La historia ha demostrado que el hombre se puede manipular a sí mismo, puede privar de su humanidad a otros seres humanos
Las Provincias
Un estado progresivamente vaciado de su propia naturaleza, justo por legislar cuestiones antropológicas fundamentales sin otra referencia que la decisión mayoritaria
Escribió un filósofo que toda la maquinaria administrativa, legislativa, judicial y ejecutiva son las instituciones políticas que, entendidas en sentido amplio, son el Estado. Y éste debe estar al servicio de la organización de la sociedad, de la división del trabajo, y de la promoción de las instituciones comunitarias. Hoy día —seguía apuntando— su tamaño es tan grande que puede hacer difícil ver la relación con la vida buena (en el más noble sentido de la expresión), que es el fin de la vida social (Yepes).
He recordado estas ideas —particularmente lo relativo a la vida buena— al escuchar una vez más a Benedicto XVI unos conceptos desgranados en el Reichstag alemán, que son convergentes con los vertidos ante el Parlamento británico y en otros muchos lugares. Anteriormente, en su obra Una mirada a Europa, el cardenal Ratzinger escribía que «la moral no es la cárcel del hombre, sino aquello que de divino hay en él». Esta proposición está en consonancia con lo que explicitaba hace unos días ante las Cámaras de su país, recordando cómo en Alemania se pisoteó el derecho hasta transformar el Estado en su instrumento destructor, en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, capaz de llevar el mundo al borde del abismo.
La historia ha demostrado que el hombre se puede manipular a sí mismo, puede privar de su humanidad a otros seres humanos. Entonces —se preguntaba—, ¿cómo reconocer lo justo?, ¿cómo distinguir entre el bien y el mal, el verdadero derecho del que sólo lo es aparentemente? Nunca fue fácil la respuesta a estos interrogantes, aunque es obvio que, en muchos momentos de la historia, se ha luchado hasta la muerte contra lo que se consideraba injusto. Podríamos preguntarnos por qué ha sucedido así tantas veces.
Benedicto XVI venía a responder que los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre originados por un motivo religioso, si bien la diferencia del cristianismo, con respecto a otras religiones, está en que nunca ha impuesto al Estado un ordenamiento jurídico derivado de la revelación, sino que siempre ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho. Después de un recorrido por la filosofía, teología y Sagrada Escritura, recordó que, aunque hasta hace bien poco tiempo parecía clara la fundamentación del derecho, más recientemente se ha producido un cambio dramático de la situación al pensar en el derecho natural como algo propio del mundo católico que no vale la pena considerar. Tras describir brillantemente cómo se ha llegado a la situación de valorar en exclusiva el derecho positivo, afirmó con valentía que «donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades a subculturas, ésta reduce al hombre, amenaza a la humanidad». Apeló al descubrimiento de la ecología como un darse cuenta de que algo no funcionaba en nuestras relaciones con la naturaleza. Y cuando nuestra vinculación con la realidad no marcha, es preciso revisar el conjunto de la misma. Pues también el hombre es alguien que posee una naturaleza, no se crea a sí mismo y no puede manipular a su antojo. El ser humano goza también de una ecología. Debe replantearse hondamente.
Todo esto hace pensar en la necesidad de volver a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón. Kelsen —el gran teórico del positivismo jurídico— abandonó el dualismo ser-deber ser. Antes había afirmado que las normas sólo podían derivar de la voluntad, añadiendo que la naturaleza sólo podría contener en sí normas, si una voluntad las hubiese puesto en ella, lo que supondría un Dios creador. Ahí está el quid de la cuestión: sin Dios, no hay creación, no existe naturaleza, no hay ley natural que sea anterior a cualquier ordenamiento jurídico. El Papa invitaba a reflexionar si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creadora.
Pienso que si no fuera así, no cabría hablar de derechos del hombre. Cuando la reina Sofía se refirió a la ley natural, un periódico la tachó de utilizar conceptos obsoletos. Pienso que si ese concepto está acabado, han terminado la libertad y todos los derechos del hombre. Quedamos a merced del tirano, aunque éste hubiera sido elegido por sufragio universal, como sucedió con Hitler. Disfrutaríamos de aquéllos que benévolamente se nos otorgasen. Así está sucediendo con el Estado de Derecho, un estado progresivamente vaciado de su propia naturaleza, justo por legislar cuestiones antropológicas fundamentales sin otra referencia que la decisión mayoritaria.
Buscando ante el Parlamento británico la fundamentación ética de las decisiones políticas, afirmó que el papel de la religión no es proporcionar normas accesibles a la razón como si no pudieran conocerlas los no creyentes; mucho menos proponer soluciones políticas concretas. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Con esa ayuda correctora, pienso que la fe ayudará a salvar el Estado de Derecho, la misma democracia y, sobre todo, al hombre. Salomón pidió a Dios un corazón dócil para saber juzgar a su pueblo y distinguir entre el bien y el mal. ¿Buscamos eso?