Lo fundamental es acordarnos de la bondad de Dios con nosotros, que pasamos también por valles oscuros o momentos de dificultades
A veces lo más difícil no es perdonar a otro, sino perdonarse a sí mismo (esto es más fácil, y definitivo, si se cuenta con Dios). La película “Camino a la libertad” (Peter Weir, The way back, 2010), ambientada en 1940, relata cómo unos fugados de un gulag en Siberia recorren 6.000 kilómetros hasta la India. Un camino por un valle oscuro, guiados por la esperanza.
El líder del grupo, el polaco Janusz, anhela encontrarse con su esposa, para evitar que siga culpándose a sí misma, por haberle delatado bajo tortura. Los otros tienen también, cada uno, que perdonarse algo, con sus historias y sus esperanzas. La oración de todos, cuando alguno se va quedando en el camino, va jalonando esa aventura y drama que simboliza también nuestra existencia.
El director de la película manifestaba en el New York Times (7-I-2011): "Siempre me han fascinado las historias de supervivencia". Y explica: "Incluso en circunstancias que no son tan extremas, la pregunta sobre qué hace que alguien siga adelante, siempre es intrigante. ¿Para qué vivir? Quiero decir que todo ser humano puede desfallecer. Puedes echarte y morir. Hay algo dentro de nosotros que nos empuja, sea lo que sea".
La Revelación bíblica subraya el papel de la oración, en el creyente que reconoce el amor y la misericordia de Dios, que perdona y libera siempre. Botón de muestra es el salmo 136, que se identifica como, al menos, una parte del “Gran Hallel” cantado por los israelitas en la cena pascual hebrea. Probablemente Jesús lo cantó con sus discípulos antes de salir para el Huerto de los Olivos (cf. Mt 26,30; Mc 14,26).
En él, Israel hace memoria de la presencia salvífica y de los prodigios, las grandes maravillas que el Dios vivo ha obrado por su Pueblo. Y esta memoria consoladora se expresa al ir repitiendo: “porque su amor es para siempre” (o, según otras traducciones, “porque es eterna su misericordia”).
Ante todo, se rememora la creación del mundo. Luego, la liberación de la esclavitud de Egipto (el Éxodo). Más tarde, su guía durante el largo camino por el desierto. Por último, la posesión de la tierra prometida y la protección contra los enemigos, la tentación de los ídolos y la autosuficiencia que llevaría al olvido de los dones divinos…
En su audiencia del 19 de octubre se preguntaba Benedicto XVI cómo podemos aprovechar este salmo, actualizándolo en nuestra vida. Lo fundamental es acordarnos de la bondad de Dios con nosotros, no sólo los cristianos sino todos los hombres, que como el Pueblo de Israel, pasamos también por valles oscuros o momentos de dificultades.
La bondad de Dios con todos se ha manifestado primero en la creación. En segundo lugar, la historia de Israel es un memorial para nosotros, porque nos recuerda que Dios ha creado un pueblo (como preparación y prefiguración de la Iglesia). “Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros”. Y más aún, sigue presente entre nosotros en este Cuerpo de humanidad, la Iglesia, que él ha querido para salvar al mundo: “Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra”.
Se detiene el Papa para subrayarlo: “También en estos dos mil años de historia de la Iglesia está siempre la bondad del Señor”. Y lo testimonia con su propia experiencia: “Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre”.
He ahí lo importante: que la memoria de la bondad de Dios en la historia general, más concretamente en la historia de Israel, y todavía más en la historia de la Iglesia, “se convierte también en fuerza de esperanza” para cada uno en su historia personal:
“Cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna”.
Esta “noche oscura” personal, a la que se refiere Benedicto XVI, puede interpretarse de diversos modos. Puede entenderse como la “noche oscura del alma”, que han experimentado muchos santos. Para la mayoría de los creyentes esto puede referirse más bien a un dejar de sentir, por un tiempo más o menos largo, el calor de la presencia de Dios y la luz de la fe, ante acontecimientos de nuestra vida que no acabamos de comprender, que nos cuesta aceptar, o que, de repente, un día se nos muestran como privados de sentido. No por eso hemos de concluir que Dios no existe o que nos ha retirado su protección. Hemos de acudir entonces a nuestra experiencia, a nuestra reflexión y a la tradición cristiana, para redescubrir cuántos bienes nos ha dado Dios. Y haciendo nuestra esa “memoria” de su amor y misericordia, seguir esperando en Él y agradecerle sus dones, incluso los que no conocemos.
El salmo termina volviendo al agradecimiento por la misericordia de Dios, que “da alimento a todo viviente” (v. 25). Y en este punto observa Benedicto XVI: “El invisible poder del Creador y Señor, cantado en el Salmo, se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel ‘pan de la vida’, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo”.
En efecto, Dios nos ha escogido en Cristo antes de la constitución del mundo para que seamos santos (cf. Ef 1, 4), es decir, hijos de Dios en Cristo (cf. 1Jn, 3, 1). Para eso Cristo fundó la Iglesia que vive y crece a diario con su presencia y alimento en la Eucaristía. Para extender el mensaje de la santidad a otros, nos ha escogido a los cristianos, como recuerda la constitución Lumen gentium, del Concilio Vaticano II.
En conclusión, como señala el Papa, el misterio pascual de Cristo (su muerte y su resurrección, consumada con la venida del Espíritu Santo) y su continuación en la Iglesia, son confirmación de la misericordia de Dios y de su amor eterno para la humanidad y para cada uno de nosotros. Sabernos hijos de Dios nos ayuda a caminar con esperanza, también por los “valles oscuros”, mientras extendemos su familia por el mundo. Y en todo esto la oración ocupa un lugar central.
Ramiro Pellitero, en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com.
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