Cuando escribo, se cumplen cincuenta años del día en que conocí a un Santo
Las Provincias
Hoy hace cincuenta años… quedé convencido de haber conocido a un Padre muy cercano, a un hombre muy normal y muy extraordinario, a alguien que se empeñaba a diario en la lucha por la santidad y en arrastrar a tantos cuantos podía a esa pasión
Cuando escribo, se cumplen cincuenta años del día en que conocí a un Santo. Habrá pasado algún tiempo cuando se publique. Yo era un joven universitario que había pedido recientemente la admisión en el Opus Dei. Un buen grupo de gente en parecida situación nos reunimos para un curso de verano −donde descansar y formarnos− en el Colegio Mayor Belagua de la Universidad de Navarra. San Josemaría Escrivá pasaba unos días, si no recuerdo mal, en Elorrio, en la tierra vasca que tanto amaba, como toda la entrañable geografía española. Aunque sea una digresión, dijo de Valencia que le parecía que el Señor deseaba que amase particularmente a nuestra ciudad.
El veintitrés de agosto de 1963 se vino hasta Pamplona para visitarnos. Yo sólo conocía Camino y había escuchado en un viejo magnetofón una no menos vieja cinta con la grabación de la homilía Vida de Fe, publicada años después. Me entusiasmaba −y me entusiasma− la fuerza de esa meditación, como me encantaron otras que conocí bastante más tarde. Ese era mi bagaje de la persona que nos visitaba y, claro, que era el fundador del Opus Dei y que, como vivíamos como una familia, se le llamaba Padre, pero no como el común denominador usado para hablar a un sacerdote o, en España, más habitualmente a un religioso, a quienes amaba san Josemaría, pero sabiéndose sacerdote secular cien por cien. Era el Padre porque era padre de veras, así, sencillo, como habría dicho un vasco.
Luego he pensado que los carismas que Dios reparte entre sus hijos, algunos −como en este caso− muy especiales, se traslucen en cierto modo al exterior. Si podía tener alguna idea fantasiosa del fundador, se me desvaneció nada más conocerlo: se veía a un Padre que generaba alegría y confianza conforme avanzaba de la puerta hasta llegar al oratorio para saludar al Señor −siempre era lo primero− y continuando después por el pasillo que conducía a la sala de estar. Éramos muchos porque se habían sumado los de otro curso que se realizaba en el Colegio Mayor Aralar. Éstos eran profesionales jóvenes que habían vivido en Roma.
A la naturalidad inicial, ya asombrosa, se sumaron más sorpresas: conocía detalles muy concretos de los llegados de Italia, tales como la operación quirúrgica del padre de un norteamericano, el estado de la construcción de una casa de retiros en Irlanda que comentaba con otro de este país, el interés por la familia de otro, etc. Esto no sucedió de golpe, sino a medida que los iba descubriendo entre los pocos sentados en sillas, los muchos colocados en el suelo y bastantes que permanecían de pie haciendo fondo. Aquello no tenía orden ni concierto: era una tertulia familiar en la que cada uno contaba lo que quería, otro preguntaba si cantábamos e íbamos a ello, después un chiste. Y entre una cosa y otra la reflexión sobrenatural, el impulso para orientar todo hacia Dios, el descubrimiento de horizontes apostólicos no imaginados.
Su impulso me hace ahora recordar ese punto de Camino: «No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, “católico”. No vueles como un ave de corral, cuando puedes subir como las águilas». Pero no sonaba a prédica sino a un no sé qué de entusiasmo contagioso, de natural sobrenaturalidad que pasaba las fronteras de lo humano a lo divino y viceversa, sin mezclar los planos, respetando la libertad que pregonaba a los cuatro vientos: soy amigo de la calle, del aire libre, del agua clara, me gusta querer al mundo con toda el alma, decía con canción que era rezo, que se impregnaba de Dios sin dejar de amar nada de cuanto es humano. Además, aprendí que ese vuelo de águila era para servir.
Yo era más bien tímido, pero casi sin darme cuenta le estaba preguntando por su intención especial, algo por lo que toda la Obra rezaba y que vendría a ser la erección del Opus Dei en Prelatura personal, figura jurídica que salvaguardaba la unidad de todos los hombres y mujeres que habían recibido esa vocación, bajo la cabeza del Prelado y sus vicarios; y, a la vez, la secularidad, la realidad de que sus miembros eran hombres y mujeres corrientes, bautizados que vivían su vocación cristiana en medio del mundo con un espíritu querido por Dios; y unos sacerdotes plenamente seculares, iguales a sus hermanos de todas las diócesis del mundo.
En aquel momento me respondió lo que podía decir entonces: había que rezar mucho, ofrecer muchas misas y rosarios, y ratos de trabajo y de descanso, y hasta la enfermedad y la muerte, porque era para asegurar el espíritu de la Obra y la eficacia de su apostolado. Se me acaba el espacio y queda lo fundamental: quedé convencido de haber conocido a un Padre muy cercano, a un hombre muy normal y muy extraordinario, a alguien que se empeñaba a diario en la lucha por la santidad y en arrastrar a tantos cuantos podía a esa pasión. Hoy, hace cincuenta años, conocí a un Santo.