La inversión de valores ha sido de tal calibre en el mundo actual que la Iglesia tiene que llamar a la revolución
diariodecadiz.es
La inversión de valores ha sido de tal calibre en el mundo actual que la Iglesia tiene que llamar a la revolución
Lo que más discretamente me susurra mis años es el calendario, tan mesurado siempre, casi tímido. Las fotos, en cambio, cantan lo suyo, y ya uno me ha dicho que me va tocando jubilar la que encabeza esta columna, que parezco mi hermano pequeño. He pasado por eso antes: las fotos, a los tres años, caducan. Luego están los achaques, que chillan o chirrían cada vez más. Y también, sobre todo, las manías, artritis mentales. Entre ellas, la alergia que me produce la palabra ‘revolución’.
De la revolución no me gustan ni sus avatares históricos ni el concepto técnico-político abstracto. Me solaza que, en astronomía y en mecánica, la revolución sea propiamente la vuelta completa que da un astro o un objeto alrededor de un eje hasta volver a su exacto punto de inicio, o sea, todo lo contrario de un progreso. Una manera bastante lampedusiana e histórica de describir las revoluciones políticas.
Pero viene Su Santidad, el Sumo Pontífice, el Santo Padre, y propone, a los jóvenes de la JMJ de Río de Janeiro en primera instancia, y a todos nosotros, la revolución: "la revolución de la fe". Ya Benedicto XVI había hablado de "la revolución del amor". Como suele, la Iglesia me invita a hacer una pelota con mis prejuicios y a darles una buena patada. Pero mientras voy redondeando la bola, me permito unas reflexiones.
La palabra revolución se ha ido cargando de connotaciones positivas, como se ve en su constante uso en el marketing y el periodismo. La Iglesia demuestra su agilidad juvenil inculturizando su mensaje eterno en uno de los envoltorios más sugestivos de estos tiempos. Bien. Mucho más interesante aún es ver que, sin querer ponerse dramática, esa expresión viene a reconocer que la inversión de valores ha sido de tal calibre en el mundo actual que la Iglesia tiene que llamar a la revolución. Se siente la necesidad de un cambio brusco y profundo en la economía, en la política y en la sociedad, que solo puede venir del espíritu. Antoine Compagnon ya explicó en su ensayo Los antimodernos que los verdaderos revolucionarios, tras los triunfos sucesivos de las revoluciones, son los contrarrevolucionarios, que conservan intactas la osadía provocativa de su pensamiento y la voluntad de nadar a contracorriente.
Meto, pues, en la pelota de mis prejuicios mis tics de madurito, y le doy una estupenda patada al más puro estilo brasileño. Si toca revolucionario, revolucionario.