Una meta de los cristianos es ilusionar de nuevo a Europa recuperando la esperanza perdida
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No es casual que el término ‘cultura de la vida’ −objeto luego de la segunda encíclica de Benedicto XVI− apareciera unas 150 veces en la Exhortación sobre la Iglesia en Europa del 28 de junio de 2003
He recordado textos clásicos de Tomás de Aquino, al leer las consideraciones sobre jóvenes y viejos en el tiempo presente, que tanto impactaron a Eugenio Scalfari en su reciente conversación con el Papa Francisco.
Aparte de la virtud teologal, el Aquinate dedica amplio espacio en la Suma Teológica (1-2, q. 40) a las pasiones de la esperanza y la desesperación, típicas del llamado apetito irascible. Y, dentro de su metodología, se pregunta por aspectos esenciales, como si la experiencia es causa o no de la esperanza (art. 5). Aduce una cita de la Retórica de Aristóteles: «los viejos difícilmente tienen esperanza, a causa de su experiencia». Pero, en otro lugar, el Filósofo afirma que «algunos tienen firme esperanza por haber vencido a muchos y en muchos ocasiones», lo cual provendría de la experiencia, y ésta sería causa de esperanza.
En definitiva, la experiencia facilita al ser humano actuar con facilidad, también porque le presenta como factible lo que antes, desde la ignorancia, le habría parecido imposible. Pero puede jugar en sentido contrario, al mostrarle la imposibilidad de algo que le ilusionaba. Por eso, «en los ancianos hay defecto de esperanza por causa de la experiencia, en cuanto ésta les muestra su imposibilidad».
En cambio, «la juventud es causa de esperanza» (art. 6). Las razones son diversas: «los jóvenes tienen mucho futuro y poco pasado; y, por tanto, puesto que la memoria se refiere a lo pasado y la esperanza a lo futuro, tienen poco en la memoria y viven mucho de la esperanza». Por otra parte, como del ardor del corazón juvenil «nace la tendencia a lo difícil, los jóvenes son animosos y esperanzados». En fin, la propia inexperiencia les hace «buenos para la esperanza».
Y vuelvo al texto de Francisco: «Los más graves de los males que afligen al mundo en estos años son la desocupación de los jóvenes y la soledad en la que son abandonados los viejos. Los viejos necesitan cuidado y compañía; los jóvenes, trabajo y esperanza, pero no tienen ni lo uno ni lo otro, y el problema es que no lo encuentran más. Están aplastados por el presente. Dígame usted: ¿se puede vivir aplastado por el presente? ¿Sin memoria del pasado y sin el deseo de proyectarse en el futuro construyendo un proyecto, un porvenir, una familia? ¿Es posible continuar así? Esto, creo, es el problema más urgente que la Iglesia tiene delante».
Leyendo a Tomás, parece que los jóvenes tendrían que ser esperanzados casi por naturaleza. Para Francisco, en cambio, es preciso forjar condiciones que faciliten esa respuesta positiva hacia el futuro.
Y algo semejante sucede con los ancianos, como se comprueba estos días con las duras noticias que llegan de Bélgica, uno de los países de Europa pioneros en la eutanasia (sin contar las leyes nazis, de fundamento diverso). Un desgraciado caso concreto está sirviendo de punta de lanza para apoyar una reforma que ampliaría la capacidad de provocar la muerte, desde la infancia a la ancianidad. Actualmente, la eutanasia afecta ya al 2% de los fallecimientos. Y esos casos se proyectan también sobre Francia, donde el presidente François Hollande parece dispuesto a reformar la ponderada ley Leonetti sobre el fin de la vida, de 2005.
Europa necesita reaccionar, como escribía en La CroixDominique Quinio, también ante el alarmante número de suicidios entre jóvenes y viejos. No parece que la solución esté en reconocerlo como un derecho que el Estado deba facilitar. La directora del diario se preguntaba: «¿Para qué luchar por mejorar el final de la vida −cuidados y apoyo moral−, si la eutanasia se plantea como alternativa? ¿Cómo respetar la dignidad de personas privadas de discernimiento por la enfermedad o la discapacidad, si llega a ser legal decidir que la muerte es una solución para ellos?»
Juan Pablo II defendió hasta el final de sus días en la tierra la cultura de la vida y apostó por la esperanza, capaz de entusiasmar también a los jóvenes. No es casual que ese término −objeto luego de la segunda encíclica de Benedicto XVI− apareciera unas 150 veces en la Exhortación sobre la Iglesia en Europa del 28 de junio de 2003. Quizá porque una meta de los cristianos es ilusionar de nuevo a Europa recuperando la esperanza perdida.