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Retomamos la serie ‘La otra memoria’ con la que ZENIT está sacando a la luz actos de bondad en la guerra civil española que ayuden verdaderamente a la reconciliación y la paz
En esta nueva entrega, el historiador José Andrés-Gallego reflexiona sobre una de las muchas iniciativas puestas en marcha en España hace semanas, para conmemorar el 75º aniversario del Alzamiento del 18 de julio, con el que comenzó la guerra civil española.
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El paréntesis de las vacaciones me ha permitido hacer balance de la primera etapa de esta sección de ZENIT, “De la otra memoria”. No han sido muchos días, pero los suficientes para sacar alguna conclusión. Ya saben que se trata, simplemente, de recordar que, en la guerra civil española de 1936-1939, no sólo hubo horror. Hubo también bondad. Y, sin tenerla en cuenta, no se puede entender la propia guerra ni el horror, que hubiera sido aún mucho mayor.
No es asunto de consolarse según el dicho hispano: “mal de muchos, consuelo de tontos”. Tampoco es moralina. Es algo más profundo: a priori, no se puede aceptar que la maldad sea más eficaz que la bondad y que, por tanto, los historiadores sólo deban hablar de aquélla. Basta la sumaria metafísica que uno estudió en su día —como todos los españoles que llegaban a la enseñanza secundaria— para concluir que el mal en sí no existe. Paradójicamente, para que exista el mal, tiene que existir el bien. En realidad, el mal sólo puede existir en el bien (aunque la magnitud de aquél sea tal, que tape la de éste).
Supongo que, por eso, me ha ocurrido lo que ya dije en el primer artículo de esta sección de Zenit: que, cada vez que leo el relato de un drama concreto —ocurrido realmente durante la guerra civil española—, advierto que quien habla incluye —siempre— referencias a acciones buenas, que forman parte de esa historia y que tiene que relatar para que esa historia se entienda. Y, sin embargo, se diría que no les da importancia.
Pues bien, esta primera etapa de esta sección de ZENIT brinda la posibilidad de someter a prueba esa afirmación metafísica. En estos meses, ha surgido una iniciativa —entre otras— que se diría pensada para probar exactamente lo contrario. Los responsables del grupo Unidad Editorial, que cuenta entre sus publicaciones el diario El Mundo, han lanzado una página en la que se publican entrevistas con personas que sufrieron horrores o que conocen bien los horrores que otros sufrieron. Todo tipo de personas: de izquierdas y derechas.
Esto último importa mucho porque no es lo habitual. La mayoría de las publicaciones —con diferencia— son de un lado o de otro y, en consecuencia, suelen tener un aire maniqueo, por más que sus autores no lo intenten. En este caso, no es así. Y eso honra el intento. Nos sirve, por lo pronto, para poner a prueba nuestra tesis en relatos de las dos zonas, redactados con un estilo semejante.
No puedo hablar de todos ellos, claro. Pero empiezo por el primero, sin más: sin elegir el que cuadre mejor con mi tesis. Se trata del relato del fusilamiento de un testigo de Jehová que se negó a jurar lealtad a la bandera y a tomar las armas cuando lo llamaron a filas, en agosto de 1937. Era radicalmente pacifista y creía ofender a Dios si disparaba contra otro, aunque fuese en defensa propia o para defender a terceros. Se podrá discutir este criterio. Pero ésa era su convicción y fue coherente con ella hasta dejarse matar. Lo encarcelaron; escapó; lo cogieron cerca de la frontera con Francia; fue sometido a un consejo de guerra, como sucede en esos casos; lo condenaron a muerte, lo fusilaron y debieron llevar el cadáver a la fosa común del camposanto de Jaca, la ciudad aragonesa. El juez correspondiente no pudo asegurar esto último y lo hizo constar así.
La narradora glosa esto con la siguiente frase: fue “el primer insumiso por el movimiento que se opuso al servicio militar obligatorio” (se deduce que en todo el mundo). Y explica de este modo que el juez no dijese dónde estaba enterrado: “La España católica, apostólica y romana prefería ocultar la existencia de un individuo que, además de desertor, era un apóstata”. Al parecer, se niega —tácitamente— que el juez ignorase dónde lo enterraron. Por otra parte, ese juez es —aquí— “la España católica”.
Vamos ahora a lo nuestro. Se dice que aquel panadero de 19 años se negó a tomar las armas y a jurar lealtad a la bandera, que huyó y, por tanto, desertó, y se desprende que fue eso lo que lo llevó ante un consejo de guerra. Pero hete aquí que se añade que los militares que lo formaban le dieron a elegir entre luchar o morir fusilado. Asombroso. Cualquier persona que sepa rudimentos de derecho de guerra —de cualquier país y de cualquier momento de la historia— sabe lo extraño de esa oferta. Es incluso posible que aquellos militares arriesgaran su propia suerte al no aplicar, sin más, la pena máxima, como ordenaba el reglamento para cualquiera de los tres delitos.
La narradora añade que, a un amigo de la víctima, también testigo de Jehová, le ocurrió algo parecido. Pero era hombre casado y, “cuando estaba ante el pelotón de fusilamiento —explica—, su esposa se echó a los pies del capitán del pelotón para rogarle que le dejara marchar; que su marido había perdido la cabeza con la Biblia”.
Asombroso otra vez: una mujer que se mueve entre los militares sin aparente dificultad —hasta el punto de aproximarse (físicamente) a un pelotón de ejecución— y un capitán que incumple la orden que le han dado —ajusticiar al reo, por sentencia firme de un consejo de guerra— sin que le importe cometer, de esa forma, un delito de enorme gravedad, que podría acarrearle a él mismo la muerte: “dejó marchar” a un condenado a la pena capital. Es difícil hallar una actitud más generosa en gentes de guerra.
Sólo la encuentro —en la página de que hablo— en la séptima entrevista. Se trata de una militante del partido socialista que pasó la guerra en Madrid. El hambre llegó a ser espantosa. “Me levantaba a las cinco para ponerme a la cola y conseguir comida —cuenta—, pero, cuando llegaba, no había nada”. Un día vio a un joven líder comunista “que siempre iba cargado con grandes bolsas”. Y fue testigo —añade— de cómo se las entregaba a los curas. “Con tal desesperación fui hacia él, le cogí de las solapas y le dije: ‘Si tu padre te viera, te fusilaba’. Le estaban quitando la comida a la gente del Frente para dársela a los curas. ¡Mi marido estaba en el Frente!”.
Esto aún asombra más que aquello de los testigos de Jehová: un comunista preocupado por alimentar a “los curas”. Naturalmente, no puedo asegurar la veracidad de ambos relatos. Me limito a concluir que es verdad lo que suponía: no hay forma de narrar el horror sin contar con el bien.
José Andrés-Gallego
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