La realidad de las cosas permanece aunque se la ignore o disfrace
La noción de ‘bien común’ ha sido sustituida por la de ‘consenso’, de modo que ahora el bien común es el consenso, y este, medido en términos de votos y poder, se considera independiente de la realidad de las cosas
Almorzando ayer con amigos surgió una breve disputa sobre la guarnición de la carne que nos sirvieron. Había acuerdo unánime en que estaba deliciosa, pero uno de ellos se negó a reconocer que se trataba de naranja confitada. Para él, y para asombro de los demás, aquello era caqui y no había más que hablar, pese a que todo resultaba inequívoco salvo el color: tanto el sabor, como la forma, la textura de la corteza y de los gajos. En fin.
Alguien propuso llegar a una solución consensuada y convenir en que se trataba de caqui con sabor a naranja. Lo dijo de broma, claro. Y también de broma comenté que parecía de cierto partido de izquierdas. Dije ese, porque me pareció que le picaría más. Pero un tercero añadió: «No sé por qué hablas de tal partido, porque todos lo hacen». Y tenía razón: no es un problema de partidos, sino cultural.
La noción de bien común ha sido sustituida por la de consenso, de modo que ahora el bien común es el consenso, y este, medido en términos de votos y poder, se considera independiente de la realidad de las cosas. Así, lo indiscutible ya no son los hechos o la verdad, sino el propio consenso. Lo democrático consiste en que la naranja de ayer sea aceptada como caqui con sabor a naranja y que el sentido común arree o se las apañe para sobrevivir a semejante locura.
Pero la realidad de las cosas permanece aunque se la ignore o disfrace. Es vengativa y termina por imponerse. A menudo tras procesos largos y dolorosos como la crisis demográfica que ya padecemos.