonio Machado. Y crecerá ahora el número de amigos agradecidos por su cariño y sus favores, especialmente para tener sosiego y paz en las familias.