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En recuerdo del suceso que contamos, en los nacimientos, junto a los ángeles grandes, se pone siempre un ángel pequeño en el portal
El Ángel chico tenía la cara redonda y colorada. Sus alas demasiado pequeñas le hacían llegar siempre el último en las competiciones; también era un poco torpecillo a la hora de saltar.
Los ángeles grandes decían sin malicia:
− El ángel chico vuela pesado como una piedra.
− Es que tiene tan cortadas las alas.
− Todavía no ha adquirido experiencia decía un ángel mayor.
A pesar de su torpeza el ángel chico tenía un humor excelente porque sabía que, aunque Dios lo había hecho pequeño, lo había capacitado para adorar y querer. Lo borroso para él hubiera sido que no lo hubiera llamado a la existencia.
Era feliz y no deseaba mayor estatura aunque nunca se le confiaran encargos de responsabilidad. Había ángeles grandes de nombres sonoros que con frecuencia bajaban a la Tierra mensajeros de una misión.
Era alegre e ingenioso; amigo de divertir. Por esto Dios le hizo su juglar.
No había fiesta en el Cielo en la que el ángel chico no hiciera las delicias de Dios, sobre todo de Dios Hijo que sentía por el ángel chico una especie de predilección.
Un día, Dios Padre reunió a todos los ángeles. Por la gravedad de su rostro intuyeron que se trataba de algo transcendental. Después de una larga adoración por parte de los ángeles Dios Padre le revelo que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad −el Hijo− iba hacerse hombre en las entrañas de una mujer nazarena.
Luego Dios Padre le comunicó al arcángel Gabriel que llegada la plenitud de los tiempos iría a la Tierra portador de una embajada para la mujer nazarena.
A continuación llamó al ángel chico.
− Estoy contento con tu trabajo, eres un buen juglar pero tengo otro encargo para ti. Iras a un lugar de las montañas de Judea donde está a punto de nacer un niño que se llamará Raúl. Quiero que seas su guardián, le preserves de todos los peligros y seas su confidente.
El ángel chicho acató respetuoso el deseo de Dios. Bajo a la Tierra y emprendió el camino de las montañas de Judá. Era de noche cuando llegó. Una luz lo guio hasta una cabaña de pastores donde por la puerta entreabierta salía el llanto de un niño. Temió haber llegado con retraso y entró apresuradamente.
− Buenas noches soy el enviado de Dios para proteger a Raúl.
Nadie pareció escucharle. Tampoco se habían percatado de su presencia. Entonces se acordó de que era un ángel y por lo tanto invisible a los hombre. Responsable de su misión se puso a proteger al niño.
De vez en cuando Dios le pedía cuentas de su trabajo y el ángel chico relataba todos los peligros de los que había librado a Raúl.
Raúl creció de prisa, a los pocos años ya acompañaba a su padre que poseía un hermoso rebaño de ovejas y corderos. Pasaban días enteros en los pastizales donde se familiarizo con el calor y el frio el viento y la lluvia con las plantas aromáticas y las flores de las colinas. Conocía uno a uno los prados y las altas montañas donde se refugiaba el gavilán. Jugaba con los animales amigos y temía al lobo, a la garduña, al lince y al turón.
Mientras brillaba en el cielo la lámpara de oro, todo era actividad: conducir el rebaño a los pastos y a los abrevaderos, buscar la oveja perdida, llevar en hombros al que no podía caminar…
La lámpara de plata invitaba al reposo y la contemplación.
Muchas noches se reunían con otros pastores y mientras los mayores contaban historias Raúl miraba las estrellas. Las distinguía por su resplandor, les ponía nombres. !Qué pena no tener un amigo con quien compartir aquella belleza.! ¡Hubiera sido tan hermoso contar las estrellas entre los dos!
Una noche que se entretenía con estos pensamientos sintió dentro una voz.
− Alégrate Raúl porque no estás solo yo estoy contigo.
− ¿Quién eres tú?
− Yo soy un ángel chico enviado por Dios. Tengo el encargo de ser tu guardián y de protegerte. No me ves porque soy un espíritu que te acompaña a todas partes y te insinuó el bien; podemos ser amigos y hablar, también contar juntos las estrellas.
El ángel chico sabía muchos juegos e historias que entusiasmaban a Raúl. Un día le contó como en el cielo era el juglar de Dios. El pequeño pastor se embelesaba oyéndolo hablar de todo lo que inventaba para divertir a la Trinidad y de como Dios −Hijo− se complacía especialmente con él.
Aquel invierno llegó especialmente crudo, los pastores se reunían por la noche que hubieran sido interminables de no ser por las historias contadas junto al fuego. Historias de patriarcas y de reyes, de jueces y de profetas. Toda la historia de Israel transmitida oralmente de generación en generación. Casi siempre terminaban haciendo alusión al que había que venir para salvar al pueblo de sus pecados.
Una noche en que la luna era grande y hermosa como un recental en primavera vieron con asombro que empezaba a nevar una luz dorada y celeste, los copos resplandecientes llenaban el aire de algo sobrenatural. Se sentían hechizados por aquella extraña luz que los envolvía cuando de pronto, se hizo visible un ángel que les dijo:
− “No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo, pues os ha nacido hoy un Salvador que es el Mesías Señor en la ciudad de David”.
Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo:
− “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
El ángel chico comprendió que había tenido cumplimiento lo dispuesto por Dios y se unió en alabanzas al coro de los ángeles desbordado de alegría.
Cuando se fueron al cielo dijeron los pastores:
− “Vayamos a Belén a ver esto que Dios nos ha anunciado”.
Hicieron apresuradamente los preparativos y todos cogieron regalos: pieles, corderos, queso, leche y miel.
Por el camino el ángel chico se dio cuenta de que Raúl no llevaba nada. Disimuladamente pregunto:
− ¿Dónde llevas tu regalo?
Raúl bajo la cabeza y no contestó. El ángel chico no comprendía la actitud de Raúl. Precisamente él le había estado insinuando que ofreciera al Niño recién nacido lo que tuviera para él más valor, porque aquel Niño era Dios hecho Hombre.
Y siguió preguntando:
− ¿No olvidas nada, no deseas volver para coger alguna cosa?
Raúl dijo con voz desabrida:
− No, no olvido nada.
Raúl que iba contento de vez en cuando se ponía triste.
El ángel chico estaba intrigadísimo con el comportamiento de Raúl. No hablaron más en todo el camino.
Después de una larga caminata pasada la media noche llegaron a Belén.
Antes de llegar al pueblo vieron un establo envuelto en aquella luz dorada y resplandeciente. Entraron y encontraron al Niño con su Madre. San José avivaba el fuego con un matojo. Un grupo de pastores que se les había adelantado bailaba al son de una zambomba que imitaba el rebuzno de una burra.
En medio de aquella alegría los pastores fueron ofreciendo sus regalos.
Aunque radiante de alegría, el ángel chico estaba inquieto por Raúl, que demoraba el tiempo de acercarse al Niño. Se quedó el último y cuando ya nadie reparaba en él, se acercó al pesebre y con los ojos húmedos dijo:
− Yo te he traído como regalo lo que más quiero: el ángel chico; es mi mejor amigo pero yo sé que en el cielo era tu juglar y quiero dejártelo para que te entretenga.
El Niño-Dios se emocionó con el desprendimiento de Raúl. Y en recuerdo de este suceso en los nacimientos junto a los ángeles grandes se pone siempre un ángel pequeño en el portal.
Mª Ángeles Oliveros Correa
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