Ante una sociedad que tantas veces aparece crispada por la violencia verbal y por la violencia física, no sólo tenemos que ser pacifistas, sino pacificadores
Diario Sur
Se ha dicho de muchos modos que la paz empieza en el corazón; para los cristianos, la paz y la alegría, a pesar de las dificultades, empiezan siempre en el corazón de Cristo
No es necesario ser un especialista en historia de España para tener conciencia de que los conflictos sociales −grandes y pequeños− han hecho su aparición continuamente en nuestro país. Por lo demás, no es que esto sea una especialidad nuestra. Basta pensar que en el siglo pasado comenzaron en el continente europeo dos guerras llamadas, no sin razón, “mundiales”.
La vida de san Josemaría se desarrolló, precisamente, en el periodo marcado por las terribles secuelas que dejaron en todos los ámbitos de la convivencia esos conflictos bélicos, aunque él no se encontrara en el escenario de esos combates. Por el contrario, la terrible guerra civil española le golpeó brutal y directamente. Sin embargo, ocho años antes de que sonaran los primeros cañonazos de la contienda, había llegado a sus oídos un sonido muy distinto. Era el 2 de octubre de 1928. Así lo contaba él mismo: «Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles. Conmovido me arrodillé −estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática− di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles».
Con esa luz en el alma comenzó a trabajar, lleno de fe, para hacer realidad lo que Dios le había hecho ver. Sin ningún medio humano, y contra todos los consejos de la gente que le rodeaba, consiguió poner en marcha una residencia universitaria que tuvo dos sedes distintas. La última se encontraba frente al “cuartel de la montaña”, en el número 16 de la calle de Ferraz. Acabaron de instalarla, con enorme esfuerzo, el sábado 18 de julio de 1936. El lunes 20, se produjo la toma del cuartel por los milicianos. A mediodía, con peligro de sus vidas, abandonaron la residencia que no llegó a inaugurarse.
Casi tres años después, el 28 de marzo de 1939, a punto de acabar la guerra, entraban en Madrid las primeras tropas del ejército vencedor. En el primer camión, con la misma luz en su alma, y con deseo de reencontrarse con los suyos cuanto antes para continuar su trabajo, viene san Josemaría. Mucha gente al ver, después de tan largo tiempo de durísima persecución religiosa, a un sacerdote con sotana, se acercan a besarle las manos. Él las esconde. En su lugar, les da a besar un crucifijo que siempre lleva en el bolsillo. Quizá muchos no adivinaran que, con aquel gesto, el joven sacerdote revela una preocupación que guarda en lo más íntimo de su corazón: le inquieta pensar que los vencedores se puedan mover con ánimo de revancha. Después escribirá: «Hay que unir, hay que comprender, hay que disculpar. No levantes jamás una cruz sólo para recordar que unos han matado a otros. Sería el estandarte del diablo. La Cruz de Cristo es callar, perdonar y rezar por unos y por otros, para que todos alcancen la paz».
Como es natural, acude en cuanto puede a ver el estado en que ha quedado aquella residencia que tantos desvelos le costó, y en la que había depositado tantas esperanzas. Es una pura ruina; nada había quedado a salvo de las balas de cañón. Pero, para su sorpresa y alegría, entre los escombros encontró la cartela con el “mandatum novum”: un pergamino que, con letras sobrias, recogía un texto de san Juan. Estaba colocado en la sala de estudio para que los que la frecuentaban tuvieran delante las palabras del Señor: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros».
San Josemaría repetía con frecuencia que había que comprender incluso a los que no nos comprendieran. Sin embargo, escribió que había algo que él no comprendía: «Violencia, nunca. No la comprendo, no me parece apta para convencer ni para vencer… por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan».
Ante una sociedad que tantas veces aparece crispada por la violencia verbal y por la violencia física, no sólo tenemos que ser pacifistas, sino pacificadores. Se ha dicho de muchos modos que la paz empieza en el corazón. Para los cristianos, la paz y la alegría, a pesar de las dificultades, empiezan siempre en el corazón de Cristo. Deberíamos, por tanto, oír siempre por encima del ruido de los cañones, el sonar de las campanas.