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Han pasado once años desde que el Papa Juan Pablo II llamó a san Josemaría "el santo de lo ordinario"
Ofrecemos un video de la ceremonia de canonización, celebrada en la Plaza de san Pedro el 6 de octubre de 2002 y la homilía pronunciada por el Santo Padre con este motivo.
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Homilía del Santo Padre Juan Pablo II en la Misa de canonización
del beato Josemaría Escrivá de Balaguer,
el domingo 6 de octubre de 2002
1. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Estas palabras del apóstol san Pablo, que acaban de resonar en nuestra asamblea, nos ayudan a comprender mejor el significativo mensaje de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, que celebramos hoy. Él se dejó guiar dócilmente por el Espíritu, convencido de que sólo así se puede cumplir plenamente la voluntad de Dios.
Esta verdad cristiana fundamental era un tema recurrente de su predicación. En efecto, no dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para hacer que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios y la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una sola existencia «santa y llena de Dios». «A ese Dios invisible ─escribió─ lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, n. 114).
También hoy esta enseñanza suya es actual y urgente. El creyente, en virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a entablar con el Señor una relación ininterrumpida y vital. Está llamado a ser santo y a colaborar en la salvación de la humanidad.
2. «Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y lo dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (Gn 2, 15). El libro del Génesis, como hemos escuchado en la primera lectura, nos recuerda que el Creador ha confiado la tierra al hombre, para que la «labrase» y «cuidase». Los creyentes, actuando en las diversas realidades de este mundo, contribuyen a realizar este proyecto divino universal. El trabajo y cualquier otra actividad, llevada a cabo con la ayuda de la gracia, se convierten en medios de santificación cotidiana.
«La vida habitual de un cristiano que tiene fe ─solía afirmar Josemaría Escrivá─, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente» (Meditaciones, 3 de marzo de 1954). Esta visión sobrenatural de la existencia abre un horizonte extraordinariamente rico de perspectivas salvíficas, porque, también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación. Por tanto, se comprende más fácilmente lo que afirma el concilio Vaticano II, esto es, que «el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo (...), sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber» (Gaudium et spes, 34).
3. Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el santo fundador os indica, queridos hermanos y hermanas que hoy os alegráis por su elevación a la gloria de los altares. Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo. Le gustaba reiterar con vigor que la fe cristiana se opone al conformismo y a la inercia interior.
Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis «sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13) y brillará «vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).
4. Ciertamente, no faltan incomprensiones y dificultades para quien intenta servir con fidelidad a la causa del Evangelio. El Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de la cruz a cuantos llama a seguirlo; pero en la cruz ─repetía el nuevo santo─ encontramos luz, paz y gozo: lux in cruce, requies in cruce, gaudium in cruce!
Desde que el 7 de agosto de 1931, durante la celebración de la santa misa, resonaron en su alma las palabras de Jesús: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32), Josemaría Escrivá comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la cruz de Cristo sobre toda realidad humana y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes. Acogió entonces sin vacilar la invitación hecha por Jesús al apóstol Pedro y que hace poco ha resonado en esta plaza: «Duc in altum!». Lo transmitió a toda su familia espiritual, para que ofreciese a la Iglesia una aportación válida de comunión y servicio apostólico. Esta invitación se extiende hoy a todos nosotros. «Rema mar adentro ─nos dice el divino Maestro─ y echad las redes para la pesca» (Lc 5, 4).
5. Pero para cumplir una misión tan ardua hace falta un incesante crecimiento interior alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria «arma» para redimir al mundo. Recomendaba siempre: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy "en tercer lugar", acción» (Camino, n. 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Este es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos.
Que el Señor, queridos hermanos y hermanas, os ayude a recoger esta exigente herencia ascética y misionera. Os sostenga María, a quien el santo fundador invocaba como Spes nostra, Sedes Sapientiae, Ancilla Domini.
Que la Virgen haga de cada uno un testigo auténtico del Evangelio, dispuesto a dar en todo lugar una generosa contribución a la construcción del reino de Cristo. Que nos estimulen el ejemplo y la enseñanza de san Josemaría para que, al final de la peregrinación terrena, participemos también nosotros en la herencia bienaventurada del cielo. Allí, juntamente con los ángeles y con todos los santos, contemplaremos el rostro de Dios, y cantaremos su gloria por toda la eternidad.
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