Marchar a la calle llevando a Cristo, salir también a las periferias de la increencia, de la moral que corrompe, de la mundanidad que envilece
Las Provincias
Marchar a la calle llevando a Cristo, salir también a las periferias de la increencia, de la moral que corrompe, de la mundanidad que envilece. Siempre con el ejemplo, con una intensa formación y una auténtica vida cristiana, con la oferta libre de la Palabra
Con un argentinismo muy expresivo −castellano puro−, el Papa Francisco repite que Jesús no balconea, una invitación a no ver los toros desde la barrera. Más en positivo, si se quiere, también ha reiterado que Cristo es ‘callejero’: así aparece en los Evangelios. La vida pública del Señor es un incesante ir y venir por aquellos caminos polvorientos de su tierra para hacer el bien a todos, con su doctrina, con sus milagros, pero sobre todo con su Persona, que nos muestra al Dios mismo hecho hombre. Como afirmó Benedicto XVI, Cristo nos ha traído a Dios, al Dios misericordioso de quien habla sin cesar el Papa Francisco.
Jesús es callejero para volcar su misericordia dando la vista a los ciegos, levantando a los tullidos, limpiado a los leprosos, resucitando a los muertos, premiando la fe del Centurión de Cafarnaúm, compadeciéndose de la hemorroisa, facilitando comida a los hambrientos... Pero muestra su máxima misericordia en modo superlativo absorbiendo nuestros pecados para redimirlos en la Cruz. Los hace tan suyos que san Pablo podrá escribir aquel atrevimiento verdadero: Dios le hizo pecado. Vivió nuestro mundo hasta en sus más bajos fondos porque los hizo suyos, puso en su corazón toda la miseria ajena: eso es la misericordia, que ahora se manifiesta de mil modos, especialmente en los sacramentos de la Eucaristía y la Confesión.
Pero no podemos ver los toros desde la barrera, no podemos balconear. San Josemaría dejó escrito: «No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ‘ut omnes homines salvi fiant’ (Ioh XX, 29), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 106). Así estamos en la plaza, siendo el mismo Cristo que se compadece de los hombres, y llega hasta cada uno en la persona de cada cristiano llamado a vivir la misma misericordia de su Corazón con todos los humanos.
Me alegra enormemente esta sintonía de Francisco con el empuje de San Josemaría estimulando a los cristianos corrientes a estar en la calle. Citaré un texto más general y dos más concretos. El primero −uno entre centenares−, tomado de Surco dice así: «La fidelidad −el servicio a Dios y a las almas−, que te pido siempre, no es el entusiasmo fácil, sino el otro: el que se conquista por la calle, al ver lo mucho que hay que hacer en todas partes». Con gran normalidad, pero saliendo a las diversas periferias que nos rodean, buscando la inclusión, no permitiendo que nadie sea material de desecho, poniendo en el corazón propio la miseria ajena, persiguiendo la cultura del encuentro. ¡Qué actitud tan distinta de la que culpa a otro de todo, del que lloriquea con ocasión y sin ella, del quejumbroso que no siembra esperanza!
Escribo en el aniversario de la canonización del fundador del Opus Dei y he de afirmar que siento una alegría especial al citar sus textos. Voy a los dos restantes, ambos de Camino. Se lee en el punto 419: «−Niño. −Enfermo. −Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? / Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él». ¿No está aquí sintetizado de algún modo el deseo de inclusión del Papa actual? ¿No vemos en niños y enfermos a todos los dolientes e inermes, a los desamparados que debemos buscar con ocasión de nuestras propias tareas? En la calle, sin balconear.
El último texto elegido de memoria es el n. 790: «¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?» Se asemeja a lo que sobre la mundanidad acaba de predicar Francisco en Asís. Se parece al impulso de la última JMJ: «Quisiera decir una cosa: ¿qué es lo que espero como consecuencia de la Jornada de la Juventud? Espero lío. Que acá adentro va a haber lío, va a haber. Que acá en Río va a haber lío, va a haber. Pero quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera… Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos». Obviamente, ese lío no será ruidoso las más de las veces, pero sí eficiente.
Marchar a la calle llevando a Cristo, salir también a las periferias de la increencia −cuánto tino en su carta a La Reppublica−, de la moral que corrompe, de la mundanidad que envilece. Siempre con el ejemplo, con una intensa formación y una auténtica vida cristiana, con la oferta libre de la Palabra. También recuerda a Juan Pablo II con su «¡Levantaos! ¡Vamos!».