Un filósofo alemán decía que el ruido era el archienemigo supremo de quien se dedica a pensar en serio, y estoy de acuerdo
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El filósofo alemán Arthur Schopenhauer decía en 1850 que el ruido era el archienemigo supremo de quien se dedica a pensar en serio, y estoy de acuerdo
Hace cosa de quince años comencé a sentir pitidos en ambos oídos. Me diagnosticaron la dolencia que los norteamericanos llaman ‘tinnitus’ y los médicos españoles ‘acúfenos’ (del griego, ‘acu-’: sonido, y ‘feno’: aparente), esto es, ruidos sin causa externa, que afectan con frecuencia a personas sometidas a un ambiente ruidoso (explosiones, rock duro, etc.) y al estrés. El otorrino me explicó que no había curación, que tenía que aprender a adaptarme —esta es la palabra mágica— y me recomendó que me apuntara a la American Tinnitus Association para estar al día en los avances terapéuticos.
Desde entonces un poderoso ruido alojado en el cerebro me ha acompañado constantemente. No cuento esto para inspirar compasión, sino para intentar persuadir a quienes lean estas líneas de que el silencio es un tesoro, para todos difícil de conseguir, y para algunos prácticamente imposible tanto de día como —sobre todo— de noche.
Muchos tienen miedo al silencio. Se levantan por la mañana con música en el despertador; salen a la calle con el iPod encendido; tienen siempre en su casa la televisión o la radio puestas. Pero quienes no encienden esos aparatos porque aman el silencio tampoco lo tienen fácil. No solo en las oficinas suenan tercamente los teléfonos, hace ruido la ventilación forzada o el aire acondicionado y emiten vibraciones y sonidos los diversos aparatos, sino que, incluso aunque se adentren en los parques más frondosos de nuestras ciudades, puede oírse siempre como ruido de fondo el fragor lejano del tráfico.
Estamos tan acostumbrados al ruido ambiental que quien va a la montaña y sube un poco —o quien bucea en el mar— enseguida advierte gozosamente que puede oír el silencio. Hace cincuenta años Simon and Garfunkel emocionaron a toda una generación con su ">The Sound of Silence, que ahora mismo escucho de fondo para ocultar el ruido del ventilador y también así enmascarar mi tinnitus.
Todos tenemos experiencia de que la música es una compañera excelente para tareas mecánicas, pues relaja la tensión, reduce otros ruidos ambientales y recoge la imaginación. Los estudiantes saben que estudiar con música ayuda a veces a la concentración, con tal de que no entiendan la letra y de que el volumen no esté demasiado alto.
Leía hoy en el New York Times un sugestivo artículo de George Prochnik —de cuya lectura nace esta reflexión— en el que recordaba cómo el filósofo alemán Arthur Schopenhauer decía en 1850 que el ruido era el archienemigo supremo de quien se dedica a pensar en serio, y estoy de acuerdo.
Sin embargo, no es solo el ruido exterior. Me contaba una filósofa en peregrinación a Santiago de Compostela lo que le habían dicho en el Monasterio de Silos: allí los monjes atesoraban silencio, soledad y tiempo. Como ella tiene tanto ruido dentro —añadía—, no podía hacer otra cosa que seguir caminando hacia adelante. Así es. A muchas personas los ruidos que llevan dentro les ensordecen tanto que no les resulta posible escucharse a sí mismas ni escuchar a los demás.
Como en contraste, hay espacios de oración —hechos casi siempre de piedra y de luz— en cuyo silencio se siente la elocuente presencia de Dios. No hace falta siquiera ser cristiano para advertirlo. Dios “habla siempre en eterno silencio —explicó san Juan de la Cruz— y en silencio [su palabra] ha de ser oída del alma”. Lo hace sin ruido, para que pueda oírle el corazón bien preparado.
Esa escucha íntima requiere estar dentro de sí, acallar el ruido interior, que viene a ser como un molesto tinnitus en el alma. No sé si esto es algo que se pueda enseñar, pero sí sé que el silencio es un tesoro valiosísimo que merece la pena buscar y que, incluso aunque se padezca un pertinaz tinnitus en el cuerpo, puede realmente descubrirse.