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El encuentro de Juan Pablo II con el sufrimiento no comenzó con el atentado terrorista que sufrió en la Plaza de San Pedro, sino que se encontró con él desde niño
Así lo afirmó Joaquín Navarro Valls, médico y periodista, profesor en la facultad de comunicación institucional de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y ex director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, durante la conferencia pronunciada en Madrid, en la Fundación Rafael del Pino, el pasado día 18 de noviembre.
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Soy consciente que no se espera de mi intervención un discurso teorético y académico del pensamiento de Juan Pablo II sobre el tema del sufrimiento humano sino más bien un testimonio de quien ha vivido durante muchos años una experiencia profesional y humana junto a un pontífice santo. Quisiera, sin embargo, mantenerme alejado de dos riesgos: el de la evocación anecdótica −sin duda edificante pero inevitablemente nostálgica− y el de la conmemoración quizás rigurosa pero fatalmente arqueológica. Estoy convencido de que ni la nostalgia ni la evocación de algo que fue, hacen justicia a un santo. A ningún santo.
¿Qué es un Santo? Los santos no son como las obras de arte que admiramos en los museos. Y no son tampoco como trofeos conquistados por el cristianismo y que custodiamos en las iglesias. Ahora se ha comenzado a decir que la Iglesia hará Santo a Juan Pablo II. En realidad la Iglesia lo que hace es reconocer y confirmar que la vida de Juan Pablo II fue la vida de un Santo. Es decir, o un Santo lo es mientras vive, o no lo será nunca.
Los santos lo son por haber sabido convertir en vida propia todas las potencialidades de bondad que Dios había injertado en su vida −como en la todo ser humano− en el momento de nacer. Por eso, a su muerte, los santos permanecen siempre, eternamente, activos, operantes por lo que su historia puede no considerarse una imagen cristalizada fuera del tiempo sino, por el contrario, son fuente de inspiración y de imitación permanentemente actual, fresca, para todos.
Quizás se podrían ustedes preguntar por qué de todo el inmenso magisterio de Juan Pablo II se me ha ocurrido comentar algo tan poco simpático como el tema del dolor y del sufrimiento humano.
La respuesta es doble. Si no estuviera tan convencido de que la alegría, el buen humor, el optimismo, la simpatía y el amor por la belleza eran en él los temas definitivos de su carácter, no habría elegido este tema que hubiera podido dar la impresión de un hombre triste, taciturno, opaco a las alegrías de la existencia. Decididamente, aún a pesar del tema, no corro ese riesgo. Juan Pablo II era posiblemente la persona que he conocido en mi vida en la que la alegría era su perfil caracteriológico más acusado.
La segunda razón que me ha inducido a elegir este tema es de carácter digamos antropológico: no existe experiencia humana más universal que el sufrimiento. Ningún ser humano es ajeno a él. Antes o después, todos nos confrontamos con una u otra forma de sufrimiento. Esta universalidad pueda legitimar el hecho de que hoy haya elegido este tema.
Se podría pensar que la sensibilidad sobre el tema del dolor hubiera tomado forma en Juan Pablo II solo después del atentado o como consecuencia de las sucesivas y frecuentes experiencias de enfermedad. A veces las conmemoraciones en los medios han subrayado una hipotética separación entre un antes y un después en la vida de Juan Pablo II mostrando una escisión neta provocada precisamente por eventos dolorosos: al Papa enérgico y vigoroso, sensible a los temas de la justicia social y de los grandes problemas del mundo, habría seguido un pontífice frágil y enfermo, orientado solo a meditar sobre temas existenciales, el sufrimiento y la muerte.
Puedo afirmar que tal consideración es equivocada. Desde joven Karol Wojtyla fue atraído por el problema del misterio del dolor. En una carta al amigo Miesczylaw Ktlarzyk del 2 de Noviembre de 1939, cuando tenía entones 19 años y todavía antes de su ordenación sacerdotal, escribía: «Últimamente he pensado mucho sobre la fuerza liberadora del sufrimiento. Es en el sufrimiento en donde se funda el mensaje de Cristo, comenzando por la Cruz y hasta el más pequeño tormento humano. Este es el verdadero mesianismo».
En aquella joven edad, su vida había sido ya visitada por el sufrimiento. Había perdido su madre a la edad de 9 años y más tarde a su hermano. No había conocido a su hermana, muerta antes de que él naciera. Todo esto, además, en una Polonia invadida por los nazis. Es por lo tanto natural que, después de haber sufrido esos lutos tan significativos él fuera ya conformado por la experiencia del dolor. Recuerdo que hablando con él del día en que había sido ordenado sacerdote en el 1946 bajo la ocupación esta vez soviética, le pregunté quién le acompañaba en aquella ocasión: «A aquella edad −me respondió− había ya perdido todas las personas a quienes habría podido amar». En él esa respuesta no tenía la forma de un lamento sino más bien era una constatación de hecho.
Pero el término que he utilizado “atraído” por el misterio del dolor humano manifiesta mucho más de lo que se suele leer en la literatura romántica como una inevitable tendencia en la adolescencia. Él estaba muy lejos de considerar el dolor como “bueno”. Y por lo tanto era inmune de cualquier riesgo de victimismo. No creía en el derecho a no sufrir. Pero tampoco en el deber de sufrir. Más bien, como espíritu objetivo que era, entendía que en el ser humano el sufrimiento es sencillamente inevitable. Y quien piensa poder descubrir en la naturaleza humana un derecho a no sufrir, se equivoca.
Por esto, Karol Wojtyla acompaña siempre el concepto de “sufrimiento” con la palabra “misterio”. Es más, consideraba que el ser humano se hace la pregunta sobre el porqué del sufrimiento en dos dimensiones existenciales: ¿por qué el dolor humano?, es decir, ¿de dónde viene? Y, a la vez, ¿por qué a mí? En torno a estas dos preguntas se construyen dos actitudes humanas contrapuestas y excluyentes: el escándalo del dolor o la intuición de su significado y sentido.
Pero cuando estas dos preguntas han encontrado por lo menos alguna respuesta, todavía permanece el límite del misterio que el ser humano no puede del todo sobrepasar. Precisamente porque, como escribe Juan Pablo II «el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de aquellos límites en los que el ser humano está destinado, en una cierta manera, a superarse a sí mismo y es llamado a eso en un modo misterioso».
En este itinerario personal, Juan Pablo II indaga en el interior de dos figuras bíblicas que son como arquetipos del modo como el ser humano se enfrenta con el sufrimiento: Job y el Cirineo. En el drama “Job” que escribe en 1940 durante la segunda guerra mundial, él definía el sufrimiento como «la casa del hombre». Esta expresión trae el eco de las palabras de Martin Heidegger «la casa del ser» que, sin embargo, en Wojtyla no es un destino ciego del que se busca en cualquier modo huir porque en Wojtyla el sufrimiento porta consigo un carácter revelador de lo humano.
Wojtyla es bien consciente que el dolor no es un castigo o una maldición maléfica. Y no es siquiera −como no lo es en la vida de Job− un castigo reservado a los culpables de pecados sino, como escribirá luego en la Salvifici doloris «el libro de Job dice la última palabra de la Revelación sobre este tema. En un cierto modo, es el anuncio de la pasión de Cristo». Cristo, el inocente absoluto, más todavía que los niños que sufren, es la única puerta para penetrar en el sentido del dolor ya que «Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el porqué del sufrimiento en la medida en que somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino».
La otra figura en la que Wojtyla indaga es la de Simón de Cirene. Aquel hombre que vuelve pacíficamente a casa después de su trabajo y se ve llamado, forzado, obligado a llevar una cruz no ciertamente suya sino de otro a él desconocido. Escribe a propósito Juan Pablo II: «Ciertamente, la cruz no la quería llevar. Ha sido obligado. Él caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los hombros del condenado parecían demasiado débiles. Lo han llamado. Lo han obligado».
Parece tan similar esta figura del Cirineo a las situaciones de la vida de cualquier hombre y de cualquier mujer cuando nos vemos obligados a soportar un sufrimiento que nos resulta extraño, ajeno, que no nos gusta, que habríamos querido dejar caer sobre los hombros de otro...
Pero Juan Pablo II pone a continuación la pregunta definitiva sobre aquel Cirineo obligado a llevar la Cruz: «¿Durante cuánto tiempo ha caminado así, interiormente dividido, con una barrera de indiferencia hacia aquel hombre que sufría?».
Como sabemos, la historia del Cirineo acaba bien. De hecho, el autor del Evangelio menciona a los hijos de este hombre entre los primeros católicos de Jerusalén. Quiere decir que de la repugnancia inicial a llevar la cruz de aquel condenado, una cruz no querida, forzada, él pasó a hacerla propia, a decidirse a asumirla completamente sintiéndose quizás más merecedor de aquel peso enojoso que el otro inocente a quien le habían pedido o, mejor, obligado, a ayudar.
No por casualidad en la poesía “Perfil de Cirineo” de 1958 Wojtyla hablaba de los «cirineos de nuestro tiempo»: todos aquellos que sufren contra su voluntad pero que en algún momento descubren en la Cruz el sentido auténtico del sufrir. Siempre ha habido en el joven Wojtyla la convicción que el “mundo del sufrimiento” −del cansancio, del hambre, de los deseos que no se realizan− y el “sufrimiento del mundo” −de la guerra, de la pérdida de la libertad, de los desastres naturales− son un único misterio que podría recibir un significado sólo a la luz del sufrimiento de Cristo. Cada dolor humano es inseparable, para él, de aquella Cruz en la cual está comprendido y hecho sensato el perfil de la propia existencia.
En su extraordinario libro Cruzar el umbral de la esperanza, Juan Pablo II propone una reflexión de gran potencia: «Dios está siempre de la parte de los que sufren. Su omnipotencia se manifiesta precisamente en el hecho de que ha aceptado libremente el sufrimiento. Habría podido no hacerlo. Habría podido demostrar la propia omnipotencia incluso en el momento de la Crucifixión. Se le proponía: “baja de la cruz y te creeremos”» (Mc 15, 32). Pero no ha recogido aquel desafío. El hecho de que haya permanecido en la cruz hasta el final; el hecho de que en la cruz haya podido decir, como tantos que sufren: “Dios mío ¿por qué me has abandonado”? (Mc 13, 54), este hecho permanece en la historia del hombre como el argumento más fuerte. Si hubiera faltado aquella agonía sobre la cruz, la verdad de que Dios es amor habría quedado suspendida en el vacío».
Conservo un recuerdo indeleble, entre los tesoros de haberlo acompañado, de un viaje en Colombia durante el cual el Papa quiso visitar Armero, una ciudad de 25.000 habitantes sepultada completamente por el fango después que una erupción de un volcán hubiera derretido los glaciares del Nevado del Ruiz. Se llegó a aquella costra de tierra ya endurecida de la que asomaba solamente la cima del campanario de una iglesia. Juan Pablo II permaneció arrodillado en aquella tierra un largo tiempo. A la vuelta del viaje le pregunté qué pensaba en aquellos momentos. Y él, como hablando consigo mismo, respondió: «Impresionante aquel túmulo de 25.000 personas. El hombre aplastado... Pero el hombre no puede ser aplastado nunca porque Dios ha sido aplastado en Cristo. Esto es difícil de entender: Dios aplastado... Ni siquiera Pedro lo entendía...». Me pareció que en esas palabras se reflejaba su profunda convicción que en Cristo encuentra sentido toda tragedia humana. Convicción que era el fundamento de su íntimo, razonado, absoluto optimismo.
Se trataba de un optimismo no sólo temperamental sino el reflejo de una esperanza profunda, de una convicción radicada que estaba también en la base de su buen humor.
Y me parece que habiendo repetido varias veces los conceptos de sufrimiento y de enfermedad, sea necesario abrir nuestra atención también a la dimensión de la alegría que pertenece plenamente al magisterio de Juan Pablo II sobre este tema. Su formulación de fondo es esta: «La alegría proviene del descubrimiento del sentido del dolor». Y no faltaban en él nunca las manifestaciones de la simpatía y buen humor que son la consecuencia de una alegría estable y sólida. Una vez un visitante en los años en los que el Parkinson estaba ya avanzado, le manifestó su impresión sobre lo bien que lo encontraba. Juan Pablo II, esbozando una sonrisa y con indudable realismo irónico, le respondió: «Pero, ¿usted cree que no veo en televisión la pinta que tengo...?».
En otra ocasión, recibiendo a un grupo de amigos polacos de su juventud, uno de ellos hizo una referencia a su caminar, en aquella época ya difícil, para afirmar que en definitiva aquel límite físico no era tan importante. Una vez más, con un buen humor bromista, el Papa le respondió: «Ciertamente; y menos mal que esto ha comenzado por las piernas y no por la cabeza...!».
Cuando se está convencido, como él, que «La alegría proviene del descubrimiento del sentido del sufrimiento» entonces dos actitudes humanas −buen humor y aceptación de la aflicción− que parecerían enloquecer si se quieren vivir simultáneamente, no solamente pueden estar unidas sino que, al final, una es la base y la razón de la otra. Así me ha parecido ver en él hasta el final de su vida.
Esto abre el camino a una reflexión, que será muy breve sobre algunas enseñanzas que Juan Pablo II nos ha dejado principalmente a quienes somos médicos pero también a todos. Y mencionaré sólo tres aspectos.
Primera consideración: Recuerdo un día en el que, en Castelgandolfo, Juan Pablo II fue visitado por un especialista que lo sometió a una detallada y meticulosa exploración neurológica. Me encontraba yo también en aquella habitación. Hacia el final el médico dirigió al Papa esta pregunta: «¿Cómo vive usted, Santo Padre, esta situación?» La pregunta era claramente de carácter médico: de hecho el modo como una enfermedad es percibida y vivida por el paciente es, como sabemos, una dato de importante significación clínica. La respuesta del Papa fue: «Yo me pregunto qué me quiere decir Dios con esto».
La pregunta, lógicamente, había sido formulada en el nivel experiencial, natural, médico. La respuesta se elevaba a otro plano más alto; a aquel plano en el que el sufrimiento y las limitaciones pueden encontrar no ya la respuesta de un diagnóstico clínico sino el horizonte de un sentido, de un significado.
Yo pienso que todos tenemos la experiencia de que quien sufre no puede dejar de preguntarse sobre el sentido de lo que le ocurre. Pero sufre todavía más si no encuentra un espacio en donde su sufrimiento puede encontrar un sentido. Es más, se podría decir que no encontrar respuestas a los interrogantes de la aflicción es y en sí la más dolorosa de las aflicciones.
Y podemos ponernos una pregunta: ¿en qué modo compete al médico ayudar al paciente para que descubra o por lo menos pueda iniciar un itinerario hacia el significado de su enfermedad? ¿Puede el médico substraerse completamente a la responsabilidad de acompañar al paciente en el camino que lo lleva a buscar respuestas a las preguntas: porqué el sufrimiento y porqué a mí?
Segunda breve reflexión: para Juan Pablo II era importante comprender el paciente −y, a veces, hacer que el paciente mismo se considere− como sujeto en su enfermedad y no solamente como objeto de una cura.
Después del atentado y los muchos días de convalecencia en el hospital sucesivos a la infección por citomegalovirus, el grupo de médicos que lo atendían discutían un día entre ellos sobre la posible fecha de la dimisión del enfermo. Quizás el Papa escuchó desde su habitación parte de aquella conversación. En un cierto momento, el Papa entró en aquella habitación. Cogió una silla y sentándose junto a los médicos les dijo: «Si me permitís, no podéis decidir vosotros solos sino que, por lo menos, debemos decidir esto juntos. El paciente es siempre sujeto de su enfermedad y no solamente el objeto de un tratamiento terapéutico».
Yo pienso que Juan Pablo II nos transmitía con aquellas palabras una grande lección para el ejercicio de la medicina. No se trata de la misma manera a un objeto a curar, que a un sujeto que busca y espera una curación. Porqué la consideración de un paciente como sujeto tiene necesariamente en cuenta no sólo los factores y procesos patógenos presentes en toda enfermedad sino también aquel amplio campo representado por las expectativas −siempre diversas en cada persona− de las realidades familiares, laborales, proyectuales. En definitiva, aquel conjunto de factores biográficos que conforman siempre la peculiaridad de cada persona singularmente considerada.
La razón instrumental, aquella que es necesaria −es más, imprescindible− a la ciencia médica para progresar, no debería invadir del todo y conformar completamente la relación personal entre médico y paciente.
Si la síntesis de todas las exigencias éticas en las relaciones humanas es simplemente tratar a las personas como personas, se entiende por qué es diferente tratar un paciente como una persona con una propia historia y un propio futuro, o por el contrario tratarla como el "locus", el lugar de un problema técnico. Esta diferencia se hace evidente en el cuadro completo de la relación médico-paciente que incluye incluso aspectos aparentemente muy lejanos de la metodología médica tales como la forma amable del lenguaje, el tiempo reducido de la espera en los consultorios, la limpieza del ambiente, la paciencia y el interés con que se escucha al paciente, etc.
Tercera consideración. Desde el inicio de su Pontificado Juan Pablo II dio la indicación de que en todas sus ceremonias públicas las primeras filas estuvieran siempre dedicadas a los enfermos. En sus audiencias en Roma o en sus viajes en todo el mundo, los enfermos ocupaban siempre un lugar preeminente y bien visible.
Antes de las audiencias, él se entretenía con ellos, uno a uno, saludando, acariciando, escuchando. En una de esas ocasiones, quien lo acompañaba le hizo notar discretamente el retardo que se estaba acumulando. Su respuesta fue inmediata: «Con quien sufre no se debe tener nunca prisa». Y continuó con ellos todo el tiempo necesario.
Pienso que para el médico pero también para cualquiera de nosotros esta frase: «Con quien sufre no se debe tener nunca prisa» es una estupenda indicación que va mucho más allá de hacer lo necesario para alcanzar un diagnóstico y decidir una terapéutica. Porque quien sufre necesita, en cuanto ser humano, aquel "algo más" que la persona de quien sufre merece y necesita.
El sufrimiento, sobre todo cuando es duradero y no solamente episódico, tiende a menudo a encerrar al ser humano en un círculo particular del sufrir que lo lleva como a aislarse, a cerrase en sí mismo a veces con los rasgos que asemejan al egoísmo. Porque quien sufre siente que tendría que tener parte en un bien que los demás tienen y a él le falta.
Con el «no tener prisa con quien sufre» Juan Pablo II nos enseña la actitud adecuada para destruir la soledad que amenaza siempre a quien sufre; a ir más allá de la cárcel en la que el cuerpo puede llegar a convertirse cuando no le llega de los demás el gesto afectivo pero también físico, corporal, expresivo en la dirección de la comunión que nos abre al encuentro con el otro y arranca al otro del aislamiento de sus límites y de sus temores.
El cuerpo humano es, siempre, barrera, límite físico que nos separa de los demás: donde está mi cuerpo no puede estar ningún otro. Pero también es verdad que precisamente por el cuerpo podemos acercarnos a los otros, comunicar con ellos. El gesto del cuerpo es expresión de una convicción del espíritu. La clausura al otro es egoísmo. La apertura al otro que puede manifestar mi corporeidad es comunión, compasión y condivisión con el mundo del otro. Juan Pablo II nos invita a desmontar la soledad interior de quien sufre. Pero destruir la soledad significa hacer que la soledad misma resulte imposible. No siempre se puede curar una enfermedad. No siempre se puede aliviar del todo un sufrimiento. Pero siempre es posible hacer lo imposible para eliminar la soledad.
Pero al final, había todavía una enseñanza de Juan Pablo II que le quedaba por transmitirnos. Y esto se hizo evidente en los últimos años de su existencia cuando la enfermedad y el sufrimiento se hicieron tema central de su propia vida. Antes del atentado, Juan Pablo II no había conocido directamente el mal físico con tanta invasora fuerza. Después, en diversas ocasiones, la dimensión física del dolor lo visitó y acompaño durante años. Diría que desde entonces comenzó a escribir la encíclica más bella de todo su largo Pontificado porque no la estaba escribiendo con palabras sino con su propia vida. Lo que en aquellos años decía aún sin poderlo a veces manifestar era que la enfermedad no es flagelo espectacular y no es ni siquiera una condena aplastante. El sufrimiento pertenece a la existencia como experiencia esencial de la persona humana. La enfermedad no solo no lleva a la desesperación sino que se presenta como una simplificación excepcional, una destilación saludable de lo que es realmente humano respecto a todo el resto. No se da vida sin sufrimiento y no se da vocación sin dolor porque nada grande nace solamente del placer sino que emerge como una novedad que lacera y aniquila antes de rejuvenecer y dar esperanza.
Si en él había, a veces, una primera reacción, muy humana, de resistencia −como, por ejemplo, en un examen de los médicos o en la dificultad para permanecer de pie largo tiempo en las ceremonias litúrgicas− inmediatamente era evidente en él un acto profundo de aceptación. Así hasta el final de su existencia terrena. Mirándolo, en aquellos años, nos faltaba −sobre todo a quienes estábamos más cerca de él− su sonrisa habitual que la rigidez muscular de su enfermedad le había robado. Pero era solamente la imposibilidad de manifestar al externo una sonrisa que en su interior permanecía intacta. Como siempre.
La última vez que lo vi fuera del lecho en donde se consumó su existencia, era en una silla de ruedas empujada por una religiosa en su apartamento. La distancia era corta: los escasos diez metros que discurrían entre su habitación y la capilla de su apartamento. Era allí, junto al tabernáculo, en donde pasaba su tiempo aquellos días.
Era el lugar en donde del sufrimiento se podía entender todo. Porque era allí en donde la aceptación más plena hacía del sufrimiento humano, ofrenda.
Joaquín Navarro-Valls
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