El motor de la ingente actividad de don Álvaro, en un clima de serenidad y alegría, muchas veces marcado por la enfermedad, no era la inteligencia o la memoria, ni su juventud o su optimismo natural, sino su fe y su amor al Señor, su vida de oración, que le movían a trabajar buscando la gloria de Dios y el servicio a los demás
Recogemos una selección de textos del libro Álvaro del Portillo, un hombre fiel, de Javier Medina, que reflejan la colaboración filial de D. Álvaro con el fundador del Opus Dei, durante toda su vida.
En octubre de 1939, cuando tenía 25 años, el Fundador le nombró Secretario General del Opus Dei. Comenzaba así una colaboración aún más estrecha, que se prolongaría hasta el final de la vida de san Josemaría. En alguna ocasión comentó el Fundador: «a otros hermanos vuestros los he buscado yo, pero a don Álvaro me lo ha puesto Dios». Fueron más de 35 años, en los que llevó al extremo la veneración, el respeto y la identificación espiritual con el Fundador, mostrando siempre la máxima disponibilidad. Puso sus cualidades al servicio de la misión recibida. Su fortaleza, su prudencia, su prontitud en obedecer fueron un punto de apoyo que nunca menguó.
Su misión como Secretario General conllevaba, entre otras tareas, hacer cabeza entre los fieles de la Obra en Madrid cuando el Fundador se encontrara fuera de la capital. Para valorar esto de manera adecuada conviene tener presente que, al terminar la guerra, muchos obispos españoles pidieron a san Josemaría que predicase cursos de retiro espiritual a sacerdotes y seminaristas de sus diócesis. Este servicio al clero comportaba tener que desplazarse a otras ciudades con mucha frecuencia. De hecho, durante el curso académico 1939-1940, san Josemaría estuvo más de cien días fuera de Madrid, y la cifra ascendió a ciento cuarenta el curso siguiente. Además, desde junio de 1940, multiplicó sus visitas a los obispos españoles con el fin de darles a conocer la Obra.
Estos rápidos apuntes permiten intuir el amplio apoyo que Álvaro debió de prestar al Fundador en el gobierno diario de la Obra. Llevó a cabo esa tarea con una exquisita humildad. «A pesar de ser Secretario General y de esa confianza que tenía nuestro Padre en él −escribe José Luis Múzquiz−, no se tomaba nunca atribuciones para decidir asuntos. Y con gran sencillez, cuando le consultábamos alguna cosa, nos decía: ya te contestaré; voy a preguntárselo al Padre». No era indecisión o timidez; era humildad: conciencia de que san Josemaría poseía las gracias especiales propias del fundador. Esta virtud la vivió en todas las dimensiones de su colaboración: en el trabajo de gobierno, en su labor de ayuda espiritual a los miembros del Opus Dei y en su relación con las autoridades eclesiásticas.
Además de los quehaceres propios del Secretario General, san Josemaría le pidió que se encargara también de tareas de administración económica. Concretamente, siguió muy de cerca la instalación de nuevas casas que a lo largo de estos años se abrieron en Madrid y en otras ciudades de España. Un dato que puede ayudar a valorar lo que supuso este trabajo es que en septiembre de 1941, a los dos años de haber concluido Álvaro su periodo militar, se habían abierto cinco centros en la capital y tres en otras ciudades.
La puesta en marcha de estos instrumentos materiales se llevó a cabo en medio de una gran escasez económica. Las siguientes líneas de una de las cartas de Álvaro al Fundador ilustran la situación que atravesaban: «La casa está quedando muy bien pero los gastos son brutales. Se ha agotado ya la cuenta corriente, lo cual quiere decir que no hay dinero. El uno (a primeros, por lo menos) hay que pagar 7.100 pesetas de alquiler y fianza a Donadío [propietario del edificio], más los gastos corrientes de alquiler y demás. A Ricardo le pagarán lo de Chamartín (7.500) y de sueldos reuniremos unas 4.000 más de las que ya se han cobrado. Con Trueba habrá que liquidar unas 6 ó 7.000 pesetas; pero dentro de unos meses. De este apuro momentáneo saldremos, pero la cosa está muy dura».
Como consecuencia de esa falta de dinero, durante el invierno de 1940 a 1941, los estudiantes que vivían en la residencia de la calle Lagasca pasaron bastante frío, porque no pudieron arreglar la instalación de la calefacción. Por el mismo motivo, se fue amueblando poco a poco. Aunque había otros que colaboraban en la decoración, Álvaro −que había añadido a sus otras ocupaciones la de ser director de ese centro− acompañaba con frecuencia a san Josemaría en sus visitas al mercadillo del Rastro madrileño y a tiendas de ocasión para encontrar a bajo precio piezas que, convenientemente restauradas, pudieran quedar dignas y favorecer el ambiente de hogar. De este modo, aprendió del Fundador cómo resolver en la práctica la instalación de los inmuebles con espíritu de pobreza y buen gusto; así como a poner mucho amor de Dios y esmero en el cuidado de los aspectos materiales, en la buena conservación de puertas, ventanas, pavimentos y paredes, visillos, etc.
Evidentemente, para lograr desempeñar simultáneamente todas las tareas que tenía encomendadas, no le bastaba estar dotado de una particular capacidad para hacer rendir el tiempo −a base de orden, intensidad, etc.−, sino que necesitaba espíritu de sacrificio, que se manifestaba, por ejemplo, en la disminución de horas dedicadas al descanso nocturno. Refiriéndose a Álvaro, el 5 de octubre de 1939, san Josemaría escribía: «Se pasa temporadas durmiendo sólo un par de horas. Y no puede ser». El Fundador le pidió repetidas veces que cuidase más el descanso; y el interesado trató de seguir sus indicaciones, aunque no siempre le fue posible. Un ejemplo de su esfuerzo por obedecer, lo encontramos en la siguiente anotación de octubre de 1941: «Hoy ya tendré que dormir hora y media menos de lo debido, por lo que convendrá que pida perdón al Padre. Cierro, pues, el diario».
Francisco Ponz ha dejado un recuerdo personal, que muestra la imagen que los más jóvenes en la Obra tenían de Álvaro. «El 10 de febrero de 1940, pedí la admisión en el Opus Dei y con ese motivo tuve una larga conversación con el Fundador. (...) Al final de esa conversación, me invitó a que charlara con frecuencia con Álvaro del Portillo, para que me fuera enseñando con más detenimiento el plan de vida espiritual, el modo de vivir el espíritu de la Obra y los diversos aspectos de la entrega, así como para que pudiera ayudarme confiada y fraternalmente en las dificultades de cualquier tipo que surgieran en mi camino. (...) La diferencia de edad −5 ó 6 años en términos absolutos, aunque bastante apreciable para mí− y la de estudios −él muy adelante en su carrera y yo casi en los comienzos− no fueron en absoluto obstáculo para que nuestras charlas adquirieran enseguida un carácter ciertamente amistoso y fraternal, sencillo y sincero, que constituía de hecho una auténtica dirección espiritual (...).
Álvaro aparecía ya entonces ante mí como una persona física, humana y sobrenaturalmente madura, a la que era fácil tener respeto y consideración, a la vez que confianza. De cuerpo bien proporcionado, pelo algo rubio, con un bigote discreto, con gafas; era pulcro y cuidadoso en el vestir, pero sin nada llamativo. Poseía una inteligencia privilegiada que le daba una gran capacidad para profundizar en los asuntos, centrar situaciones y problemas, percibir las dificultades personales de los demás. Al propio tiempo, tenía un gran corazón, nos atendía y quería a todos muy de veras, se interesaba mucho por todas nuestras cosas».
Otro de sus rasgos característicos era la serenidad. «Con tantas y tan variadas ocupaciones y responsabilidades a sus espaldas, jamás vi en Álvaro el menor signo de nerviosismo o de ansiedad, ni un gesto o actuación que revelara precipitación o andar acelerado por la vida. Sabía poner orden e intensidad en el trabajo, concentrarse con toda atención en lo que estaba haciendo, pasar de una a otra actividad sin pérdidas de tiempo, con sencilla naturalidad, sin que los demás pudieran advertir la cantidad de asuntos de que debía ocuparse. Cuando acudíamos a él para cualquier consulta, nos atendía como si no tuviera ninguna otra cosa que hacer, en actitud amable, acogedora, infundiéndonos confianza, seguridad, paz. No se debía todo esto a una mera condición humana, sino que era consecuencia de su profunda vida interior y sentido sobrenatural, de su fe extraordinaria en Dios, en la Obra, en san Josemaría, que le daban firmeza, serenidad y paz en medio de las contrariedades o de sucesos que a otros podían resultar desconcertantes y provocarles inquietud».
También José María Casciaro, que con los años llegaría a ser un renombrado estudioso de la Sagrada Escritura, recuerda que «no faltaba nunca esa sonrisa de Álvaro, franca, llena de cariño, que efectivamente comunicaba gozo y paz».
El motor de esa ingente actividad, en un clima de serenidad y alegría, muchas veces marcado por la enfermedad, no era la inteligencia o la memoria, ni su juventud o su optimismo natural, sino su fe y su amor al Señor, su vida de oración, que le movían a trabajar buscando la gloria de Dios y el servicio a los demás.
Las breves anotaciones, en las que resumió los propósitos de un retiro espiritual de 1940, ilustran lo que acabamos de exponer: «No llevar encima más que la cartera ordenada y una tarjeta donde ponga los recados, etc. que diariamente pasaré a limpio. / Levantarme cuando Isidoro, ducharme, y ½ hora de rodillas, oración (6 ¼ a 6 ¾) y después 10’ evangelio. / Misa con misal, siempre. / Lectura: 1 ½ a 2 (...) / Orac. tarde: 5 ½ a 6. (...) Plan inmediato de trabajo: / Profesional, el puente y copiar Chufas. / Estudiar por la mañana al volver de la Escuela. / De la Obra, ordenar todos los papeles que quedan (todos). (...) Por las noches cuentas. / De cuentas, hasta el último céntimo / Pedir y dar recibo como todos. / Apuntar desde hoy todos los gastos. / ¡Exámenes! Escribiendo y leyendo al día siguiente. / Siempre hoy y ahora. (...) Repartir responsabilidades y exigir. / No pensar en mí. / Leer estas hojas con frecuencia y pedir a Dios ayuda (...)».
Se intuye aún más la calidad de su vida espiritual, si se tiene en cuenta que el Fundador le abría su alma con una confianza absoluta, y le exponía con total sinceridad hasta las más duras pruebas espirituales que atravesaba. Tenemos un ejemplo elocuente en el suceso ocurrido el 25 de septiembre de 1941.
A petición de sus hijos, que lo veían físicamente agotado, a causa de su ingente labor sacerdotal −y, en parte, quizá también por la campaña de calumnias desatada contra su persona−, san Josemaría se trasladó unos días a La Granja de San Ildefonso (Segovia) para descansar un poco. Estando allí, experimentó lo que denominó «una prueba cruel»: le vino a la mente el pensamiento de que el Opus Dei era un invento humano, cosa suya, no de Dios.
Ya en 1933 había pasado por un momento semejante, que superó con un acto de total aceptación de la Voluntad divina: −«Señor, si la Obra no es tuya, destrúyela; si es, confírmame». E inmediatamente vino la paz. Ahora, reaccionó de manera semejante. A continuación, escribió una carta a su hijo Álvaro, abriéndole por completo el corazón: «Ayer celebré la Santa Misa por el Ordinario del lugar, y hoy ofrecí el Santo Sacrificio y todo lo del día por el Soberano Pontífice, por su Persona e intenciones. Por cierto que, luego de la Consagración, sentí impulso interior (segurísimo, a la vez, de que la Obra ha de ser muy amada por el Papa) de hacer algo que me ha costado lágrimas: y, con lágrimas que me quemaban los ojos, mirando a Jesús Eucarístico que estaba sobre los corporales, con el corazón le he dicho de verdad: “Señor, si Tú lo quisieras, acepto la injusticia”. La injusticia ya imaginas cuál es: la destrucción de toda la labor de Dios. Sé que le agradé. ¿Cómo me iba a negar a hacer ese acto de unión con su Voluntad, si me lo pedía? (...) Alvarote: pide mucho y haz pedir mucho por tu Padre: mira que permite Jesús que el enemigo me haga ver la enormidad desorbitada de esa campaña de mentiras increíbles y de calumnias de locos; y el ‘animalis homo’ se alza, con impulso humano. Por la gracia de Dios, rechazo siempre esas reacciones naturales, que parecen y tal vez son llenas de sentido de rectitud y de justicia; y doy lugar a un “fiat” gozoso y filial (de filiación divina: ¡soy hijo de Dios!), que me llena de paz, de alegría, y de olvido».
San Josemaría encontró siempre en este hijo suyo un firme apoyo y un instrumento excelente, por su fidelidad delicada, por su preparación teológica y canónica, por sus virtudes sobrenaturales y humanas −entre otras, su capacidad de hacer amistades−, y por su fortaleza sobrenatural para no ceder en lo que no se debía.
La sintonía con el Fundador era total, y trascendía las categorías de una admiración o una amistad humanas, para convertirse en expresión de fidelidad a Dios. En una carta a san Josemaría −escrita en enero de 1944, con ocasión de una de sus salidas de Madrid por motivos de estudio−, se ve cómo valoraba el vivir tan cerca de aquel santo sacerdote: «Como siempre, muy contento: pero, también como de costumbre, con cierta tristeza que se une a mi alegría cuando me separo del Padre. Por eso me cuesta tanto trabajo arrancar de Madrid. Ya comprendo que esto es una tontería, pero ¡es la vida! Padre: que tengo muchísimas ganas de ser buena persona y de trabajar de verdad dentro de la Obra, por la Iglesia. ¡Qué pena, que tan a menudo haga el idiota y deje de portarme como debo! Encomiéndeme, Padre, para que llegue, alguna vez, a ser instrumento bueno, por dócil, en sus manos. Yo siempre que estoy lejos de Usted pido con más fuerza que nunca, con toda mi alma, por mi Padre. Y así aumenta mi presencia de Dios, acordándome del Padre y ofreciendo cosas por él».
Además, trasmitía esa unión a todos los miembros de la Obra. El 2 de octubre de 1941, por ejemplo, escribía a Alberto Ullastres, que continuaba convaleciente en un sanatorio, reponiéndose de sus problemas de salud: «Muy querido Alberto: ¡Si vieses qué alegría da ver a la familia reunida! Hoy hemos estado muchos oyendo lo que el Padre nos decía, y haciendo muchos propósitos que el Señor permitirá que nunca se desvirtúen. (...) La labor es mucha; ayudemos al Padre a llevar todo adelante. En este día de acción de gracias, y de mucha alegría se ha pedido por ti; a ver si haces lo mismo con todos y especialmente con el Padre».
Y a otro que acaba de solicitar la admisión en el Opus Dei: «Muy querido Alfonso: puedes suponer la alegría que nos dieron tus letras de entrega y sumisión a la Voluntad de Dios; y de deseo eficaz de abrazar la Cruz y llevarla alegremente, virilmente, a pulso. Porque el camino de entrega es camino de Cruz: no nos podemos llamar a engaño. Y es la proximidad de la Cruz la que nos dará la garantía de que estaremos cerca de Cristo. Procura estar muy unido con todos y, de modo especial, con el Padre y con los que lo representen en Barcelona: y así estarás unido con la Iglesia entera, de la que te sentirás muy hijo».
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