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En el ámbito de la fe cristiana, el que escucha reconoce los contenidos de la fe, es decir, el conocimiento propio de la fe que le lleva al amor a Dios y al prójimo
Podría parecer que escuchar es deber exclusivo del que tiene que aprender. Pero no. Es también necesario para quien quiera enseñar y ayudar. Cuando amamos a alguien le llegamos a conocer más profundamente y deseamos ayudarle, para unirnos cada vez más a él. Y para eso nos damos cuenta de que debemos escucharle. Claro que esto pide confianza y lleva su tiempo.
El educador debe aprender a escuchar
Escuchar, para los que forman a otros, requiere un “tiempo educativo”, necesario para dar paso en el otro a un nuevo conocimiento, que comporta un cambio de disposiciones y de actitudes.
Durante ese tiempo, la autoridad ha de compaginarse con la atención y la cercanía, la paciencia y la misericordia. La relación entre estos dos polos, la autoridad y la cercanía o el cariño, se decide en la profunda relación entre la verdad y el amor.
El educador debe aprender a escuchar. La realidad personal de sus alumnos (sus vidas en sus contextos) pide ser escuchada y “obedecida”, es decir, atendida, reflexionada, respondida. Y no solo al principio o en una aislada actividad, sino continuamente y como dimensión de toda la tarea educativa. De esta manera el educador aprende y solo se puede educar si se aprende, entre otras cosas, a escuchar. Y si es atendido y escuchado, aunque no se dé cuenta, el que aprende también enseña al que le educa.
Muchas cosas se aprenden o profundizan solo cuando se escuchan de los demás, o incluso cuando uno mismo las expresa a otros. De ahí la importancia de la familia y de los grupos en toda tarea educativa.
La fe como escucha
Pues bien, como sucede con el conocimiento propio del amor, la fe es una escucha personal, unida a la adhesión, a la búsqueda de unión y al seguimiento (cf. Jn 1, 37; 10, 3-5).
La Biblia presenta la fe ante todo como un don de Dios, y también como “escucha” por parte del hombre. El conocimiento de la fe −como se observa desde Abrahán− está ligado a la alianza de un Dios fiel. El Dios vivo establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra que interpela personalmente a quien escucha.
Por eso San Pablo dice con expresión que se ha hecho clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10, 17). La fe es confianza y respuesta, que proviene del fiarse de Dios y por tanto de escucharlo. Y así estar disponible para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios (cf. encíclica Lumen fidei, nn. 13 y 29).
Porque la fe es escucha es también respuesta, que se traduce en coherencia de vida ante Dios y en forma de anuncio dirigido a otro. Así el cristiano colabora, con su palabra, en la transmisión de la fe. Ahora bien, la primera “palabra” es la autenticidad, la coherencia de la propia vida.
Que la palabra, especialmente la del educador en la fe, deba acompañarse y, más aún, ser precedida por la vida, es reflejo de la “pedagogía divina”. Dios se ha comunicado a los hombres «con palabras y con obras» (Concilio Vaticano II, const. Dei Verbum, 14). Y Jesús «hizo y enseñó» (Hch 1, 1). Así los acontecimientos de la historia de la salvación (por ejemplo en el pueblo de Israel), y más todavía los hechos de la vida de Jesucristo, son como las primeras “palabras” de Dios, que luego son explicadas por los profetas y sobre todo por Jesús, que es la misma Palabra hecha carne.
De esta manera las obras realizadas por Dios, y especialmente por Cristo, manifiestan y confirman las realidades que la doctrina o las palabras significan. A su vez, las palabras proclaman y esclarecen el misterio contenido en el obrar divino.
Por ejemplo, el paso del mar Rojo era prefiguración de la salvación que Cristo ha traído por el Bautismo, sacramento que nos hace hijos de Dios en su Hijo, tal como el mismo Cristo nos enseñó al querer ser bautizado por Juan y al hablarnos de renacer del agua y del Espíritu (Jn 3, 5).
Hechos y palabras
Palabras y hechos, hechos y palabras. Por eso las enseñanzas del educador en la fe no pueden desvincularse de la autenticidad y coherencia de su vida cristiana y de su conducta. De nada serviría un catequista o un profesor de Religión que enseñara una cosa diferente de la que vive o intenta vivir. La educación en la fe, como parte de la evangelización, es al mismo tiempo testimonio (que incluye la capacidad de escuchar) y anuncio, palabra y sacramento, enseñanza y compromiso.
Que la fe es escucha significa que procede de otro y no de uno mismo. Como respuesta, la fe forma parte de un diálogo; diálogo con Dios y diálogo con los demás. La fe cristiana abre a la oración y se manifiesta también a la hora de confesar o profesar la fe: sólo se puede responder “creo” en el contexto del “creemos”; es decir en el “nosotros” de la familia de Dios que es la Iglesia (cf. enc. Lumen fidei, n. 39).
La confianza entre las personas es fundamental en la vida humana y sin ella no existiría la sociedad. En el ámbito de la fe cristiana, el que escucha reconoce los contenidos de la fe, es decir, el conocimiento propio de la fe que le lleva al amor a Dios y al prójimo. Todo ello lo acoge en libertad y lo sigue en obediencia (del latín: ob-audire, “saber escuchar”). Por eso San Pablo habla de la «obediencia de la fe» (Rm 1, 5; 16, 26). El Magisterio de la Iglesia es fiable porque él mismo se fía de la Palabra de Dios que escucha, custodia y expone (cf. Lumen fidei, 49; Dei Verbum 10).
La fe requiere un tiempo para que la Palabra sea anunciada y sea escuchada. Es el tiempo del seguimiento, de la escucha y de la respuesta. Es el “tiempo educativo” de la fe, el tiempo que requiere hacerse cargo de la verdad, del bien, de la belleza. El educador de la fe debe ser paciente y misericordioso. Saber esperar, perdonar, recomenzar una y mil veces, pedir luces para acertar, rectificar cuando sea necesario, siempre buscando el bien y nada más que el bien para aquellas personas que se le confían.
Jesús escucha. Escuchar para educar en la fe
«Escucha Israel» (cf. Dt 6, 4) es el origen de la oración judía de la Shemá, recogido en la Biblia. También Jesús escucha y aprende de María y José. Luego escucha a los discípulos para enseñarles, a los enfermos y desvalidos, pobres y pecadores, para ayudarles. Escucha en silencio a Pilatos y a los que le maltratan. Y siempre escucha, ante todo, a su Padre en el diálogo de la oración. Jesús, que es Palabra eterna del Padre, quiere escucharle siempre, para unirse a Él por el Amor y manifestar ese amor al mundo.
Siguiendo el ejemplo de Jesús y unido a Él, el educador en la fe −padre o madre de familia, catequista, maestro o profesor, formador− debe escuchar diariamente a Dios en la oración. Así puede discernir Su voluntad, Sus caminos, Sus lecciones, para uno mismo y para los demás.
Y de esta manera se comprueba, sobre todo aquí, en la educación de la fe, que todos enseñan y todos aprenden. Unos y otros “obedecen” en distintos modos. El educador es un referente especial, por sus dones y formación, que le hacen más responsable ante Dios, la Iglesia y la sociedad.
Decíamos que muchas cosas se aprenden o profundizan solo cuando se escuchan de los demás, o incluso cuando uno mismo las expresa a otros. Esto es aún más importante en la educación de la fe, puesto que la fe viene en gran parte por el oído. Y se recibe, se vive y se transmite en la familia de Dios, la Iglesia. Y tiene consecuencias culturales, sociales y eclesiales. Hay que aprender a escuchar sobre la fe en familia.
Escuchar a los demás, para poder ayudarles, forma parte de escuchar a la realidad con el fin de comprenderla. Y aquí se trata de hacerlo siempre desde la fe, en la fe, escuchando al Espíritu Santo para secundar sus inspiraciones.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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