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En nuestros tiempos, algunas personas critican a la Iglesia por no permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio y a la Jerarquía. Pero, aunque la Iglesia incluye una organización, no es sólo, ni principalmente, una organización. En todo caso, es una organización atípica, cuyo fundador es nada menos que el Hijo de Dios.
Lo que realmente importa en la Iglesia no es ni el sistema que la rige ni el poder formal, sino su profunda misión sobrenatural. En ocasiones, en una época como la nuestra que valora especialmente las funciones y los sistemas y lo enfoca todo bajo un prisma de poder y de igualitarismo utópico, se olvida que, para la construcción y la misión de la Iglesia, es de suma importancia la dimensión espiritual y el desarrollo del amor. Ambos aspectos se dan más frecuentemente y de forma natural en las mujeres. Muchas de ellas han tenido un papel destacadísimo en la edificación y misión de la Iglesia y en ello tiene mucho que ver la forma de ser, entender y de actuar femeninos.
En este artículo vamos a explorar las aportaciones de las mujeres al crecimiento espiritual de la Iglesia y al crecimiento del amor. Lo iniciaremos con ejemplos de otras épocas, mujeres cristianas que, desde la sombra y sin tener poder formal, han influido enormemente no sólo en la Iglesia, sino en toda la civilización occidental. Sus caminos pueden resultar reveladores de cómo construir una cultura del amor que haga de contrapeso y llene los huecos de la cultura productiva de hoy. Finalmente, analizaremos qué pueden aportar hoy en día las mujeres a la construcción sobrenatural de la Iglesia.
Las mujeres y la cultura del amor
El amor tiende puentes y une. Un modo de hacer femenino es la facilidad con que las mujeres se apoyan unas a otras observable ya en iniciativas llevadas a cabo en la antigüedad. Cabe resaltar, por ejemplo, el papel de las viudas cristianas romanas. Muchos varones morían en las constantes guerras que las legiones mantenían en múltiples lugares del Imperio. Sus esposas, jóvenes en su mayoría y con niños pequeños, quedaban desamparadas en una sociedad sin ningún tipo de apoyo social, al albur de los abusos de parientes y de buscadores de todo tipo de fortunas. Era habitual ver cómo, después de cada batalla, acudían en masa a las parroquias cristianas en busca de ayuda y amparo. Allí se montaron redes asistenciales de la mano de otras viudas mayores que ponían su experiencia y sus brazos al servicio de otros. Su forma de solidarizarse con ellos era organizándose y actuando a su favor. Todo un ejemplo de cómo la maternidad se pone en acción. La vocación de dar vida y de cuidarla las lleva a ser más solidarias, porque les permite descubrir fácilmente las necesidades de otros. En épocas posteriores, mucha actividad social femenina se centró en la ayuda a los enfermos, ancianos y huérfanos, o en la enseñanza. Son las mismas mujeres las que se preocupaban de enseñar a otras, tratando de elevar su nivel intelectual para darles más recursos con los que afrontar su vida y su trabajo. Estas cualidades femeninas se han extendido hasta la actualidad siendo observables en la empresa. Por ejemplo, muchas directoras de personal son mujeres. Hoy, como ayer, las mujeres están iniciando también movimientos asociacionistas y foros para ayudarse unas a otras en el ámbito laboral.
Aparte de estas experiencias de mujeres anónimas, es interesante analizar aportaciones de algunas santas reconocidas por la Iglesia que nos den ideas para el desarrollo contemporáneo de una cultura del amor. A primera vista, nos es muy lejana su experiencia por estar insertada en un contexto histórico muy distinto al nuestro y en una época en que la mujer apenas contaba en la sociedad. Eran tiempos nada fáciles, plagados de enfermedades, guerras, penurias de todo tipo, incomodidades... Además, la vida de muchas de estas santas transcurrió dentro de claustros y monasterios, lo cual, las hace más lejanas aún. Sin embargo, sorprende ver cómo algunas de ellas adquirieron tal relieve e influencia que eran visitadas por gobernantes y eclesiásticos que iban a pedirles consejo y mediación, como a Santa Catalina de Siena. Prácticamente ninguna de ellas tenía poder formal, excepto algunas abadesas o reinas. Y, sin embargo, algunas impactaron en positivo hasta tal punto que se convirtieron en auténticos agentes de cambio tanto de la política como del pensamiento de su época.
Las santas: agentes de cambio en la Iglesia
Frente a hechos así, nos surgen numerosas preguntas: ¿Qué hace que personas que no tienen ningún tipo de poder formal ejerzan una influencia positiva tan grande en la sociedad? ¿Cómo lo lograron? ¿Cómo han logrado ser puntales de la Iglesia hasta ser consideradas como doctoras de la Iglesia? ¿Qué han aportado de diferencial con respecto a los hombres? ¿Qué podemos aprender de ellas?
A lo largo de la historia encontramos mujeres casadas, viudas, solteras o monjas, de todas las procedencias sociales que han tenido gran influencia en la Iglesia. Así, Santa Isabel de Hungría, que pone su excelente posición social y política al servicio de los demás, o Santa Brígida de Suecia que arrastra a su familia y a quienes la rodean hacia Dios y emprende fundaciones de conventos en su viudedad. La forma de vivir de estas mujeres y la atracción de su personalidad eran tan fuertes que crearon tendencia y fueron modelos para otros. Santa Hildegarda de Bingen llegó a ser tan ejemplar que quienes vivían a su alrededor copiaban su práctica del bien hasta el extremo de competir en amarse y servirse mutuamente. Nos resulta muy próxima Santa Isabel de Portugal, princesa de Cataluña y Aragón, que trabajó mucho para promover la paz en su nuevo país.
Lo primero que llama la atención cuando se inicia la lectura de sus vidas y escritos, es su unidad de vida. Acción y contemplación están intrínsecamente unidas. Todas ellas, sin excepción, son mujeres que aman a Cristo de forma apasionada, radical, de una manera casi extraña para nuestra mentalidad contemporánea. Su única preocupación es amarle a Él, dejándole el campo libre para dirigir su vida. Están siempre disponibles para llevar a cabo cualquier actividad o proyecto que Dios les pide. No se asustan ante la magnitud de lo encomendado, porque se saben profundamente queridas y protegidas por su Defensor. Se despreocupan totalmente de sus problemas personales y confían sólo en Dios, sabiéndose herramientas para llevar a cabo su proyecto. Aceptan todo lo que les ocurre, porque ven la mano de la Providencia en todo y no el azar o sus méritos personales.
En una época como la nuestra, tan centrada en el estudio del yo y en la realización personal, sorprende ver cómo estas mujeres lo lograron sin pretenderlo. En su interior no hay tensiones de ningún tipo, ni nudos emocionales ni fragmentaciones internas. Su interior es de una sencillez extrema y está en constante paz a pesar de los problemas que pudieran tener. Su forma de lograrlo es sencilla: buscan a Dios, le escuchan, dejan que Dios haga en ellas y que conduzca su vida por los caminos que desee. Procuran no oponer resistencia a su actuación y sacan obstáculos, tratando siempre de actuar con Él, haciendo su voluntad.
Otro aspecto que destaca en ellas es la docilidad y la disposición de obediencia al Papa y al Magisterio de la Iglesia aunque, en ocasiones, reprueban y condenan comportamientos de miembros de la jerarquía eclesiástica, como le ocurre a Catalina de Siena. Otras, como Matilde de Hackeborn, Teresa de Jesús o Hildegarda de Bingen no hablan ni escriben sobre sus experiencias, pensamientos o profecías hasta que les dan permiso para hacerlo. Su conformidad y seguridad al aceptar dichas indicaciones proceden de ver en ello la mano de Dios. Veamos, por ejemplo, el caso de santa Teresa. A lo largo de su vida fue objeto de muchas críticas y tuvo que vencer numerosos obstáculos para realizar los planes que Dios le había encomendado. Lejos de rebelarse, confía más en Su palabra: sabe que no son los planes de ella los que está llevando a cabo, sino los de Dios. Teresa sabe que ya se encargará Dios de mover los corazones de las personas que se oponían a ello —como así ocurría siempre— y espera. El mismo Dios le indicaba que eso debía ser así.
La humildad es la clave que les permite conseguir todo lo que Dios les pide. No es un arma de mujer, sino que procede de lo más íntimo. Ven a Dios y se comparan con Él, dándose cuenta de la inmensidad que les separa, pero le toman como modelo e intentan parecerse a Él, como vemos en Santa Clara y su espejo. Quieren hacer feliz a Dios, ayudarle a pesar de su pequeñez —de la que son plenamente conscientes— y comunicarse con Él. Su humildad es realismo. Se inician así círculos virtuosos: se conocen viendo a Cristo y le copian, cuánto más se entienden ellas mismas más aumenta su amor a Dios y a los demás, lo que les conduce a conocerse aún mejor y a saber y amar más. Reconocen que todo es gracia, todo es don, y no ven ningún mérito personal en lo que hacen. Ángela de Foligno comprende que lo que la salvará de “merecer el infierno” no son sus méritos, sino los del Crucificado. Explica el camino de la conversión y el paso de ésta a la experiencia mística, cuyo secreto es la oración ininterrumpida con Cristo.
Comparten sus talentos personales poniéndolos al servicio de todos. Algunas de ellas llegaron a ser mujeres de una altísima talla intelectual, como Santa Gertrudis, apasionada por el saber. Se da cuenta del error que supone centrarse en la intelectualidad y olvidar la vida espiritual: es entrar en vía muerta. Rectifica y hace de la oración y la contemplación el centro de su vida y pone sus dotes personales al servicio de la formación intelectual y espiritual de otros, transformándolo todo en apostolado. Lo mismo ocurre con sus dotes comunicativas. Su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura le permitía recurrir constantemente a ella tomando símbolos, paisajes, imágenes, términos o personajes. Santa Teresa pone sus dotes excepcionales para la comunicación al servicio de la Iglesia, escribiendo porque “así se lo mandaban”. Su sensibilidad nos ha permitido conocer mil y un detalles de la vida de oración que, de otro modo, hubieran permanecido en la oscuridad. Se dan cuenta de que comunicarse con Dios es un arte, y aprenden Su lenguaje en la oración hasta alcanzar cotas altísimas de comunicación con Él. Su sensibilidad se desarrolla hasta niveles de tal sutileza que son capaces de discernir los “signos de los tiempos” y penetrar en la realidad humana específica. Entienden profundamente al otro, porque su empatía aumenta y las hace mucho más efectivas y capaces de ayudar.
Su época no les impidió realizar obras de calado. Algunas de ellas fueron emprendedoras de proyectos de tal magnitud que marcaron a la Iglesia, como las fundaciones llevadas a cabo por Santa Teresa, Santa Brígida o Santa Matilde. Importa poco que fueran mujeres, que la sociedad fuera masculina o que algunas fueran monjas de clausura. En el caso de Santa Teresa, vemos cómo su “determinada determinación” consigue apoyos para sus proyectos, negocia la compra de terrenos para los nuevos conventos, discute con los albañiles, sigue las construcciones a pie de obra, viaja en condiciones penosas, busca financiación y pelea por los permisos de construcción. Santa Hildegarda de Bingen, fundó dos comunidades. Decía que la verdadera renovación de la comunidad eclesial no se consigue con el cambio de las estructuras, sino con un sincero espíritu de penitencia y un camino activo de conversión. Es un ejemplo práctico de cómo no se enrocan sólo en la jerarquía, sino que su visión es sobrenatural y alcanza los niveles más profundos de una institución para lograr el cambio necesario (no sólo el qué, sino el para qué y los cómos).
Mujer e Iglesia hoy
El genio femenino son dones vividos por mujeres normales en la vida cotidiana. En estas páginas hemos visto cómo mujeres sin poder formal construyeron puentes e influyeron en otras muchas personas gracias a su flexibilidad para amoldarse a Dios y a su lucha por el desarrollo de virtudes humanas y teologales. Esto las hizo terriblemente efectivas, ya que Dios pudo actuar a través de ellas. Ellas nos enseñan caminos de vida interior, y algunas, también de vida exterior. Tal como sostiene Benedicto XVI: «Son los santos quienes cambian el mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar».
Hoy en día, las monjas de clausura y las mujeres consagradas siguen alimentando la caldera del amor y hacen que la energía y la luz de Dios lleguen a los miembros de la Iglesia que estamos viviendo en el mundo. Pero, las mujeres hemos invadido, además, la esfera pública de forma masiva. Las que más pueden impactar ahora son, pues, las mujeres cristianas laicas que luchan por vivir la unidad de vida en su trabajo cotidiano, siguiendo a Cristo en su vocación célibe o matrimonial santificando el trabajo ordinario: una nueva vocación refrendada por el Concilio Vaticano II, y predicada y extendida por San Josemaría Escrivá desde muchos años antes. Ellas construyen Iglesia inyectando oxígeno en su torrente circulatorio santificando el trabajo cotidiano, santificándose en dicho trabajo y santificando a otros a través del mismo. No importa la “categoría” del trabajo que se haga, sino el amor con que se lleva a cabo. La gracia opera, y ellas aportan ideas en todos los ámbitos, tratando de ser referentes.
El genio femenino de hoy puede ampliar paradigmas y humanizar la realidad en la que vivimos: la empresa, la política, las ciencias, las universidades, las bellas artes, la tecnología... Para conseguirlo, es preciso que la mujer actúe a fondo tanto en la vida profesional como en el hogar. En el campo público, siendo consciente de que no sólo gana dinero y se realiza profesionalmente, sino que la dimensión ética de su trabajo es la que hace que se desarrolle como mejor profesional y mejor persona. Es entonces cuando es ejemplar en su comportamiento, y eso la hace confiable y más capaz de ayudar a otros. En el hogar, debe seguir formando a sus hijos en la fe y para que sean personas virtuosas, futuros profesionales competentes y ciudadanos responsables, lo que asegura el capital humano y social necesario para que nuestra sociedad sea sostenible. Y todo ello, junto con el varón, que aporta su modo masculino de ser persona en todos estos ámbitos.
Las mujeres aportan hoy precisamente lo que le falta a la sociedad en que vivimos: las redes de amistad, amor, el cuidado a los demás y la sensibilidad. Todo esto es lo que valora también la Iglesia dirigiéndolo hacia el verdadero fin de los seres humanos: la unión con Dios. La sociedad falla y gran parte de las crisis ocurren, porque falta el sustrato humano sobre el que construir sin peligro de desplome. De este modo, la mujer y la Iglesia se convierten en aliados. Sin embargo, como hemos visto en estas páginas, no es suficiente con ser mujer. Los grandes cambios positivos los consiguen las mujeres virtuosas con una profunda vida interior. El reto de las mujeres está, pues, ahí.
Maruja Moragas y Nuria Chinchilla
Centro Internacional Trabajo y Familia, IESE
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